El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
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El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
Al alma grande, al corazón
ardiente de mi verdadero padre,
Gustave Bouju, obrero sastre.
In memoriam.
L. P.
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PREFACIO
Tengo una gran torpeza manual y lo deploro. Me sentiría mejor si mis manos supiesen trabajar. Manos capaces de hacer algo útil, de sumergirse en las profundidades del ser y alumbrar en él un manantial de bondad y de paz. Mi padrastro (al que llamaré mi padre, pues él me educó) era obrero sastre. Era un alma vigorosa, un espíritu realmente mensajero. Decía a veces, sonriendo, que el primer fallo de los clérigos se produjo el día en que uno de ellos representó por primera vez un ángel con alas: hay que subir al cielo con las manos.
A despecho de mi torpeza, logré un día encuadernar un libro. Tenía a la sazón dieciséis años. Era alumno del curso complementario de Juvisy, en el barrio pobre. El sábado por la tarde podíamos elegir entre el trabajo de la madera o del hierro, el modelaje o la encuadernación. En aquella época leía yo a los poetas, especialmente a Rimbaud. Sin embargo, me impuse la obligación de no encuadernar Une Saison en Enfer. Mi padre poseía una treintena de libros, alineados en el estrecho armario de su taller, junto con las bobinas, los jaboncillos, las hombreras y los patrones. Había también, en aquel armario, millares de notas escritas con caracteres menudos y aplicados, sobre un ángulo del tablero, durante las incontables noches de labor. Entre aquellos libros, había yo leído Le Monde avant la Création de l'Homme, de Flammarion y estaba entonces descubriendo Oú va le Monde, de Walter Rathenau. Y fue esta obra de Rathenau la que me puse a encuadernar, no sin trabajo. Rathenau fue la primera víctima de los nazis, y estábamos en 1936. Cada sábado, en el pequeño taller del curso complementario, hacía mi trabajo manual por amor a mi padre y al mundo obrero. Y el día primero de mayo, hice ofrenda del Rathenau encuadernado, al que acompañé con una brizna de muguete.
Mi padre había subrayado con lápiz rojo, en este libro, un largo párrafo que he conservado siempre en la memoria:
«Incluso la época del agobio es digna de respeto, pues es obra, no del hombre, sino de la Humanidad y, por lo tanto, de la naturaleza creadora, que puede ser dura, pero jamás absurda. Si es dura la época en que vivimos, tanto más debemos amarla, empaparla de nuestro amor, hasta que logremos desplazar las pesadas masas de materia que ocultan la luz que brilla al otro lado.»
«Incluso la época del agobio...» Mi padre murió en 1948, sin haber dejado nunca de creer en la naturaleza creadora, sin haber dejado nunca de amar ni de empapar con su amor el mundo dolorido en que vivía, sin haber perdido jamás la esperanza de ver brillar la luz detrás de las pesadas masas de materia. Pertenecía a la generación de los
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socialistas románticos que tenían por ídolos a Víctor Hugo, a Romain Rolland y a Jean Jaurés, los cuales llevaban grandes chambergos y guardaban una florecilla azul entre los pliegues de su bandera roja. En la frontera de la mística pura y de la acción social, mi padre, atado a su taller durante más de catorce horas al día -y vivíamos al borde de la miseria-, conciliaba un ardiente sindicalismo con la búsqueda de la liberación interior. Había introducido en los gestos más breves y humildes de su oficio un método de concentración y de purificación del espíritu, sobre el cual nos ha dejado centenares de páginas escritas. Mientras hacía ojales y planchaba telas, tenía un aspecto resplandeciente. Los jueves y los domingos, mis camaradas se reunían en su taller, para escucharle y sentir su vigorosa presencia, y la mayoría de ellos experimentaron un cambio en sus vidas.
Lleno de confianza en el progreso y la ciencia, convencido del advenimiento del proletariado, se había construido una poderosa filosofía. La lectura de la obra de Flammarion sobre la prehistoria fue para él una especie de revelación. Después leyó, guiado por la pasión, libros de paleontología, de astronomía, de física. Sin preparación adecuada, había calado empero en el meollo de los temas. Hablaba aproximadamente como Teilhard de Chardin, al que entonces ignorábamos: « ¡Lo que va a vivir nuestro siglo es más importante que la aparición del budismo! No se trata ya, de ahora en adelante, de destinar las facultades humanas a tal o cual divinidad. En nosotros sufre una crisis definitiva el vigor religioso de la tierra: la crisis de su propio descubrimiento. Empezamos a comprender, y para siempre, que la única religión aceptable para el hombre es la que le enseñará ante todo, a conocer, amar y servir apasionadamente al Universo del cual es el elemento más importante»1. Pensaba que la revolución no debe confundirse con el transformismo, sino que es integral y ascendente, y aumenta la densidad psíquica de nuestro planeta, preparándola a establecer contacto con las inteligencias de los otros mundos y a acercarse al alma misma del Cosmos. Para él, la especie humana estaba por terminar. Progresaba hacia un estado de superconciencia a través del ascenso de la vida colectiva y de la lenta creación de un psiquismo unánime. Decía que el hombre aún no está terminado ni se ha salvado, pero que las leyes de condensación de la energía creadora nos permiten alimentar, a escala del Cosmos, una formidable esperanza. Por esto juzgaba los asuntos de este mundo con una serenidad y un dinamismo religioso, buscando, muy lejos y muy alto, un optimismo y un valor que fuesen inmediata y realmente utilizables. En 1948 acabábamos de salir de la guerra, y ya renacía la amenaza de otras batallas, esta vez atómicas. Sin embargo, consideraba las inquietudes y los dolores presentes como negativos de una imagen magnífica. Existía un hilo que lo ataba al destino espiritual de la Tierra, y el hombre proyectaba, sobre la época de agobio en que terminaba su vida de trabajador, y a pesar de sus grandes dolores íntimos, mucha confianza y un gran amor.
Murió en mis brazos, la noche del 31 de diciembre y me dijo antes de cerrar los ojos:
1 Teilhard de Chardin tel que je I'ai connu, por G. Magloire. revista Synthése, noviembre 1957. 4
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«No hay que contar demasiado con Dios, pero es posible que Dios cuente con nosotros...»
¿Cuál era mi situación en aquel momento? En 1940, cuando el desastre, tenía veinticinco años. Pertenecía a la generación funesta que vio derrumbarse un mundo, que había sido amputada del pasado y dudaba del porvenir. Yo estaba muy lejos de creer que la época de agobio fuese digna de respeto y que hubiésemos de empaparla de nuestro amor. Más bien me parecía que lo más razonable era negarse a participar en un juego en que todo el mundo hacía trampas.
Durante la guerra me había refugiado en el hinduismo. Él era mi maquis. Vivía en él, en una resistencia absoluta. No hay que buscar el punto de apoyo en la Historia y entre los hombres, pues siempre se nos escapa. Busquémoslo en nosotros mismos. Seamos de este mundo como si no fuéramos de él. Nada me parecía más bello que el somormujo de la Bhagavad Gita, «que se sumerge y remonta el vuelo sin mojarse las plumas». Hagamos, me decía, que los acontecimientos contra los que nada podemos no puedan nada contra nosotros. Y me sentaba en el suelo, en la actitud del loto, sobre una nube venida de Oriente. Por la noche, mi padre leía a escondidas mis libros, tratando de comprender la extraña enfermedad que tanto me separaba de él.
Más tarde, el día después de la Liberación, busqué un maestro que me enseñara a vivir y a pensar. Me hice discípulo de Gurdjieff. Esforzábame en desligarme de mis emociones, de mis sentimientos, de mis impulsos, con el fin de encontrar, más allá, algo que fuese móvil y permanente y que me consolara de mi escasa realidad y del absurdo del mundo. Juzgaba a mi padre compasivamente. Me figuraba poseer los secretos del gobierno del espíritu y de todo conocimiento. En realidad, no poseía más que la ilusión de poseer y un intenso desprecio por aquellos que no compartían la misma ilusión.
Desesperaba a mi padre. Me desesperaba yo mismo. Me secaba hasta los huesos en mi posición de repulsa. Leía a René Guénon, Pensaba que teníamos la desgracia de vivir en un mundo radicalmente pervertido y destinado justamente al apocalipsis. Hacía mío el discurso de Cortés en el Congreso de Madrid, en 1849: «La causa de todos vuestros errores, señores, es que ignoráis la dirección de la civilización y del mundo. Creéis que la civilización y el mundo progresan, ¡y retroceden!». Para mí, la edad moderna era la edad negra. Me empeñaba en enumerar los crímenes del espíritu moderno contra el espíritu. Desde el siglo XII el Occidente, desligado de sus principios, corría a su perdición. Alimentar cualquier esperanza era aliarse al mal. Yo denunciaba toda confianza como una complicidad. Sólo me quedaba ardor para la repulsa, para la ruptura. En este mundo, sumergido ya en sus dos terceras partes, donde los sabios, los políticos, los sociólogos y los organizadores de toda clase se me aparecían corno otros tantos coprófagos, sólo los estudios tradicionales y una resistencia incondicional al siglo eran dignos de estima.
En este estado de ánimo, era natural que considerase a mi padre como un primitivo ingenuo. Su poder de adhesión, de amor, de visión lejana, me producía la irritación
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de lo ridículo. Le acusaba de haberse quedado rezagado en el entusiasmo de la Exposición de 1900. La esperanza que ponía en una colectivización creciente y que llevaba a un plano mucho más alto que el político, provocaba mi desprecio. Yo sólo respetaba las antiguas teocracias.
Einstein fundaba un comité de desesperación compuesto de sabios del átomo; la amenaza de una guerra total se cernía sobre la Humanidad dividida en dos bloques. Mi padre moría sin haber perdido un ápice de su fe en el porvenir, y yo había dejado de comprenderle. No evocaré en esta obra los problemas de clase. No es lugar adecuado. Pero sé muy bien que estos problemas existen: ellos crucificaron al hombre que me amaba. No he conocido a mi padre carnal. Pertenecía a la vieja burguesía de Gante. Mi madre, como mi segundo padre, eran obreros, descendían de obreros. Fueron mis antepasados flamencos, dados a la diversión, artistas, vagos y orgullosos, quienes me hicieron replegarme y desconocer la virtud de la participación. Hacía ya largo tiempo que se había levantado una barrera entre mi padre y yo. Él, que no había querido tener más hijos que este hijo de otra sangre, por temor a perjudicarme, se había sacrificado para hacer de mí un intelectual. Y, al dármelo todo, había soñado en que mi alma se parecería a la suya. A sus ojos, yo debía convertirme en un faro, en un hombre capaz de iluminar a los otros hombres, de darles valor y esperanza, de demostrarles, como él decía, la luz que brilla en lo más hondo de nosotros. Pero yo no veía ninguna luz, salvo la luz negra, ni en mí, ni en el fondo de la Humanidad. Yo no era más que un amanuense parecido a muchos otros. Llevaba hasta sus últimas consecuencias el sentimiento de destierro, la necesidad de rebelión radical que pregonaban las revistas literarias allá por el año 1947, al hablar de la «inquietud metafísica», y que fueron la difícil herencia de mi generación. En estas condiciones, ¿cómo se puede ser un faro? Esta idea, esta palabra hugoliana, me hacía sonreír malévolamente. Mi padre me acusaba de descomposición, de pasarme, como él decía, al bando de los privilegiados de la cultura, de los mandarines, de los que estaban orgullosos de su importancia.
La bomba atómica, que para mí significaba el principio del fin de los tiempos, era para él la señal de un nuevo amanecer. La materia se iba espiritualizando, y el hombre descubría a su alrededor y dentro de sí mismo potencias hasta entonces insospechadas. El espíritu burgués, para el cual la Tierra es un cómodo lugar de residencia del que hay que sacar el máximo posible, iba a ser barrido por el espíritu nuevo, por el espíritu de los obreros de la Tierra, para el cual el mundo es una máquina en funcionamiento, un organismo cara al porvenir, una unidad a lograr, una Verdad a abrir. La Humanidad estaba sólo al principio de su evolución. Recibía las primeras enseñanzas sobre la misión que le había asignado la Inteligencia del Universo. Empezábamos justamente a saber lo que es el amor del mundo.
Para mi padre, la aventura humana tenía una dirección. Juzgaba los acontecimientos según se situasen o no en esta dirección. La Historia tenía un sentido: avanzaba hacia alguna forma de lo ultrahumano, llevaba en sí la promesa de una superconciencia. Su filosofía cósmica no le separaba del siglo. En lo inmediato,
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sus adhesiones eran «progresistas». A mí me irritaba esto, sin ver que él ponía muchísima más espiritualidad en su progresismo que yo progreso en mi espiritualidad.
Sin embargo, yo me ahogaba en mi cerrado pensamiento. Ante aquel hombre me sentía a veces como un pequeño intelectual árido y friolero, y deseaba pensar como él, respirar tan ampliamente como él. Por las noches, en un rincón de su taller, forzaba yo la controversia, la provocaba, deseando sordamente que me confundiera y me hiciese cambiar. Pero, gracias a la fatiga, se indignaba contra mí, contra el destino que le había dado una gran idea y le había negado los medios de transmitirla a este hijo rebelde, y nos separábamos encolerizados y doloridos. Yo volvía a mis meditaciones y a mis libros desesperados. Él se inclinaba sobre las telas y cogía de nuevo la aguja, bajo la lámpara desnuda que teñía de amarillo sus cabellos. Desde mi cama-jaula, le oía resoplar y gruñir durante largo rato. Después, de pronto, se ponía a silbar entre dientes, suavemente, los primeros compases del Himno a la Alegría, de Beethoven, para decirme desde lejos que el amor siempre vuelve al encuentro de los suyos. Ahora pienso en él casi todas las noches, a la hora de nuestras antiguas disputas. Y oigo aquel resoplido, aquel gruñido que terminaba en cántico, aquel sublime vendaval desvanecido.
¡Doce años hace que murió! Y yo voy a cumplir cuarenta. Si le hubiese comprendido cuando vivía, habría dirigido con más destreza mi inteligencia y mi corazón. No he cesado de buscar. Ahora me acerco a él, después de no pocas búsquedas, a menudo agotadoras y de peligrosos vagabundeos. Habría podido, mucho antes, conciliar la afición a la vida interior y el amor al mundo en movimiento. Habría podido tender más pronto, y acaso con mayor eficacia, cuando mis fuerzas estaban intactas, un puente entre la mística y el espíritu moderno. Habría podido sentirme a la vez religioso y solidario del gran impulso de la Historia. Habría podido tener más pronto fe, caridad y esperanza.
Este libro resume cinco años de búsqueda, en todos los sectores del conocimiento, en las fronteras de la ciencia y de la tradición. Me lancé a esta empresa claramente superior a mis medios porque ya no podía seguir rechazando este mundo presente y por venir, que es, sin embargo, el mío. Pero de todos los extremos nace la luz. Habría podido encontrar más de prisa una vía de comunicación con mi época. Es posible que no haya perdido del todo mi tiempo marchando hasta el final de mi propio camino. Los hombres no encuentran lo que se merecen, sino lo que se les asemeja. Durante largo tiempo, busqué, como quería el Rimbaud de mi adolescencia, «la Verdad es un alma y un cuerpo». Y no lo logré. En la persecución de esta Verdad, perdí el contacto con las verdades pequeñas que hubiesen hecho de mí, no ya el superhombre al que llamaba con todo mi anhelo, sino un hombre mejor y más unificado de lo que soy. Sin embargo, aprendí cosas preciosas sobre el comportamiento profundo del espíritu, sobre los diferentes estados posibles de la conciencia, sobre la memoria y la intuición, que no hubiese aprendido de otra manera y que debían permitirme, más tarde, ver lo que hay de grandioso, de esencialmente revolucionario en la cumbre del
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espíritu moderno: la interrogación sobre la naturaleza del conocimiento y la necesidad apremiante de una especie de transmutación de la inteligencia.
Cuando salí de mi nicho de yogui para lanzar una ojeada a este mundo moderno que condenaba sin conocerlo, percibí de golpe lo que tiene de maravilloso. Mi estudio reaccionario, a menudo lleno de orgullo y de odio, me fue útil en impedir mi adhesión a este mundo por su lado malo: el viejo racionalismo del siglo XIX, el progresismo demagógico. Me había impedido también aceptar este mundo como una cosa natural y, simplemente porque era el mío, aceptarlo en un estado de conciencia adormecida, como hacen la mayoría de las gentes. Con los ojos refrescados por mi larga permanencia fuera de mi tiempo, vi este mundo tan rico en fantasías reales supuestas. Mejor aún, lo que aprendía del siglo modificaba, haciéndolo más profundo, mi conocimiento del espíritu antiguo. Vi las cosas antiguas con ojos nuevos, y mis ojos eran también nuevos para ver las cosas nuevas.
Conocí a Jacques Bergier (en seguida diré cómo) cuando terminaba de escribir mi obra sobre la familia de espíritus reunida alrededor de M. Gurjieff. Este encuentro, que en modo alguno atribuyo a la suerte, fue decisivo. Acababa de consagrar dos años a la descripción de una escuela esotérica y de mi propia aventura. Pero otra aventura comenzaba en aquel momento para mí. He aquí lo que creí útil decir a mis lectores al despedirme de ellos. Espero que me perdonarán que me cite a mí mismo, sabiendo que no me gusta llamar la atención sobre mi literatura: otras cosas me preocupan más. Inventé la fábula del mono y la calabaza. Los indígenas, para cazar viva a la bestia, fijan en un cocotero una calabaza que contiene cacahuetes. El mono acude, mete la mano, coge los cacahuetes y cierra el puño. Entonces no puede retirar la mano. Lo que ha cogido lo mantiene prisionero. Al salir de la escuela Gurdjieff, escribí:
«Hay que palpar, examinar los frutos-trampa y después retirarse con ligereza. Una vez satisfecha cierta curiosidad, conviene volver ágilmente la atención hacia el mundo en que estamos, recuperar nuestra libertad y nuestra lucidez, reemprender nuestro camino en la tierra de los hombres a la cual pertenecemos. Lo que importa es ver hasta qué punto la ruta esencial del pensamiento llamado tradicional desemboca en el movimiento del pensamiento contemporáneo. La física, la biología, las matemáticas, en su extremo último, vuelven hoy a manejar ciertos datos del esoterismo, resucitar ciertas visiones del Cosmos, relaciones de la energía y la materia, que son visiones ancestrales. Las ciencias de hoy, si las abordamos sin conformismo científico, dialogan con los antiguos magos, alquimistas, taumaturgos. Se produce una revolución ante nuestros ojos, y es el inesperado matrimonio de la razón, en la cima de sus conquistas, con la intuición espiritual. Para los observadores realmente sagaces, los problemas que se plantean a la inteligencia contemporánea no son ya problemas de progreso. La noción del progreso murió hace algunos años. Son problemas de cambio de estado, problemas de transmutación. En este sentido, los hombres abocados sobre las realidades de la experiencia interior siguen la dirección 8
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del porvenir y estrechan sólidamente la mano de los sabios de vanguardia que preparan el advenimiento de un mundo que no tiene ninguna medida común con el mundo de pesada transición en el que vivimos aún por algunas horas.»
Éste es exactamente el tema que será desarrollado en este grueso libro. Es preciso, pues, me dije antes de emprender la tarea, proyectar la inteligencia muy lejos hacia atrás y hacia delante para comprender el presente. Comprendí que, si hace poco no quería a las gentes que son sencillamente «modernas», tenía razón en no quererlas. Pero no la tenía al condenarlas. En realidad, sólo son condenables porque su espíritu ocupa una tracción demasiado pequeña de tiempo. Apenas existen, se vuelven anacrónicos. Para estar presente, hay que ser contemporáneo del futuro. Desde entonces, en cuanto me puse a interrogar el presente, recibí respuestas llenas de cosas extrañas y de promesas.
James Blish, escritor americano, dice en honor de Einstein que éste «se ha tragado vivo a Newton». ¡Admirable fórmula! Si nuestro pensamiento se eleva hacia una más alta visión de la vida, tiene que haber absorbido vivas las verdades del plano inferior. He adquirido esta certeza en el curso de mis investigaciones. Puede parecer vulgar, pero, cuando uno ha vivido de ideas que pretendían ocupar las cimas, como la sabiduría guenoniana y el sistema Gurdjieff, y que ignoraban o despreciaban la mayoría de las realidades sociales y científicas, esta nueva manera de juzgar cambia la dirección y los apetitos del espíritu. «Las cosas bajas -decía ya Platón- deben volver a encontrarse en las cosas altas, aunque en otro estado.» Ahora tengo el convencimiento de que toda filosofía superior en la que no sigan viviendo las realidades del plano que intenta superar es una impostura.
Por esta razón he realizado un viaje bastante largo por tierra de la física, de la antropología, de las matemáticas y de la biología, antes de intentar una vez más hacerme una idea del hombre, de su naturaleza, de sus facultades, de su destino. No hace mucho, buscaba conocer y comprender el todo del hombre, y despreciaba la ciencia. Sospechaba que el espíritu era capaz de alcanzar cumbres sublimes. Pero, ¿qué sabía de su marcha en el campo científico? ¿No había revelado en él alguna de estas facultades en las que me sentía inclinado a creer? Me decía: hay que ir más allá de la contradicción aparente entre materialismo y espiritualismo. Pero, el camino científico, ¿acaso no conducía a ella? Y, en este caso, ¿no era mi deber informarme de ello? ¿No era, a fin de cuentas, una actitud más razonable, en un occidental del siglo XX, que tomar un bordón de peregrino y marchar descalzo a la India? ¿Acaso no me rodeaba una multitud de hombres y de libros que podían ilustrarme? ¿No debía, ante todo, calar hondo en mi propio terreno?
Si la reflexión científica, en su grado extremo, desemboca en una revisión de las ideas admitidas sobre el hombre, era preciso que yo lo supiera. Y en seguida se presentaba otra necesidad. Toda idea que pudiese forjarme después sobre el destino de la inteligencia, sobre el sentido de la aventura humana, sería sólo valedera en cuanto no marchara en sentido contrario del conocimiento moderno.
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Encontré el eco de esta meditación en estas frases de Oppenheimer:
«Actualmente, vivimos en un mundo en que los poetas, los historiadores, los filósofos, se enorgullecen diciendo que no admiten siquiera la posibilidad de aprender cualquier cosa referente a las ciencias: ven la ciencia al final de un largo túnel, demasiado largo para que un hombre avisado meta la cabeza en él. Nuestra filosofía -si es que tenemos una- es, pues, totalmente inadaptada a nuestra época.»
Ahora bien, para un intelectual bien adiestrado, no es más difícil penetrar, si lo desea realmente, en el sistema de ideas que rige la física nuclear, que comprender la economía marxista o el tomismo. No es más difícil captar la teoría de la cibernética que analizar las causas de la revolución china o la experiencia poética de Mallarmé. En realidad, uno se resiste a este esfuerzo, no por miedo al esfuerzo, sino porque presiente que traería consigo un cambio en los modos de pensamientos y de expresión, una revisión de los valores hasta ahora admitidos.
«Y, sin embargo -prosigue Oppenheimer-, hace ya tiempo que hubiera debido imponerse un entendimiento más sutil de la naturaleza del conocimiento humano, de las relaciones del hombre con el Universo.»
Me puse, pues, a hurgar en el tesoro de las ciencias y de las técnicas de hoy, de manera inexperta, desde luego, con una ingenuidad y un asombro tal vez peligrosos, pero propensos al florecimiento de comparaciones, de correspondencias, de acercamientos reveladores. Entonces volví a encontrar cierto número de ideas que había tenido antes, desde el punto de vista del esoterismo y de la mística, sobre la grandeza infinita del hombre. Pero las encontraba en otro estado. Ahora eran convicciones que habían absorbido vivas las formas y las obras de la inteligencia humana de mi tiempo, aplicada al estudio de las realidades. Ya no eran «reaccionarias», sino que mitigaban los antagonismos en vez de excitarlos. Conflictos muy densos, como los que existen entre materialismo y espiritualismo, entre la vida individual y la vida colectiva, se reabsorbían en ellas bajo el efecto de una elevada temperatura. En este sentido habían dejado de ser la expresión de una elección, y, por tanto, de una ruptura, y lo eran de un acontecer, de un sobrepasar, de una renovación, es decir, de la Existencia.
Las evoluciones, tan rápidas e incoherentes, de las abejas, dibujaban al parecer en el espacio figuras matemáticas precisas que constituyen un lenguaje. Sueño con escribir una novela en la que todos los encuentros de un hombre en su existencia, efímeros o importantes, producidos por lo que llamamos casualidad o por la necesidad, dibujen también figuras, expresen ritmos, sean lo que tal vez son: un discurso sabiamente elaborado, dirigido a un alma para su cumplimiento, y del que el alma sólo capta, a lo largo de toda una vida, unas cuantas palabras sin ilación.
A veces me parece captar el sentido de este ballet humano a mí alrededor, adivinar que alguien me habla a través del movimiento de los seres que se acercan, permanecen o se alejan. Después pierdo el hilo, como todo el mundo, hasta la próxima evidencia de bulto, y, sin embargo, fragmentaria.
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Salía de Gurdjieff. Una amistad muy viva me ató a André Bretón. Éste me hizo conocer a René Alleau, historiador de la alquimia. Un día que estaba buscando un vulgarizador científico, para una colección de obras de actualidad, Alleau me presentó a Bergier. Se trataba de un trabajo alimenticio, y yo hacía poco caso de la ciencia, vulgarizada o no. Sin embargo, este encuentro fortuito debía ordenar mi vida por un largo período de tiempo, agrupar y orientar todas las grandes influencias intelectuales o espirituales que yo había experimentado, desde Vivekananda a Guénon, desde Guénon a Gurdjieff, desde Gurdjieff a Bretón, y volverme, en mi edad madura, al punto de partida: mi padre.
En cinco años de estudio y de reflexiones, en el curso de los cuales nuestros dos espíritus, bastante diferentes, se sintieron constantemente felices de hallarse juntos, creo que descubrimos un punto de vista nuevo y rico en posibilidades. Es lo mismo que hicieron, a su manera, los surrealistas de hace treinta años. Pero, a diferencia de ellos, nosotros no hemos ido a rebuscar del lado del sueño y de la infraconciencia, sino en el otro extremo: del lado de la ultraconciencia y de la vigilia superior. Hemos bautizado así la escuela que hemos creado: escuela del realismo fantástico. No debe verse en ella la menor afición a lo insólito, al exotismo intelectual, a lo barroco, ni a lo pintoresco. «El viajero cayó muerto, herido por lo pintoresco», dice Max Jacob. No buscamos el extrañamiento. No investigamos los lejanos suburbios de la realidad; por el contrario, tratamos de instalarnos en el centro. Pensamos que la inteligencia, por poco agudizada que esté, descubre lo fantástico en el corazón mismo de la realidad. Algo fantástico que no invita a la evasión, sino, por el contrario, a una más profunda adhesión.
Si los literatos y los artistas van a buscar lo fantástico fuera de la realidad, entre las nubes, es por falta de imaginación. Y sólo traen de allí un subproducto. Lo fantástico, como otras materias preciosas, tiene que ser arrancado de las entrañas de la tierra, de la realidad. La verdadera imaginación es algo completamente distinto de la huida hacia lo irreal. «Ninguna facultad del espíritu se hunde tanto ni profundiza tanto como la imaginación: ésta es la gran buceadora.»
Generalmente se define lo fantástico como una violación de las leyes naturales, como la aparición de lo imposible. En nuestra opinión, no es nada de esto. Lo fantástico es una manifestación de las leyes naturales, un efecto del contacto con la realidad cuando ésta se percibe directamente y no filtrado por el sueño intelectual, por los hábitos, por los prejuicios, por los conformismos.
La ciencia moderna nos enseña que, detrás de lo simple y visible, está lo invisible y complicado. Una mesa, una silla, el cielo estrellado, son en realidad radicalmente diferentes de la idea que nos formamos de ellos: sistemas en rotación, energías en suspenso, etc. En este sentido decía Valéry que en el conocimiento moderno «lo maravilloso y lo positivo han contraído una asombrosa alianza». Nosotros hemos percibido claramente, como espero que podrá verse en este libro, que este contrato entre lo maravilloso y lo positivo no se ciñe únicamente al dominio de las ciencias físicas y matemáticas. Lo que es verdad Para estas ciencias es, sin duda, también
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verdad para los otros aspectos de la existencia: la antropología, por ejemplo, o la historia contemporánea, o la psicología individual, o la sociología. Lo que juega en las ciencias físicas, juega probablemente igual en las ciencias humanas. Sólo que cuesta mucho percibirlo. Y que todos los prejuicios se han refugiado en estas ciencias humanas, incluso aquellos que las ciencias exactas han rechazado en nuestros días; y que, en un campo tan próximo a ellos y tan cambiante, los buscadores se han empeñado, para ver claro, en reunirlo todo en un sistema: Freud lo explica todo. El capital lo explica todo, etcétera. Cuando decimos prejuicios, deberíamos decir supersticiones. Las hay antiguas y las hay modernas. Para algunos, ningún fenómeno de civilización es comprensible si no se admite en los orígenes, la existencia de la Atlántida. Para otros, el marxismo basta para explicar a Hitler. Algunos ven a Dios en todo genio, y otros no ven más que el sexo. Toda la historia humana es templaria, a menos que sea hegeliana. Nuestro problema consiste, pues, en hacer sensible, en su estado bruto, la alianza entre lo maravilloso y lo positivo en el hombre aislado o en el hombre en sociedad, tal como ocurre en biología, en física o en matemáticas modernas, donde se habla abiertamente y, a fin de cuentas, sencillamente, del «Más Allá Absoluto», de «Luz Prohibida» y de «Número Cuántico de Rareza».
«En la escala de lo cósmico (toda la física moderna nos lo enseña), sólo lo fantástico tiene probabilidades de ser verdadero», dice Teilhard de Chardin. Pero, para nosotros, el fenómeno humano debe medirse también por la escala de lo cósmico. Así lo expresan los más antiguos textos de sabiduría. Así lo dice también nuestra civilización, que empieza a lanzar cohetes a los planetas y busca el contacto de otras inteligencias. Nuestra posición es, pues, la de hombres testigos de las realidades de su tiempo.
Si bien se mira, nuestra actitud, al introducir el realismo fantástico de las altas ciencias en las ciencias humanas, nada tiene de original. Por lo demás, no pretendemos ser originales. La idea de aplicar las matemáticas a las ciencias, no fue realmente ruidosa; sin embargo, dio resultados muy nuevos e importantes. La idea de que el Universo no es, tal vez, lo que de él sabemos, nada tiene de original; sin embargo, vean cómo Einstein, al aplicarla, lo ha transformado todo.
Es, en fin, evidente que, partiendo de nuestros métodos, una obra como la nuestra, construida con un máximo de honradez y un mínimo de ingenuidad, debe suscitar más preguntas que soluciones. Un método de trabajo no es un sistema de pensamiento. No creemos que un sistema, por ingenioso que sea, pueda iluminar completamente la totalidad de lo viviente que nos ocupa. Se puede machacar indefinidamente al marxismo sin lograr integrar el hecho de que Hitler advirtiera varias veces, con terror, que el Supremo Desconocido había venido a visitarle. Y se podía estrujar en todos los sentidos la medicina de antes de Pasteur sin extraer la idea de que las enfermedades son producidas por animales demasiado pequeños para que podamos verlos. Sin embargo, es posible que exista una respuesta global y definitiva a todas las preguntas que provocamos, y que nosotros no la hayamos oído. Nada se excluye: ni el sí, ni el no. No hemos descubierto ningún «guru»; no nos hemos 12
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convertido en discípulos de un nuevo Mesías; no proponemos ninguna doctrina. Nos hemos esforzado simplemente en abrir para el lector el mayor número posible de puertas, y, como la mayoría de ellas se abren desde el interior, nos hemos apartado para dejarle pasar.
Repito: lo fantástico, para nosotros, no es lo imaginario. Pero una imaginación fuertemente aplicada al estudio de la realidad descubre que es muy tenue la frontera entre lo maravilloso y lo positivo, o, si ustedes lo prefieren, entre el universo visible y el universo invisible. Existen, tal vez, uno o varios universos paralelos al nuestro. Pienso que no habríamos emprendido este trabajo si, en el curso de nuestra vida, no hubiésemos llegado a sentirnos, realmente, físicamente, en contacto con otro mundo. Esto le ocurrió a Bergier en Mathausen. En otro grado, me ocurrió a mí con Gurdjieff. Las circunstancias son muy diferentes, pero el hecho esencial es el mismo.
El antropólogo americano Loren Eiseley, cuyas ideas se aproximan mucho a las nuestras, refiere una bella historia que expresa muy bien lo que quiero decir:
«Encontrar otro mundo -dice- no es únicamente un hecho imaginario. Puede ocurrirles a los hombres. Y también a los animales. A veces las fronteras se deslizan o se confunden: basta con estar allí en aquel momento. Yo presencié cómo le ocurría esto a un cuervo. Este cuervo es vecino mío. Jamás le he hecho el menor daño, pero tiene buen cuidado en mantenerse en la copa de los árboles, volar alto y evitar la Humanidad. Su mundo empieza donde se detiene mi débil vista. Ahora bien, una mañana, nuestros campos se hallaban sumidos en una niebla extraordinariamente espesa, y yo caminaba a tientas hacia la estación. Bruscamente, aparecieron a la altura de mis ojos dos alas negras y enormes, precedidas de un pico gigantesco, y todo se alejó como una exhalación y con un grito de terror como espero no volver a oír otro en mi vida. Este grito me obsesionó toda la tarde. Llegué hasta el punto de mirarme al espejo, preguntándome qué habría en mí de espantoso...
»Por fin comprendí. La frontera entre nuestros dos mundos se había borrado a causa de la niebla. El cuervo, que se imaginaba volar a su altura acostumbrada, vio de pronto un espectáculo sobrecogedor, contrario para él a las leyes de la Naturaleza. Había visto a un hombre que andaba por los aires, en el corazón mismo del mundo de los cuervos. Había presenciado una manifestación de la rareza más absoluta que puede concebir un cuervo: un hombre volador...
»Ahora, cuando me ve desde arriba, lanza unos pequeños gritos, y yo descubro en ellos la incertidumbre de un espíritu cuyo universo se ha desquiciado. Ya no es, ya no volverá a ser jamás como los otros cuervos...»
Este libro no es una novela, aunque su intención sea novelesca. No pertenece a la «science-fiction», aunque se rocen los mitos que alimentan este género. No es una colección de hechos chocantes, aunque el ángel de lo Chocante se encuentre aquí en su elemento. Tampoco es una contribución científica, el vehículo de una asignatura desconocida, un testimonio, un documental o una moraleja. Es el relato, a ratos
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legendario y a ratos exacto, de un primer viaje a los dominios apenas explorados del conocimiento. Como en los manuscritos de los navegantes del Renacimiento, lo imaginario y lo verdadero, la interpolación aventurera y la visión exacta, se mezclan en él. Y es que no hemos tenido tiempo ni medios de llevar hasta el final nuestra exploración. Sólo podemos inspirar hipótesis y trazar bocetos de las vías de comunicación entre los diversos dominios que, por ahora, sigue siendo tierra prohibida, y en los que sólo hemos podido permitirnos breves estancias. Cuando hayan sido mejor explorados, sin duda se advertirá que muchas de nuestras palabras eran delirantes, como los relatos de Marco Polo. Es un riesgo que aceptamos de buen grado. «Había muchas tonterías en el libraco de Pauwels y Bergier.» Esto es lo que dirán. Pero si este libro ha servido para alentar el deseo de explorar más de cerca, habremos logrado nuestro propósito.
Podríamos escribir, como Fulcanelli cuando intentaba calar y describir el misterio de las catedrales: «Dejamos al lector el trabajo de establecer todas las relaciones útiles, de coordinar las versiones, de aislar la verdad positiva que aparece mezclada a la alegoría legendaria en estos fragmentos enigmáticos.» Sin embargo, nuestra documentación no debe nada a los maestros cultos, a los libros enterrados o a los archivos secretos. Es vasta, pero accesible a todos. Para no hacernos pesados, hemos evitado multiplicar las referencias, las notas al pie de las páginas, las indicaciones bibliográficas, etc. A veces nos hemos servido de imágenes y alegorías, porque lo hemos considerado más eficaz, y no por afición al misterio, tan aguda entre los esoteristas que nos han hecho pensar en este diálogo de los Hermanos Marx:
«-Oye, en la casa de al lado hay un tesoro.
»-Pero si al lado no hay ninguna casa...
»-Está bien, ¡construiremos una!»
Este libro, como ya he dicho, debe mucho a Jacques Bergier. No solamente en su teoría general, que es el fruto del matrimonio de nuestras ideas, sino también por su documentación. Todos los que han conocido a este hombre de memoria sobrehumana, de curiosidad devoradora y -lo que es aún más raro- de presencia de espíritu constante, me creerán si les digo que un lustro al lado de Bergier me ha ahorrado veinte años de lectura activa. En su cerebro poderoso funciona una biblioteca formidable: la elección, la clasificación, las más complejas conexiones se producen en ella con rapidez electrónica. El espectáculo de esta inteligencia en movimiento ha provocado siempre en mí una exaltación de las facultades, sin la cual me hubiese sido imposible la concepción y la realización de este libro.
En un despacho de la calle de Berri, que un gran impresor puso generosamente a nuestra disposición, reunimos gran cantidad de libros, de revistas, de boletines y de periódicos en todas las lenguas. Una secretaria escribió al dictado millares de páginas de notas, citas, traducciones y reflexiones. En mi casa, en el Mesnil-le-Roi, proseguíamos todos los domingos nuestra conversación, interrumpida por lecturas, y,
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por la noche, consignaba yo por escrito lo esencial de nuestra charla, las ideas que habían surgido de ella, las nuevas rutas de investigación que nos había inspirado. Cada día, durante cinco años, me senté a mi mesa al amanecer, pues después me esperaban largas horas de trabajo en el exterior. Dado el estado de las cosas en este mundo al que no queremos eludir, la cuestión del tiempo es cuestión de energía. Pero hubiésemos necesitado otros diez años, muchos medios materiales y un numeroso equipo para enfocar debidamente nuestra empresa. Quisiéramos, si un día disponemos de algún dinero, arrancado aquí y allá, crear una especie de instituto en el que prosiguieran los estudios apenas esbozados en este libro. Espero que estas páginas nos ayuden a lograrlo, si es que tienen algún valor. Como dice Chesterton, «la idea que no trata de convertirse en palabra es una mala idea, y la palabra que no trata de convertirse en acción es una mala palabra».
Por diversas razones, las actividades exteriores de Bergier son muy numerosas. También lo son las mías, y bastante amplias. Pero yo he visto en mi infancia morir de trabajo. «¿Cómo hace usted todo lo que hace?» No lo sé, pero podría responder con la frase de Zen: «Voy a pie y, sin embargo, estoy sentado a lomos de un buey.»
Muchas dificultades, recomendaciones y contratiempos de todas clases se han cruzado en mi camino, poniéndome al borde de la desesperación. No me gusta la figura del creador tercamente indiferente a todo lo que no sea su obra. Me domina un amor más vasto, y la estrechez en el amor, aunque sea el precio de una bella obra, me hace el efecto de una contorsión indigna.
Pero se comprenderá que en estas circunstancias, en la corriente de una vida ampliamente entregada, uno corre el riesgo de ahogarse. Me ayudó un pensamiento de Vicente de Paúl: «Los grandes designios son siempre cruzados por diversos encuentros y dificultades. La carne y la sangre nos dirán que hay que abandonar la misión; guardémonos de escucharlas. Dios jamás cambia las cosas que ha resuelto, aunque se produzcan cosas que nos parezcan contrarias.»
En el curso complementario de Juvisy, que evoqué al principio de este prefacio, nos mandaron un día comentar la frase de Vigny: «Una vida lograda es un sueño de adolescentes realizado en la edad madura.» Entonces yo soñaba en profundizar y en servir a la filosofía de mi padre, que era una filosofía del progreso. Es lo que intento hacer, después de muchas fugas, oposiciones y rodeos. ¡Que mi lucha dé paz a sus cenizas! A sus cenizas hoy dispersadas, según deseaba, pensando, como pienso yo también, que la «materia es tal vez únicamente una máscara entre todas las máscaras del gran Rostro».
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PRIMERA PARTE
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EL FUTURO ANTERIOR
I
Homenaje al lector apresurado.-Una dimisión en 1875.-Los pájaros de mal agüero.-Cómo el siglo XIX cerraba las puertas.-El fin de las ciencias y la represión de lo fantástico.-El desespero de Poincaré.-Somos nuestros propios abuelos.- ¡Juventud! ¡Juventud!
¿Cómo es posible que, hoy en día, un hombre inteligente no tenga prisa? « ¡Levántese, caballero, pues tiene grandes cosas que hacer!» Pero cada vez hay que levantarse más temprano. Aceleren sus máquinas de ver, de oír, de pensar, de recordar, de imaginar. Nuestro mejor lector, el más caro a nuestros ojos, habrá terminado con nosotros en dos o tres horas. Conozco algunos hombres que leen, con el máximo de provecho, cien páginas de matemáticas, de filosofía, de Historia o de arqueología en veinte minutos. Los actores aprenden a «situar» su voz. ¿Quién nos enseñará a «situar» nuestra atención? Hay una altura a partir de la cual todo cambia de velocidad. No soy, en esta obra, uno de esos escritores que pretenden, meciéndole, conservar a su lado al lector el mayor tiempo posible. Nada para el sueño, todo para la vigilia. Vamos, pronto, ¡tomen y márchense! Fuera les esperan otras preocupaciones. En caso necesario, sáltense capítulos, empiecen por donde les plazca, lean en diagonal: éste es un instrumento para múltiples usos, como los cuchillos de los excursionistas. Por ejemplo, si temen llegar demasiado tarde al meollo del asunto que les interesa, salten estas primeras páginas. Sepan solamente que en ellas se explica cómo el siglo XIX había cerrado sus puertas a la realidad fantástica del hombre, del mundo, del Universo; cómo el siglo XX ha vuelto a abrirlas, aunque nuestra moral, nuestra filosofía y nuestra sociología, que deberían ser contemporáneas del futuro, no lo son en modo alguno y permanecen aferradas a este anticuado siglo XIX. No se ha tendido aún el puente entre el tiempo de los trabucos y el de los cohetes, aunque se piensa en ello. Escribimos para que se piense más aún. Como tenemos prisa, no lloramos sobre el pasado, sino sobre el presente, y lloramos de impaciencia. Eso es todo. Ya saben lo bastante para hojear de prisa este comienzo y pasar, si quieren, más adelante.
La Historia no ha conservado su nombre, y es una lástima. Era director del Patent Office americano, y fue él quien tocó a zafarrancho. En 1875 envió su dimisión al Secretario de Estado para el Comercio. ¿Por qué seguir?, decía en sustancia; ya no queda nada que inventar.
Doce años después, en 1887, el gran químico Marcellin Berthelot escribía: «De ahora en adelante, el Universo tiene ya misterios.» Para obtener una imagen coherente del mundo, la ciencia había despejado la plaza. La perfección por la omisión. La materia estaba constituida por cierto número de elementos imposibles de transformar unos en otros. Pero, mientras Berthelot rechazaba en su sabia obra los sueños alquimistas, los elementos, que nada sabían de ello, seguían transmutándose bajo el efecto de la radiactividad natural. En 1852, Reichenbach había expuesto el fenómeno, que había sido inmediatamente rechazado. Trabajos realizados en 1870 evocan «un cuarto estado de la materia» comprobado con ocasión de la descarga de los gases. Pero había que
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reprimir todo misterio. Represión: ésta es la palabra. La idea del siglo XIX puede someterse a psicoanálisis.
Un alemán llamado Zeppelin, de vuelta a su tierra después de haber combatido en las filas sudistas, trató de interesar a los industriales en la dirección de globos. « ¡Desgraciado! ¿No sabe que hay tres temas sobre los cuales la Academia de Ciencias francesa no admite discusión? Son la cuadratura del círculo, el túnel bajo la Mancha y los globos dirigidos.» Otro alemán, Hernian Gaswindt proponía la construcción de máquinas volantes más pesadas que el aire, propulsadas por cohetes. El ministro de la Guerra alemán, después de haber consultado a los técnicos, escribió sobre el quinto manuscrito: « ¿Cuándo reventará de una vez ese pájaro de mal agüero?»
Los rusos, por su parte, se habían sacudido otro pájaro de mal agüero, Kibaltchich, que era también partidario de las máquinas voladoras con cohetes. Pelotón de ejecución. Cierto que Kibaltchich había empleado sus conocimientos técnicos para fabricar una bomba que acababa de matar al emperador Alejandro II. En cambio, no había motivo para enviar al cadalso al profesor Sangley, del Smithsonian Institute americano, que proponía unas máquinas voladoras accionadas por motores de explosión, recientemente inventados. Se le degradó, se le arruinó y se le expulsó del Smithsonian. El profesor Simón Newcomb demostró matemáticamente la imposibilidad de volar con algo más pesado que el aire. Unos meses antes de la muerte de Langley, que se murió de pena, un chiquillo inglés volvió llorando un día a la escuela. Había mostrado a sus compañeros una fotografía de una maqueta, que Langley acababa de enviar a su padre. Éste había proclamado que los hombres acabarían por volar. Los compañeros se burlaron de él. Y el maestro le dijo: «Amigo mío, ¿acaso su padre es un tonto?» El supuesto tonto se llamaba Herbert George Wells.
Todas las puertas se cerraban, pues, con ruido seco. No había, en efecto, más remedio que dimitir, y M. Brunetière pudo hablar tranquilamente, en 1895, de «La quiebra de la ciencia». El célebre profesor Lippmann, en la misma época, declaraba a uno de sus alumnos que la física estaba acabada, clasificada, archivada y completa, y que haría mejor en emprender nuevos caminos. El alumno se llamaba Helbronner y había de convertirse en el primer profesor de fisicoquímica de Europa y nacer notables descubrimientos sobre el aire líquido, los ultravioleta y los metales coloidales. Moissan, el químico genial, se veía obligado a la «autocrítica» y a declarar públicamente que jamás había fabricado diamantes y que se trataba de un error experimental. Inútil buscar más lejos: las maravillas del siglo eran la máquina de vapor y la lámpara de gas; jamás la Humanidad haría mayores inventos. ¿La electricidad? Simple curiosidad técnica. Un inglés loco, Maxwell, había pretendido que por medio de la electricidad se podían producir rayos luminosos invisibles: una broma. Algunos años más tarde, Ambrose Bierce podría escribir en su Dictionnaire du Diable: «No se sabe lo que es la electricidad, pero, en todo caso, alumbra mejor que un caballo de vapor y va más aprisa que un mechero de gas.»
En cuanto a la energía, era una entidad totalmente independiente de la materia y que no tenía misterio alguno. Estaba compuesta de fluidos. Los fluidos lo llenaban todo, se dejaban describir por ecuaciones de gran belleza formal y daban satisfacción al pensamiento: fluido eléctrico, luminoso, calorífico, etc. Una progresión continua y clara: la materia en sus tres estados (sólido, líquido y gaseoso) y los diversos fluidos energéticos, más sutiles aún que los gases. Bastaba con rechazar como sueño filosófico las nacientes teorías del átomo para conservar una imagen «científica» del mundo. Se estaba muy lejos de los granos de energía de Plank y Einstein.
El alemán Clausius demostraba que no era concebible otra fuente de energía que el fuego. Y la energía, si se conserva en cantidad, se degrada en calidad. El Universo fue un día montado como un reloj. Se parará cuando se afloje el muelle. Nada que esperar, nada de sorpresas. En este Universo de previsible destino, la vida habría aparecido por casualidad y habría evolucionado por el simple juego de las selecciones naturales. Y en la cima definitiva de esta evolución: el hombre. Un 18
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conjunto mecánico y químico, dotado de una ilusión: la conciencia. Bajo los efectos de esta ilusión, el hombre había inventado el espacio y el tiempo: visiones de la mente. Si alguien hubiese dicho a un investigador oficial del siglo XIX que la física absorbería un día el espacio y el tiempo y estudiaría experimentalmente la curvatura del espacio y la contracción del tiempo, aquél habría llamado a la Policía. El espacio y el tiempo no tienen existencia real. Son conceptos de matemáticos y temas de gratuita reflexión para filósofos. El hombre no sabría qué hacer de estas grandezas. A despecho de los trabajos de Charcot, de Breuer y de Hyslop, la idea de perfección extrasensorial o extratemporal debe ser rechazada con desprecio. Sabio hijo mío, ¡procura tener siempre limpia la nariz!
Era inútil intentar la exploración del mundo interior, pero, sin embargo, había un hecho que introducía bastones en las ruedas de la simplificación: se hablaba mucho de la hipnosis. El ingenuo Flammarion, el dudoso Edgar Poe, el sospechoso H. G. Wells, se interesaban en el fenómeno. Ahora bien, por fantástico que pueda parecemos, el siglo XIX oficial demostró que la hipnosis no existía. El paciente tiene tendencia a mentir, a simular para complacer al hipnotizador. Esto es exacto. Pero, desde Freud y Morrón Price, se sabe que la personalidad puede dividirse. Partiendo de críticas exactas, aquel siglo logró crear una mitología negativa, eliminar todo rastro de lo desconocido en el hombre, reprimir toda sospecha de misterio.
También la biología estaba terminada. M. Claude Bernard estrujó todas sus posibilidades y se había llegado a la conclusión de que el cerebro segrega el pensamiento como el hígado, la bilis. Sin duda, se llegaría a descubrir aquella secreción y a escribir su fórmula química de acuerdo con la bonita distribución en hexágonos inmortalizada por M. Berthelot. Cuando se supiera cómo se asociaban los hexágonos de carbono para crear el espíritu, se habría escrito la última página. ¡Que nos dejen trabajar en serio! ¡Los locos, al manicomio! Una hermosa mañana de 1898, un grave caballero ordenó al ama de llaves que no dejara leer Julio Verne a sus hijos. El grave caballero se llamaba Edouard Branly. Acababa de renunciar a sus fútiles experimentos sobre las ondas para convertirse en médico de barrio.
El sabio debe abdicar. Pero debe también reducir a la nada a los «aventureros»; es decir, a la gente que reflexiona, que imagina, que sueña. Berthelot ataca a los filósofos «que se baten contra su propio fantasma en la arena solitaria de la lógica abstracta» (he aquí una buena descripción de Einstein, por ejemplo). Y Claude Bernard declara:
«Un hombre que descubre el hecho más sencillo sirve más a la Humanidad que el más grande filósofo del mundo.» La ciencia debería ser sólo experimental. Fuera de ella, no hay salvación. Cerremos las puertas. Nadie igualará jamás a los gigantes que han inventado la máquina de vapor.
En este Universo organizado, inteligible y, por lo demás, condenado, el hombre debería mantenerse en su justo lugar de epifenómeno. Nada de utopías ni de esperanza. El combustible fósil se agotará en unos cuantos siglos, y vendrá el fin por frío y por hambre.
Jamás el hombre volará, jamás viajará por el espacio. ¡Extraña prohibición la de la visita a los abismos marinos! Nada impedía al siglo XIX, dado el estado de su técnica, construir el batiscafo del profesor Piccard. Nada se lo impedía, salvo la preocupación del hombre de «mantenerse en su lugar».
Turpin, que inventa la melinita no tarda en verse recluido. Se desanima a los inventores de los motores de explosión y se intenta demostrar que las máquinas eléctricas no son más que formas del movimiento continuo. Es la época de los grandes inventores aislados, rebeldes, acosados. Hertz escribe a la Cámara de Comercio de Dresde que hay que desanimar a los que investigan sobre la transmisión de las ondas hertzianas: no es posible ninguna aplicación práctica. Los expertos de Napoleón III prueban que la dínamo Gramme no dará vueltas jamás.
Los doctos académicos no se molestan a causa de los primeros automóviles, de los submarinos,
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de los dirigibles, de la luz eléctrica (¡un truco de ese dichoso Edison!) Pero existe una página inmortal. Es el acto de la recepción del fonógrafo en la Academia de Ciencias de París: «En cuanto la máquina empieza a emitir algunas palabras, el señor Secretario Perpetuo se lanza sobre el impostor y le aprieta la garganta con puño de hierro. ¡Véanlo ustedes!, les dice a sus colegas. No obstante, para general asombro, la máquina sigue emitiendo sonidos.»
Mientras tanto, algunos espíritus gigantes, fuertemente contrariados, se arman en secreto, preparando la más formidable revolución de ideas que el hombre «histórico» haya conocido. Pero, por lo pronto, todos los caminos están cerrados.
Cerrados hacia delante y hacia atrás. Se rechazan los fósiles prehumanos que empiezan a descubrirse en cantidad. ¿Acaso no ha demostrado el gran Heinrich Helmholtz que el sol saca su energía de su propia contracción, es decir, de la única fuerza que, junto con la combustión, existe en el Universo? ¿Y no muestran sus cálculos que, cuanto más, unos centenares de miles de años nos separan del nacimiento del sol? ¿Cómo habría podido producirse una larga evolución? Y, además, ¿quién encontrará jamás la manera de poner fecha al pasado del mundo? En este breve lapso entre dos nadas, nosotros, los epifenómenos, permanecemos graves. ¡Hechos! ¡Sólo queremos hechos!
Al no alentarse las investigaciones sobre la materia y la energía, los más curiosos se meten en un callejón sin salida: el éter. Es el medio que penetra toda materia y sirve de soporte a las ondas luminosas y electromagnéticas. Es a la vez infinitamente sólido e infinitamente tenue. Lord Reyleigh, que representa, a fines del siglo XIX, la ciencia oficial inglesa en todo su esplendor, construye la teoría del éter giroscópico. Un éter compuesto de múltiples peonzas girando en todos sentidos y reaccionando entre ellas. Aldous Huxley escribirá más tarde que «si una obra humana puede dar idea de la fealdad de lo absoluto, lo ha logrado la teoría de Lord Rayleigh».
Las inteligencias disponibles en los albores del siglo XX se hallan enfrascadas en las especulaciones sobre el éter. En 1898, se produce la catástrofe: el experimento de Michelson y Henri Poincaré, matemático genial, sentía gravitar sobre sí el enorme peso de ese siglo XIX que había sido carcelero y verdugo de lo fantástico. Él habría descubierto la relatividad si se hubiese atrevido. Pero no se atrevió. La valeur de la Science, La Science et l'Hypothése, son obras desesperadas y de dimisión. Para él, la hipótesis científica no es nunca verdadera; sólo puede ser útil. Y es como una fonda española: sólo se encuentra en ella lo que uno lleva. Según Poincaré, si el Universo se contrajese un millón de veces, y nosotros con él, nadie advertiría nada. Especulaciones inútiles por ajenas a toda realidad sensible. Su argumento fue citado hasta principios de nuestro siglo como modelo de profundidad. Hasta el día en que un experto ingeniero hizo observar que, por lo menos, se daría cuenta el tocinero, pues todos sus jamones se vendrían al suelo. El peso de un jamón es proporcional a su volumen, pero la fuerza de un hilo no es proporcional a su sección. ¡Que se contraiga el Universo un millón de veces, y todos los jamones irán por los suelos! ¡Pobre, viejo y querido Poincaré! Este maestro del pensamiento había escrito «Basta el sentido común para decirnos que la destrucción de una ciudad por la desintegración de medio kilo de metal es una imposibilidad evidente.»
Carácter limitado de la estructura física del Universo, inexistencia de los átomos, débiles recursos de la energía fundamental, incapacidad de una fórmula matemática que dé más de lo que contiene, vacuidad de la intuición, estrechez y mecanicidad absoluta del mundo interior del hombre: tal es el espíritu de las ciencias, y este espíritu se extiende a todo, crea el clima que empapa a toda la inteligencia de este siglo. ¿Un siglo pequeño? No. Alto, pero estrecho. Como un enano al que se hubiese estirado.
Bruscamente, las puertas cuidadosamente cerradas por el siglo XIX sobre las infinitas posibilidades del hombre, de la materia, de la energía del espacio y del tiempo, saltarán en pedazos.
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Las ciencias y la técnica darán un salto formidable, y se pondrá de nuevo a discusión la naturaleza misma del conocimiento.
No es un progreso: es una transmutación. En este otro estado del mundo, la propia conciencia tiene que mudar de estado. Hoy día, en todos los dominios, se han puesto en movimiento todas las formas de la imaginación. Salvo en los terrenos en que se desarrolla nuestra vida «histórica», taponada, dolorosa, al modo precario de las cosas anticuadas. Un inmenso foso separa al hombre de la aventura de la Humanidad, a nuestras sociedades de nuestra civilización. Vivimos sobre unas ideas, una moral, una sociología, una filosofía y una psicología que pertenecen al siglo XIX. Somos nuestros propios bisabuelos. Contemplamos cómo se elevan los cohetes en el cielo y cómo vibra la tierra con mil nuevas radiaciones, mientras chupamos la pipa de Thomas Graindorge. Nuestra literatura, nuestros debates filosóficos, nuestros conflictos ideológicos, nuestra actitud ante la realidad, todo duerme detrás de las puertas que acaban de saltar. ¡Juventud! ¡Juventud! Ve y anuncia a todo el mundo que las puertas están abiertas y que el Exterior acaba ya de entrar.
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II
La delectación burguesa.-Una dama de la inteligencia o la tempestad del idealismo.-Apertura a otra realidad.-Más allá de la lógica y de las filosofías literarias.-La noción de eternidad presente.-Ciencia sin conciencia: ¿y conciencia sin ciencia?-La esperanza.
«La marquesa tomó su té a las cinco.» Valéry decía, más o menos, que no pueden escribirse tales cosas cuando se ha entrado en el mundo de las ideas, mil veces más vigoroso y romántico, mil veces más real que el mundo del corazón y de los sentidos. «Antonio amaba a María, que ama a Pablo; fueron muy desgraciados y tuvieron muchas nadas.» ¡Toda una literatura! Palpitaciones de amebas y de infusorios, cuando el Pensamiento arrastra tragedias y dramas gigantescos, transmuta seres, transforma civilizaciones, moviliza enormes masas humanas. ¡Soñolientos goces, delectación burguesa! Nosotros, adeptos de la conciencia despierta, trabajadores de la tierra, sabemos dónde están la insignificancia, la decadencia, el juego corrompido...
Las postrimerías del siglo XIX marcan el apogeo del teatro y de la novela burguesa, y la generación literaria de 1885 reconocerá un momento como maestros a Anatole France y Paul Bourget. Ahora bien, en la misma época, se representa, en el campo del conocimiento puro, un drama mucho más grande y palpitante que el de los héroes del Divorce o los del Lys Rouge. Una súbita borrachera se desliza en el diálogo entre materialismo y espiritualismo, ciencia y religión. Del lado de los sabios, herederos del positivismo de Taine y de Renán, ciertos descubrimientos formidables hacen que se derrumben las murallas de la incredulidad. No se creía más que en las realidades debidamente comprobadas: bruscamente, lo irreal se hace posible. Obsérvenlo como si se tratara de una intriga romántica con presentación de personajes, intervención de los traidores, pasiones contrariadas y debates entre las ilusiones.
El principio de la conservación de la energía era algo sólido, cierto, inconmovible. Y he aquí que el radio produce energía sin tomarla de ninguna fuente. Se estaba seguro de la identidad de la luz y de la electricidad: no podían propagarse más que en línea recta y sin cruzar obstáculos. Y he aquí que las ondas y los rayos X atraviesan los cuerpos sólidos. En los tubos de descarga, la materia parece desvanecerse, transformándose en corpúsculos. En la Naturaleza se produce la transmutación de los elementos: el radio se convierte en helio y plomo. El Templo de la Certidumbre se hunde. ¡El mundo ya no sigue el juego de la razón! ¿Será todo posible? De un solo golpe, los que saben, o creían saber, dejan de separar lo físico de lo metafísico, lo comprobado y lo soñado. Los pilares del Templo se esfuman, los sacerdotes de Descartes se vuelven locos. Si el principio de la conservación de la energía es falso ¿qué impide que el médium fabrique un ectoplasma partiendo de la nada? Si las ondas magnéticas atraviesan la Tierra, ¿por qué no puede viajar un pensamiento? Si todos los cuerpos emiten fuerzas invisibles, ¿por qué no pueden emitir un cuerpo astral? Si existe una cuarta dimensión, ¿será ésta del dominio de los espíritus?
Madame Curie, Crookes, Lodge, hacen bailar los veladores. Edison intenta construir un aparato para comunicarse con los muertos. Marconi, en 1901, cree haber captado mensajes de los marcianos. Simón Newcomb encuentra perfectamente natural que un médium materialice conchas frescas del Pacífico. Un temporal de irrealidades fantásticas derriba a los buscadores de realidades.
Pero los puros, los irreductibles, intentan rechazar la marea. La vieja guardia del positivismo libra un último combate por su honor. Y en nombre de la Verdad, en nombre de la Realidad, lo niega todo en bloque: los rayos X y los ectoplasmas, los átomos y el espíritu de los muertos, el cuarto estado de la materia y los marcianos.
Y así se desarrollará, entre lo fantástico y la realidad, un combate a menudo absurdo, ciego,
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desordenado, que pronto resonará en todas las formas del pensamiento, en todos los campos: literario, social, filosófico, moral, estético. Sin embargo, será la ciencia física la que restablecerá el orden, no por regresión, no por amputación, sino por adelantamiento. Ello se debe al esfuerzo de unos titanes como Langevin, Perrin, Einstein. Y aparece una ciencia nueva, menos dogmática que la antigua. Las puertas se abren sobre una realidad distinta. Como en toda gran novela, no hay finalmente ni buenos ni malos y todos los héroes tienen razón si el novelista se ha situado en una dimensión complementaria donde los destinos se encuentran y se confunden, elevados todos juntos a un grado superior.
¿Dónde estamos hoy en día? Las puertas se han abierto en casi todos los edificios científicos, pero el edificio de la física se ha quedado casi sin paredes: una catedral toda de cristales en la que se reflejan las luces de otro mundo, infinitamente próximo.
La materia se ha manifestado tan rica o acaso más rica en posibilidades que el espíritu. Encierra una energía incalculable, es susceptible de infinitas transformaciones, sus recursos son imprevisibles. El término «materialista», en el sentido del siglo XIX, ha perdido todo sentido, lo mismo que el término «racionalista».
Ya no existe la lógica del «sentido común». En la nueva física, una proposición puede ser a la vez verdadera y falsa. AB ya no es igual a BA. Una misma entidad puede ser a la vez continua y discontinua. Sería ya inútil apelar a la física para condenar tal o cual aspecto de lo posible2.
Tomen una hoja de papel. Hagan en ella dos orificios a muy poca distancia uno de otro. Es evidente para el sentido común, que cualquier objeto lo bastante pequeño para pasar por estos agujeros, pasará por uno u otro de ellos. A los ojos del sentido común, un electrón es un objeto. Posee un peso definido, produce un destello luminoso al chocar con una pantalla de televisión y un golpe cuando choca con un micrófono. Ya tenemos un objeto lo bastante pequeño para pasar por uno de nuestros orificios. Ahora bien, la observación con el microscopio electrónico nos enseñará que el electrón ha pasado a la vez por los dos agujeros. ¡Cómo! ¡Si ha pasado por uno, no puede haber pasado al mismo tiempo por el otro! Pues sí, ha pasado por los dos. Es una locura, pero se ha comprobado experimentalmente. De los intentos de explicación han nacido diversas doctrinas, en particular, la mecánica ondulatoria. Pero la mecánica ondulatoria no logra explicar totalmente un hecho tal que se mantiene fuera de nuestra razón, la cual no puede funcionar más que a base del sí o el no, de A o de B. Para que pudiéramos comprender, habría que modificar la estructura de nuestra raza. Nuestra filosofía exige la tesis y la antítesis. Hay que creer que, en la filosofía del electrón, tesis y antítesis son verdaderas a la vez. ¿Hablamos del absurdo? El electrón parece obedecer a leyes, y la televisión, por ejemplo, es una realidad. El electrón, ¿existe o no? Lo que la Naturaleza
2 Uno de los signos más asombrosos de la apertura producida en el campo de la física es la introducción de lo que se llama «número cuántico de rareza». Veamos a grandes rasgos de qué se trata. A principios del siglo XIX se creía ingenuamente que dos números, o a lo más tres, bastaban para definir una partícula.
Este número sería su masa, su carga eléctrica y su momento magnético. La verdad estaba lejos de ser tan sencilla. Para describir completamente una partícula hubo que añadir una magnitud intraducibie en palabras y que se llamó spin. Se había creído ai principio que esta magnitud correspondía a un período de rotación de la partícula sobre sí misma, algo que para el planeta Tierra, por ejemplo, correspondería al período de veinticuatro horas que rige la sucesión de los días y las noches. Pero se advirtió que ninguna explicación simplista de este género podía mantenerse. El spin era sencillamente el spin, una cantidad de energía ligada a la partícula, que se presentaba matemáticamente como una rotación sin que girase nada de la partícula.
Algunos sabios trabajos, debidos sobre todo al profesor Louis de Broglie, sólo lograron explicar parcialmente el misterio del spin. Pero, bruscamente, se advirtió que entre las tres partículas conocidas: protones, electrones y neutrones (y sus imágenes en el espejo: antiprotón negativo, positrón y antineutrón), existía una buena treintena de otras partículas. Los rayos cósmicos, los grandes aceleradores, producían grandes cantidades de ellas. Ahora bien, los cuatro números habituales: masa, cargas, momento magnético y spin, no bastaban para describir estas partículas. Había que crear un quinto número, tal vez un sexto, etc. Y, con toda naturalidad, los físicos han llamado a estas nuevas magnitudes «números cuánticos de rareza». Esta salutación al ángel de lo Chocante tiene algo profundamente poético. Igual que otras muchas expresiones de la física moderna: «Luz Prohibida», «Más Allá Absoluto», el «número cuántico de rareza» tiene prolongaciones más allá de la física, enlaces con las profundidades del espíritu humano. 23
El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
llama existir no tiene existencia a nuestros ojos. El electrón, ¿es ser o es nada? He aquí una pregunta absolutamente falta de sentido. Así desaparecen, en el extremo del conocimiento, nuestros métodos de pensamiento habitual y las filosofías literarias, nacidas de una visión anticuada de las cosas.
La Tierra está ligada al Universo; el hombre no está solamente en contacto con el planeta que habita. Los rayos cósmicos, la radioastronomía, los trabajos de física teórica, revelan contactos con la totalidad del Cosmos. Ya no vivimos en un mundo cerrado: un espíritu que sea verdaderamente testigo de su tiempo no puede ignorarlo. ¿Cómo, en estas condiciones, el pensamiento, por ejemplo en el plano social, puede mantenerse agarrado a problemas no ya siquiera planetarios, sino estrechamente regionales, provinciales? ¿Y cómo nuestra psicología, tal como se expresa en la novela, puede permanecer tan cerrada, reducida a los movimientos infraconscientes de la sensualidad y del sentimentalismo? Mientras millones de personas civilizadas abren los libros y van al cine o al teatro para enterarse de que Françoise se enamora de René, pero que, por odio a la amante de su padre, se convertirá en lesbiana para vengarse, algunos investigadores que hacen cantar a los números una música celestial se preguntan si el espacio no se contrae alrededor de un vehículo3. Entonces el Universo entero nos sería accesible: sería posible ir a la estrella más lejana en el lapso de una vida humana. Si tales ecuaciones se confirmasen, el pensamiento humano tendría que volverse de arriba abajo. Si el hombre no está limitado a esta Tierra, surgirán nuevas cuestiones sobre el sentido profundo de la iniciación y sobre los eventuales contactos con otras inteligencias de Fuera.
¿Y qué más? En materia de investigación sobre las estructuras del tiempo y del espacio, nuestras nociones del pasado y futuro ya no se sostienen. Al nivel de la partícula, el tiempo circula en los dos sentidos a la vez: futuro y pasado. A una velocidad extrema, límite de la luz, ¿qué es el tiempo? Estamos en Londres y en octubre de 1944. Un cohete «V-2», que vuela a 5.000 kilómetros por hora, está encima de la ciudad. Va a caer. Pero este va, ¿a qué se aplica? Para los habitantes de la casa que será destruida dentro de un instante, y que no tienen más que sus ojos y sus oídos, la «V-2» va a caer. Pero, para el operador del radar, que se sirve de ondas que se propagan a la velocidad de 300.000 kilómetros por segundo (velocidad en relación a la cual el cohete no hace sino arrastrarse), la trayectoria de la bomba está ya fijada. Observa: nada puede. A escala humana, nada puede ya interceptar el instrumento mortal, nada se puede evitar. Para el operador, el cohete ya se ha estrellado. A la velocidad del radar, el tiempo prácticamente no transcurre. Los habitantes de la casa van a morir. En el superojo del radar, están ya muertos.
Otro ejemplo: en los rayos cósmicos, cuando alcanzan la superficie de la Tierra, se encuentran unas partículas, los mesones mu, cuya vida sobre el Globo no es más que una millonésima de segundo. Al cabo de esta millonésima de segundo, estos entes efímeros se destruyen ellos mismos por radiactividad. Ahora bien, estas partículas han nacido en el cielo, a treinta kilómetros de la tierra, región en que la atmósfera de nuestro planeta empieza a ser densa. Para franquear estos treinta kilómetros han empleado más que su tiempo de vida, considerado a nuestra escala. Pero su tiempo no es el nuestro. Han vivido este viaje en la eternidad y no han entrado en el tiempo hasta que han perdido su energía, al llegar al nivel del mar. Se proyecta la construcción de aparatos en que se produzca el mismo efecto. Se crearían así unos armarios del tiempo, donde se guardarían objetos de corta duración, conservados en la cuarta dimensión. Este armario sería un anillo hueco de cristal, colocado en un enorme campo de fuerzas, y en el cual las partículas girarían con tal rapidez que el tiempo, para ellas, habría dejado de fluir. Una vida de una millonésima de segundo podría mantenerse de este modo y ser observada minutos u horas enteras...
«No hay que creer que el tiempo transcurrido vuelva a la nada: el tiempo es uno y eterno; el
3 Uno de los particulares de la Teoría unitaria de Jean Charon. 24
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pasado, el presente y el futuro no son más que aspectos diferentes -grabados diferentes, si lo prefieren- de un registro continuo, invariable, de la existencia perpetua»4. Para los discípulos modernos de Einstein, no existiría en realidad más que un presente eterno. Es lo mismo que decían los antiguos místicos. Si el futuro ya existe, la precognición es un hecho. Toda la aventura del conocimiento avanzado está orientada a una descripción de las leyes de la física, pero también de la biología y de la psicología, en el continuo de cuatro dimensiones, es decir, en el presente eterno. Pasado, presente y futuro, son. Tal vez es sólo la conciencia la que se desplaza. Por primera vez, la conciencia es admitida de pleno derecho en las ecuaciones de física teórica. En este presente eterno, la materia aparece como un delgado hilo tendido entre el pasado y el futuro. La conciencia humana se desliza a lo largo de este hilo. ¿De qué medios se vale para modificar las tensiones de este hilo, hasta llegar al control de los acontecimientos?
Algún día lo sabremos y entonces la psicología se convertirá en rama de la física.
Y, sin duda, la libertad es conciliable con este presente eterno. «El viajero que remonta el Sena en barco sabe por anticipado los puentes que encontrará. Y no por ello es menos libre en sus acciones, ni menos capaz de prevenir lo que puede cruzarse en su camino»5. Libertad de llegar a ser, en el seno de una eternidad que es. ¡Visión doble, admirable visión del destino humano ligado a la totalidad del Universo!
Si pudiese volver a vivir mi vida, no elegiría por cierto el ser escritor y ver pasar mis días en una sociedad retrógrada en que la aventura yace debajo de la cama, como un perro. Necesitaría una aventura-león. Me haría físico teórico para vivir en el corazón ardiente del romanticismo verdadero.
El nuevo mundo de la física desmiente formalmente las filosofías de la desesperación y del absurdo. Ciencia sin conciencia no es más que ruina del alma. Las filosofías que han atravesado la Europa del siglo XX, eran fantasmas del XIX vestidos según la nueva moda. Un conocimiento real, objetivo, del hecho técnico y científico, que arrastra más pronto o más tarde el hecho social, nos enseña que hay una dirección clara en la historia humana, un acrecentamiento de la fuerza del hombre, una ascensión del espíritu general, una enorme forja de masas que las transforma en conciencia activa, el acceso a una civilización en la cual la vida será tan superior a la nuestra, como lo es la nuestra a la de los animales. Los filósofos literarios nos han dicho que el hombre es incapaz de comprender el mundo. Ya André Maurois, en Nuevas paradojas del doctor O'Grady, escribía: «Admitirá usted, no obstante, doctor, que el hombre del siglo XIX podía creer que la ciencia, un día, explicaría el mundo. Renán, Berthelot, Taine, en el comienzo de sus vidas, lo esperaban así. El hombre del siglo XX no tiene ya tales esperanzas. Sabe que los descubrimientos hacen retroceder el misterio. En cuanto al progreso, hemos comprobado que las potencias del hombre no han producido más que hambre, terror, desorden, tortura y confusión del espíritu. ¿Qué esperanza nos queda? ¿Para qué vive usted, doctor?» Ahora bien, el problema ya no se planteaba así. Sin saberlo los charlistas, el círculo se cerraba alrededor del misterio y el progreso inculpado abría las puertas del cielo. Ya no son Berthelot o Taine quienes pueden atestiguar el porvenir humano, sino más bien hombres como Teilhard de Chardin. De una reciente confrontación entre sabios de diversas disciplinas, se desprende la idea siguiente: tal vez un día nos serán revelados los últimos secretos de las partículas elementales por el comportamiento profundo del cerebro, pues éste es el fruto y la conclusión de las reacciones más complejas en nuestra región del Universo, y sin duda en sí mismo de las leyes más íntimas de esta región.
El mundo no es absurdo, ni el espíritu es inepto para comprender. Al contrario, es posible que el espíritu humano haya comprendido ya el mundo, aunque no lo sepa todavía...
4 Eric Temple Bell: Leftot du temps. Gallimard, editor. París.
5 R. P. Dubarle: Débat radiophonique, 12 de abril de 1957. 25
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III
Reflexiones aprestadas sobre los atrasos de la sociología.
Un diálogo de sordos.-Los planetarios y los provincianos.
Un caballero de vuelta entre nosotros.-Un poco de lirismo.
En física, en matemáticas, en biología moderna, la vista se extiende hasta el infinito. Pero la sociología tiene siempre el horizonte tapado por los monumentos del siglo pasado. Recuerdo nuestro entristecido asombro cuando, en 1957, Bergier y yo seguimos la correspondencia entre el célebre economista soviético Eugenio Varga y la revista americana Fortune. Esta lujosa publicación difunde las ideas del capitalismo ilustrado. Varga posee un espíritu sólido y goza de la consideración del poder supremo. Del diálogo público entre estas dos autoridades, cabía esperar una ayuda seria para comprender nuestra época. Si embargo, el resultado fue terriblemente descorazonador.
E. Varga seguí al pie de la letra su evangelio. Marx había anunciado la crisis inevitable del capitalismo. Varga veía esta crisis muy próxima. El hecho de que la situación económica de los Estados Unidos mejore sin cesar y de que el gran problema empiece a ser el empleo racional del tiempo de ocio, no impresiona en absoluto I teórico que, en tiempos del radar, seguía viendo las cosas a través de las antiparras de Karl. La idea de que el anunciado derrumbamiento podía no producirse según lo previsto, y de que tal vez una nueva sociedad está a punto de nacer allende el Atlántico, no le turbaba ni un segundo. La redacción de Fortune, por su parte, no consideraba tampoco un cambio de sociedad en la URSS, y explicaba que la América de 1957 representaba un ideal perfecto, definitivo. Todo lo que los rusos podían esperar era llegar a tal estado, si eran buenos, dentro de un siglo o de un siglo y medio. Nada inquietaba, nada turbaba a los adversarios teóricos de E. Varga; ni la multiplicidad de nuevos cultos entre los intelectuales americanos (Oppenheimer, Aldous Huxley, Gerald Heard, Henry Miller y tantos otros, tentados por las antiguas filosofías orientales), ni la existencia, en las grandes ciudades, de millones de jóvenes «rebeldes sin causa» agrupados en gangs, ni los veinte millones de individuos que sólo soportan el modo de vida absorbiendo drogas tan perniciosas como la morfina o el opio. El problema de un fin en la vida no parecía alcanzarles. Cuando todas las familias americanas tengan dos coches, habrá que hacer que compren un tercero. Cuando esté saturado el mercado de los aparatos de televisión, habrá que instalarlos en los automóviles.
Y, sin embargo, comparados con nuestros sociólogos, economistas y pensadores, Eugenio Varga y la dirección de Fortune están muy adelantados. No les paraliza el complejo de la decadencia. No se dejan llevar por la delectación melancólica. No piensan que el mundo sea absurdo y que la vida no valga la pena de vivirse. Creen firmemente en la virtud del progreso, marchan directamente hacia un aumento indefinido del poder del hombre sobre la Naturaleza. Tienen dinamismo y magnitud. Tienen una visión amplia, ya que no elevada. Sorprendería a muchos que declarásemos que E. Varga es partidario de la libre empresa, y que la redacción de Fortune está compuesta de progresistas. Sin embargo, en el sentido europeo, estrechamente doctrinal, es la pura verdad. Considerados desde nuestros puntos de vista angostos provincianos, E. Varga no es comunista y Fortune no es capitalista. El ruso y el americano responsables tienen en común la ambición, la voluntad de poder y un indomable optimismo. Estas fuerzas, manejando la palabra de las ciencias y
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de la técnica, hacen saltar los cuadros de la sociología montados en el siglo XIX. Si la Europa occidental tuviese que hundirse y perderse en conflictos bizantinos -lo que Dios no permita-, no dejaría por ello de proseguir la marcha hacia delante de la Humanidad, volando estructuras y estableciendo una nueva forma de civilización entre los dos nuevos polos de la conciencia activa que son Chicago y Tashkent, mientras las masas inmensas de Oriente, y después de África, pasarían al crisol.
Mientras en Francia, uno de nuestros mejores sociólogos llora sobre Le Travail en miettes, título de una de sus obras, los sindicatos americanos estudian la semana de veinte horas. Mientras los intelectuales parisienses llamados de vanguardia se preguntan si Marx debe ser rebasado, o si el existencialismo es o no es un humanismo revolucionario, el instituto «Sternfeld» de Moscú estudia la implantación de la Humanidad en la Luna. Mientras E. Varga espera el derrumbamiento de los Estados Unidos anunciado por el profeta, los biólogos americanos preparan la síntesis de la vida partiendo de lo inanimado. Mientras siguen planteándose el problema de la coexistencia, el comunismo y el capitalismo están en camino de verse transformados por la más poderosa revolución tecnológica que la Tierra haya sin duda conocido. Nosotros tenemos los ojos en el cogote. Quizás es ya tiempo de volverlos a su sitio.
El último sociólogo vigoroso e imaginativo fue indudablemente Lenin. Había definido exactamente el comunismo de 1917: «Es el socialismo más la electricidad.» Ha pasado casi medio siglo. La definición sigue todavía para la China, el África y la India. Pero es letra muerta para el mundo moderno. Rusia espera al pensador que describirá el orden nuevo: el comunismo más la energía atómica, más el automatismo, más la síntesis de los carburantes y de los alimentos a partir del aire y del agua, más la física de los cuerpos sólidos, más la conquista de las estrellas, etc. John Buchan, después de asistir a los funerales de Lenin, anunció la venida de otro Vidente, que sabría promover un «comunismo de cuatro dimensiones».
Si la URSS no tiene sociólogos a su altura, América no está mejor provista. La reacción contra los «historiadores rojos» de fines del siglo XIX ha llevado a la pluma de los observadores el elogio franco de las grandes dinastías capitalistas y de las poderosas organizaciones. Esta franqueza es saludable, pero la perspectiva es corta. Las críticas de la «American way of life» son literarias, y proceden de la manera más negativa. Nadie parece empujar la imaginación hasta ver nacer, a través de esta «multitud solitaria» una civilización diferente de sus formas exteriores, hasta sentir un chasquido de las conciencias, la aparición de mitos nuevos. A través de la abundante y asombrosa literatura llamada de science-fiction se distingue, empero, la aventura de un espíritu que sale de la adolescencia, se despliega a la medida del planeta, se adentra en una reflexión a escala cósmica y sitúa de otra manera el destino humano en el Universo. Pero el estudio de tal literatura, aunque comparable a la tradición oral de los antiguos rapsodas, y que atestigua los movimientos profundos de la inteligencia en ruta, no es cosa seria para los sociólogos.
En cuanto a la sociología europea, sigue siendo estrictamente provinciana, fija toda la inteligencia en debates de campanario. En tales condiciones, no es sorprendente que las almas sencillas se refugien en el catastrofismo. Todo es absurdo y la bomba «H» pone fin a la Historia. Esta filosofía, que parece a un tiempo siniestra y profunda, es más fácil de manejar que los pesados y delicados instrumentos del análisis de lo real. Es una enfermedad pasajera del pensamiento de unos seres civilizados que no han sabido adaptar su herencia de nociones (libertad individual, persona humana, felicidad, etc.), al desplazamiento de los fines de la civilización. Es una fatiga nerviosa del espíritu, en el momento en que este espíritu, en lucha con sus propias conquistas, debe no parecer, sino cambiar la estructura. Después de todo, no es la primera vez en la historia de la Humanidad que la conciencia debe pasar de un plano a otro. Toda forja es dolorosa. Si hay un porvenir, merece que lo examinemos. Y en este presente acelerado, la reflexión no debe hacerse con 27
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referencia a un próximo pasado. Nuestro futuro próximo es tan diferente de lo que acabamos de conocer, como el siglo XIX lo era de la civilización maya. Por consiguiente, tenemos que proceder por proyecciones incesantes en las más grandes dimensiones del tiempo y del espacio, nunca por comparaciones minúsculas en una infinita fracción, en que el pasado recientemente vivido no tiene ninguna de las propiedades del porvenir, y donde el presente, apenas encarnado, se ve sumido en aquel pasado inservible.
La primera idea verdaderamente fecunda es que existe un desplazamiento de los fines. Un caballero de las cruzadas, que volviera junto a nosotros, nos preguntaría en seguida por qué no utilizamos la bomba atómica contra los infieles. De corazón firme y de inteligencia abierta, se sentiría al fin menos desconcertado por nuestra técnica que por el hecho de que los infieles conserven todavía la mitad del Santo Sepulcro, cuya otra mitad está, por cierto, en manos judías. Lo que más le costaría comprender sería que una civilización rica y poderosa no consagrase explícitamente su riqueza y su poder al servicio y la gloria de Jesús. ¿Qué le dirían nuestros sociólogos? ¿Que sus inmensos esfuerzos, batallas y descubrimientos han tenido exclusivamente por objeto elevar el «nivel de vida» de todos los hombres? Esto lo encontraría absurdo, ya que la vida le parecería desde ahora sin objeto. Después le hablarían de Justicia, de Libertad, de Persona Humana, y le recitarían el evangelio humanista-materialista del siglo XIX. Y el caballero replicaría sin duda: «La libertad, ¿para hacer qué? La justicia, ¿para hacer qué? La persona humana, ¿para qué hacer de ella?» Para que nuestro caballero viese nuestra civilización como algo digno de ser vivido por un alma, no habría que hablarle el lenguaje retrospectivo de los sociólogos, sino un lenguaje prospectivo. Habría que mostrarle nuestro mundo en marcha, nuestra inteligencia en marcha, como la formidable conmoción de una cruzada. Se trata una vez más de liberar el Santo Sepulcro: el espíritu adherido a la materia, y de rechazar al infiel: todo lo que es infiel al infinito poder del espíritu. Se trata una vez más de religión: de poner de manifiesto lo que ata al hombre a su propia grandeza y esta grandeza a las leyes del Universo. Habría que mostrarle un mundo en que los ciclotrones son como las catedrales, en que las matemáticas son como un canto gregoriano, en que las transmutaciones se operan, no sólo en el seno de la materia, sino en los cerebros, en que las masas humanas de todos los colores se ponen en marcha, en que la interrogación del hombre hace vibrar sus antenas en los espacios cósmicos, en que despierta el alma del planeta. Entonces nuestro caballero ya no quisiera tal vez volver a su pasado. Tal vez se sentiría aquí como en su casa, pero colocado a otro nivel. Tal vez se lanzaría hacia el porvenir como antaño se lanzaba hacia el Oriente, siempre con su fe, pero en otro grado.
¡Ved, pues, lo que estamos viviendo! ¡Abrid bien los ojos! ¡Haced la luz en las tinieblas!
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CONSPIRACIÓN A LA LUZ DEL DÍA
I
La generación de los «obreros de la Tierra».- ¿Es usted un moderno retrasado o un contemporáneo del futuro?-Un anuncio en los muros de París, en 1622.-El lenguaje esotérico es el lenguaje técnico.-Una nueva noción de la sociedad secreta. Un nuevo aspecto del «espíritu religioso».
Griffin, el hombre invisible de Wells, decía: «Los hombres, incluso los cultos, no se dan cuenta de los poderes ocultos en los libros de ciencia. En estos volúmenes hay maravillas, hay milagros.»
Ahora sí que se dan cuenta, y los hombres de la calle más que los letrados, siempre retrasados en las revoluciones. Hay milagros, hay maravillas, y hay cosas espantosas. Los poderes de la ciencia, después de Wells, se han extendido más allá del planeta y amenazan la vida de éste. Ha nacido una nueva generación de sabios. Son gentes que tienen conciencia de ser, no buscadores desinteresados y espectadores puros, sino empleando la bella expresión de Teilhard de Chardin, «obreros de la Tierra». Solidarios del destino de la Humanidad y, en notable proporción, responsables de este destino.
Joliot-Curie lanza botellas de gasolina contra los carros alemanes en los combates para la liberación de París. Norbert Wiener, el cibernético, apostrofa a los hombres políticos: « ¡Os hemos dado un depósito infinito de poder y habéis hecho Bergen-Belsen e Hiroshima!»
Son sabios de un nuevo estilo, cuya aventura está ligada a la del mundo6. Son los herederos directos de los investigadores del primer cuarto de nuestro siglo: los Curie, Langevin, Perrin. Plank, Einstein, etc. Aún no se ha dicho bastante que, durante aquellos años, la llama del genio se elevó a alturas jamás alcanzadas desde el milagro griego. Estos maestros libraron batallas contra la inercia del espíritu humano. Y habían sido violentos en sus combates. «La verdad no triunfa jamás, pero sus adversarios acaban por morir», decía Plank. Y Einstein: «No creo en la educación. Tú mismo debes ser tu único modelo, aunque este modelo sea espantoso.» Pero no eran conflictos al nivel de la Tierra, de la Historia, de la acción inmediata. Se sentían responsables únicamente ante la Verdad. Sin embargo, la política los alcanzó. El hijo de Plank fue asesinado por la Gestapo. Einstein fue desterrado. La actual generación percibe por todos lados, en todas las circunstancias, que el sabio está ligado al mundo. El detenta la casi totalidad del saber útil. Pronto detentará la casi totalidad del poder. Es el personaje clave de la aventura a que se ha lanzado la Humanidad. Cercado por los políticos, observado por la Policía, y los servicios de información, vigilado por los militares, tiene iguales probabilidades de encontrarse al final de su camino con el Premio Nobel o ante el pelotón de ejecución. Al mismo tiempo, sus trabajos le hacen ver la irrisión de los particularismos, le elevan a un nivel de conciencia planetario, si no cósmico. Pero hay un malentendido. Entre lo que él mismo arriesga y los riesgos que se corren al mundo, sólo un despreciable cobarde podría vacilar. Kurchatof rompe la consigna del silencio y revela cuanto sabe a los físicos ingleses de Harwell.
6 «El investigador ha debido reconocer que. lo mismo que todo ser humano es a un tiempo espectador y actor en el gran drama de la existencia.» Bohr. 29
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Pontecorvo huye a Rusia para proseguir su obra. Oppenheimer choca con su Gobierno. Los atomistas americanos se colocan frente al Ejército y publican su extraordinario Boletín: la cubierta representa un reloj cuyas saetas avanzan hacia la medianoche cada vez que un experimento o un descubrimiento peligroso caen en manos de los militares.
«He aquí mi predicción para el porvenir - escribe el biólogo inglés J. B. S. Haldane: ¡Lo que no ha sido, será! ¡Y nadie puede librarse!»
La materia libera su energía y se abre la ruta de los planetas. Tales acontecimientos parecen no tener paralelo en la Historia. «Vivimos en un momento en que la Historia contiene el aliento, en que el presente se desprende del pasado como el iceberg rompe sus lazos con el cantil de hielo y se lanza al océano sin límites»7.
Si el presente se desliga del pasado, se trata de una ruptura, no con todos los pasados, no con el pasado que llegó a la madurez, sino con el pasado nacido últimamente, es decir, con lo que llamamos «la civilización moderna». Esta civilización, salida del hervidero de ideas de la Europa occidental del siglo XVIII, desarrollada en el XIX y que ha dado sus frutos al mundo entero durante la primera mitad del XX, está en camino de alejarse de nosotros. Lo sentimos a cada instante. Estamos en el momento de la ruptura. Nos situamos, ora como modernos atrasados, ora como contemporáneos del futuro. Nuestra conciencia y nuestra inteligencia nos dicen que no es lo mismo en absoluto.
Las ideas que sirvieron de fundamento a esta civilización moderna están gastadas. En este período de ruptura, o más bien de transmutación, no debemos asombrarnos demasiado si el papel de la ciencia y la misión del sabio experimentan cambios profundos. ¿Cuáles son estos cambios? Una visión que arranca de un pasado lejano nos permitiría alumbrar el porvenir. O, precisando más, puede refrescarnos la vista para buscar un nuevo punto de partida.
Un día de 1622, los parisienses vieron en sus paredes unos carteles concebidos en estos términos:
«Nosotros, delegados del colegio principal de los Hermanos de la Rosacruz, hemos venido visible e invisiblemente a esta ciudad, por la gracia del Altísimo al que se vuelven los corazones de los Justos, a fin de librar a los hombres, nuestros semejantes, de error mortal.»
Muchos consideraron que se trataba de una broma: pero, como nos recuerda hoy Monsieur Serge Hutin: «Se atribuía a los Hermanos de la Rosacruz la posesión de los secretos siguientes: la transmutación de los metales, la prolongación de la vida, el conocimiento de lo que ocurre en lugares alejados, la aplicación de la ciencia oculta al descubrimiento de los objetos más escondidos»8. Supriman el término «oculto» y se hallarán ustedes con las facultades que posee, o tiende a poseer, la ciencia moderna. Según la leyenda forjada con mucha anterioridad a aquella época, la sociedad de los Rosacruz pretendía que el poder del hombre sobre la Naturaleza y sobre sí mismo llegaría a ser infinito, que la inmortalidad y el control de todas las fuerzas naturales estaban a su alcance y que todo lo que pasa en el Universo puede serle conocido. Nada absurdo hay en ello, y los progresos de la ciencia han confirmado en parte aquellos sueños. De modo que la llamada de 1622, traducida al lenguaje moderno, podría fijarse en los muros de París o publicarse en los diarios si los sabios se reunieran en congreso para informar a los hombres de los peligros que corren y de la necesidad de orientar sus actividades según nuevas perspectivas sociales y morales. Cierta declaración patética de Einstein, cierto discurso de Oppenheimer, cierto editorial del Boletín de los atomistas americanos, tienen el mismo son que el manifiesto de los Rosacruz. Vean incluso un texto
7 Arthur Clarke: Los hijos de Icaro (Gallimard).
8 Hutin: Histoire de Rose-Croix. Gérard Nizet, editor. París. 30
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ruso reciente. En ocasión de la conferencia sobre los radioisótopos celebrada en París, en 1957, el escritor soviético Vladimir Orlof escribió: «Todos los alquimistas de hoy deben recordar los estatutos de sus predecesores de la Edad Media, estatutos conservados en una biblioteca de París y que proclaman que sólo pueden consagrarse a la alquimia los hombres de corazón puro y elevadas intenciones.»
La idea de una sociedad internacional y secreta de hombres intelectual mente muy avanzados, transformados espiritualmente por la intensidad de su saber, deseosos de defender sus descubrimientos científicos contra los poderes organizados, contra la curiosidad y la codicia de otros hombres -reservando para el momento oportuno la utilización de sus descubrimientos, o enterrándolos por varios años, o poniendo sólo una pequeña parte en circulación-, esta idea, digo, es a la vez muy antigua y ultramoderna. Era inconcebible en el siglo XIX o hace sólo veinticinco años. Hoy es concebible. En cierto modo, me atrevo a afirmar que tal sociedad existe en este momento. Ciertos huéspedes de Princeton -pienso esencialmente en un sabio viajero oriental9- pueden haberlo advertido. Si nada prueba que la sociedad secreta Rosacruz existió en el siglo XVII, todo nos invita a pensar que una sociedad de esta naturaleza se está formando hoy en día, por la fuerza de las cosas, y que se inscribe lógicamente en el futuro. Pero hay que explicar la noción de la sociedad secreta. Esta noción, tan lejana, es aclarada por el presente.
Volvamos a la Rosacruz. «Constituyen, pues -nos dice el historiador Serge Hutin-, la colectividad de los seres llegados a un estado superior a la Humanidad corriente, poseedores por ello de los mismos caracteres interiores que les permitan reconocerse entre ellos.»
Esta definición tiene la ventaja de eludir el fárrago ocultista, al menos a nuestros ojos. Y es que tenemos una idea clara del «estado superior», una idea científica, presente, optimista10.
Nos hallamos en un grado de investigación desde el cual vemos la posibilidad de mutaciones artificiales para el mejoramiento de los seres vivos, e incluso del hombre. «La radiactividad puede crear monstruos, pero también nos dará genios», declara un biólogo inglés. El último objetivo de la investigación alquimista, que es la transmutación del propio operador, es acaso el último objetivo de la investigación científica actual. En seguida veremos cómo, en cierta medida, esto se ha producido ya en algunos sabios contemporáneos.
Los estudios avanzados de psicología parecen demostrar la existencia de un estado diferente del sueño y de la vigilia, un estado de consciencia superior en que el hombre estaría en posesión de medios intelectuales decuplicados. A la psicología de las profundidades, que debemos al psicoanálisis, añadimos hoy una psicología de las alturas que nos sitúa en el camino de una posible superintelectualidad. El genio será sólo una de las etapas del camino que puede recorrer el hombre dentro de sí mismo para alcanzar el uso de la totalidad de sus facultades. En una vida intelectual normal, no utilizamos ni la décima parte de nuestras posibilidades de atención, de penetración, de memoria, de intuición, de coordinación. Podría ser que estuviésemos a punto de descubrir, o de redescubrir, las llaves que nos permitan abrir, en nosotros, puertas detrás de las cuales nos espera una multitud de conocimientos. La idea de una mutación próxima de la Humanidad, en este plano, no revela un sueño ocultista, sino una realidad. En el curso de esta obra, volveremos largamente sobre ello. Sin duda, existen ya «mutandos» entre nosotros, o, en todo caso, hombres que han dado ya algunos pasos por el camino que un día emprenderemos todos.
Según la tradición11, como quiera que la palabra «genio» no bastaba a expresar todos los estados superiores posibles del cerebro humano, los Rosacruz eran espíritus de otro calibre que se reunían
9 Mi amigo Rajah Rao.
10 Véase la tercera parte de esta obra: El hombre, este infinito.
11 Una tradición menos segura haría de los Rosacruz los herederos de civilizaciones enterradas. 31
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por agrupación. Digamos mejor que la leyenda de la Rosacruz sirvió de soporte a una realidad: la sociedad secreta permanente de los hombres superiormente iluminados. Una conspiración a la luz del día.
La sociedad de los Rosacruz se habría formado naturalmente, al buscar, los hombres llegados a un estado de conciencia elevado, otros hombres, parecidos a ellos en conocimientos, con quienes poder dialogar. Es el caso de Einstein, comprendido sólo por cinco o seis hombres en todo el mundo, o de algunos centenares de físicos y matemáticos capaces de pensar eficazmente en volver a poner sobre el tapete la ley de paridad.
Para los Rosacruz no hay más estudio que el de la Naturaleza, pero este estudio no puede realmente ilustrar más que a espíritus de un calibre diferente a los ordinarios.
Aplicando un espíritu de diferente calibre al estudio de la Naturaleza, se llega a la totalidad de los conocimientos y a la sabiduría. Esta idea nueva, dinámica, sedujo a Descartes y a Newton. Más de una vez se ha citado a los Rosacruz a su respecto. ¿Quiere esto decir que estaban afiliados a ella? Esta pregunta no tiene sentido. No nos imaginamos una sociedad organizada, sino contactos necesarios entre espíritus calibrados de un modo diferente, y un lenguaje común, no secreto, sino sencillamente inaccesible a los demás hombres en un tiempo dado.
Si algunos conocimientos profundos sobre la materia y la energía, sobre las leyes que rigen el Universo, fueron elaborados por civilizaciones hoy desaparecidas, y si algunos fragmentos de estos conocimientos han sido conservados a través de las edades (lo cual, por otra parte, lo sabemos ciertamente), sólo pudieran serlo por espíritus superiores y en lenguaje forzosamente incomprensible para el común de los humanos. Pero aun prescindiendo de esta hipótesis, podemos, no obstante, imaginar, en el curso de los tiempos, una sucesión de espíritus desmesurados que se comunicaban entre ellos. Tales espíritus saben con evidencia que no tienen ningún interés en hacer alarde de su poderío. Si Cristóbal Colón hubiese sido un espíritu desmesurado, habría mantenido en secreto su descubrimiento. Obligados a una especie de clandestinidad, estos hombres sólo pueden establecer contactos satisfactorios con sus iguales. Basta pensar en las conversaciones de los médicos alrededor de una cama de hospital, conversaciones mantenidas en voz alta y de las que nada llega al conocimiento del enfermo, para comprender lo que queremos decir, sin tener que ahogar la idea en la niebla del ocultismo, de la iniciación, etc. En fin, es natural que los espíritus de esta clase, empeñados en pasar inadvertidos simplemente para que no los molesten, tienen otro trabajo que jugar a conspiradores. Si forman una sociedad, es por la fuerza de las cosas. Si tienen un lenguaje particular, es que las nociones generales que este lenguaje expresa son inaccesibles al espíritu humano ordinario. En este sentido y sólo en él, aceptamos la idea de sociedad secreta. Las otras sociedades secretas, las que se ven, y que son innumerables, no son más que imitaciones, juegos de niños que copian a los adultos.
Mientras los hombres alimenten el sueño de obtener algo por nada, dinero sin trabajar, conocimientos sin estudio, poder sin conocimientos, virtud sin ascetismo, florecerán las sociedades presuntamente secretas y de iniciación, con sus jerarquías de imitación y sus fórmulas que remedan el lenguaje secreto, es decir, técnico.
Hemos elegido el ejemplo de los Rosacruz de 1622, porque el verdadero Rosacruciano, según la tradición, no se hacía con misteriosas iniciaciones, sino con el estudio profundo y coherente del Liber Mundi, el libro del mundo y de la Naturaleza. La tradición de la Rosacruz es, pues, idéntica a la de la ciencia contemporánea. Hoy empezamos a comprender que un estudio profundo y coherente de este libro de la Naturaleza requiere algo más que espíritu de observación, que lo que llamábamos últimamente espíritu científico, e incluso algo más que lo que llamamos inteligencia. Es preciso, en el punto a que han llegado nuestras investigaciones, que el espíritu se eleve sobre sí mismo, que la inteligencia se trascienda. Lo humano, lo demasiado humano, no es bastante. Y es a esta
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comprobación, realizada en siglos pasados por hombres superiores, que debemos, si no la realidad, al menos la leyenda de la Rosacruz. El moderno retrasado es racionalista. El contemporáneo del futuro se siente religioso. Mucho modernismo nos aleja del pasado. Un poco de futurismo nos vuelve a llevar a él.
«Entre los jóvenes atomistas -escribe Robert Jungk12-, los hay que consideran sus trabajos como una especie de concurso intelectual que no lleva consigo ni significación profunda ni obligaciones, pero algunos encuentran ya en la investigación una experiencia religiosa.»
Nuestros rosacrucianos de 1622 hacían en París una «estancia invisible». Lo más chocante es que, en el clima actual de policía y de espionaje, los grandes investigadores logren comunicarse entre ellos cortando las pistas que podrían conducir a los Gobiernos hasta sus trabajos. Diez sabios podrían discutir en alta voz la suerte del mundo, en presencia de Kruschef y de Eisenhower, sin que estos caballeros comprendiesen una sola palabra. Una sociedad internacional de investigadores que no interviniese en los asuntos de los hombres tendría todas las probabilidades de pasar inadvertida, como pasaría inadvertida una sociedad que limitase su intervención a casos muy particulares. Incluso podría no separarse en sus medios de comunicación. La TSH habría podido descubrirse muy bien en el siglo XVII, y los aparatos de galena, tan sencillos, habrían podido servir a los «iniciados». De igual manera, los investigadores modernos sobre los medios parapsicológicos quizás han logrado aplicaciones de telecomunicación. El ingeniero americano Víctor Enderby ha escrito recientemente que, si bien se habían obtenido resultados en este terreno, los mismos habían sido guardados secretos, por libre voluntad de los inventores.
Pero sigue chocándonos que la tradición de la Rosacruz aluda a aparatos o máquinas que la ciencia oficial de la época no pudo fabricar: lámparas perpetuas, registradores de sonidos y de imágenes, etcétera. La leyenda describe los aparatos encontrados en la tumba del simbólico «Christian Rosenkreutz», que hubiesen podido ser de 1958, pero no de 1622. Todo lo cual tiende, en la doctrina de la Rosacruz al dominio del Universo por la ciencia y la técnica, y en modo alguno por la iniciación y la mística.
De igual manera, podemos concebir en nuestra época una sociedad que mantenga una tecnología secreta. Las persecuciones políticas, las presiones sociales, el desarrollo del sentido moral y de la conciencia de una tremenda responsabilidad, obligarán cada vez más a los sabios a entrar en la clandestinidad. Ahora bien, esta clandestinidad no frenará la búsqueda. Sería absurdo pensar que los cohetes y las grandes máquinas rompedoras de átomos han de ser en adelante los únicos instrumentos del investigador. Los verdaderos descubrimientos grandes se han hecho siempre con medios sencillos, con un equipo sucinto. Es posible que existan en el mundo, en este momento, ciertos lugares en que la densidad intelectual sea particularmente grande y en que se afirme esta nueva clandestinidad. Entramos en una época que recuerda mucho los comienzos del siglo XVII, y tal vez se prepara un nuevo manifiesto de 1622. Tal vez ha aparecido ya. Pero nosotros no nos hemos dado cuenta.
Lo que nos aleja de estas ideas es que los tiempos antiguos se expresan mediante fórmulas religiosas. Por ello, les prestamos sólo una atención literaria o «espiritual». En este aspecto, somos modernos. En este aspecto, no somos contemporáneos del futuro.
Lo que nos choca, en fin, es la afirmación reiterada de la Rosacruz y de los alquimistas, según la cual el último fin de la ciencia de las transmutaciones es la transmutación del propio espíritu. No se trata de magia, ni de recompensa bajada del cielo, sino de un descubrimiento de las realidades que obligue al espíritu del observador a situarse de otra manera. Si pensamos en la evolución, extraordinariamente rápida, del estado de espíritu de los más grandes atomistas, empezamos a
12 Robert Jungk: Más brillante que mil soles. Editorial Argos. 33
El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
comprender lo que querían decir los de la Rosacruz. Estamos en una época en que la ciencia, en su punto extremo, alcanza el universo espiritual y transforma el espíritu del propio observador, lo sitúa a un nivel distinto del de la inteligencia científica, que ha llegado a ser insuficiente. Lo que les ocurre a nuestros atomistas puede compararse a la experiencia descrita por los textos de alquimia y por la tradición de la Rosacruz. El lenguaje espiritual no es un balbuceo que precede al lenguaje científico; es más bien el logro de este último. Lo que pasa en nuestro presente ha podido pasar en tiempos antiguos, en otro plano de conocimiento, de suerte que la leyenda de la Rosacruz y la realidad de nuestros días se iluminan mutuamente. Hay que mirar las cosas antiguas con ojos nuevos; esto ayuda a comprender el mañana.
No estamos ya en los tiempos en que el progreso se identifica exclusivamente con el avance científico y técnico. Aparece otro factor, el que se encuentra en los Superiores Desconocidos de los siglos pasados cuando muestran la observación del Liber Mundi como desembocando en «otra cosa». Un físico eminente, Heisenberg, declara hoy: «El espacio en el cual se desenvuelve el ser espiritual del hombre tiene dimensiones distintas de aquellas en que se desplegó durante los últimos siglos.»
Wells murió desengañado. Su poderoso espíritu había vivido de la fe en el progreso. Ahora bien, Wells, en el crepúsculo de su vida, veía que el progreso tomaba aspectos espantosos. Ya no le merecía confianza. La ciencia corría el riesgo de destruir el mundo; acababan de inventarse los mayores medios de destrucción. «El hombre -dice el viejo Wells, desesperado, en 1946- ha llegado al término de sus posibilidades.» En este momento, el anciano que había sido genio de la anticipación dejó de ser contemporáneo del futuro. Nosotros empezamos a adivinar que el hombre no ha llegado más que al término de una de sus posibilidades. Aparecen otras posibilidades. Se abren otros caminos, que el flujo y el reflujo del océano de las edades cubre y descubre alternativamente. Wolfgang Pauli, matemático y físico mundialmente conocido, hacía antaño profesión de una estrecha fe científica, según la mejor tradición del siglo XIX.
En 1932, durante el Congreso de Copenhague, gracias a su escepticismo helado y a su voluntad de poder, adoptaba la apariencia del Mefistófeles de Fausto. En 1955, su espíritu penetrante había extendido con tal amplitud sus perspectivas que se convertía en un pintor elocuente de un camino de salvación interior largo tiempo desdeñado. Esta evolución es típica. Es la evolución de la mayoría de los grandes atomistas. No es el retorno al moralismo ni a la vaga religiosidad. Se trata, por el contrario, de un progreso en el pertrecho del espíritu de observación; de una reflexión nueva sobre la naturaleza del conocimiento. «Frente a la división de las actividades del espíritu humano en terrenos distintos, rigurosamente mantenida desde el siglo XVII -dice Wolfgang Pauli-, me imagino una finalidad que sería la dominación de cosas opuestas, una síntesis que abarcase la inteligencia racional y la experiencia mística de la unidad. Esta finalidad es la única que está de acuerdo con el mito, expresado o no, de nuestra época.»
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II
Los profetas del Apocalipsis.-Un Comité de la Desesperación.-La ametralladora de Luis XVI.-La ciencia no es una vaca sagrada.-El señor Despotopoulos quiere ocultar el progreso.-La leyenda de los Nueve Desconocidos.
Hubo, en la segunda mitad del siglo XIX, en el umbral de los tiempos modernos, una pléyade de pensadores furiosamente reaccionarios. Veían un engaño en la mística del progreso social; una carrera al abismo en el progreso científico y técnico. Philippe Lavistine, nueva encarnación del héroe de La obra maestra desconocida de Balzac, y discípulo de Gurdjieff, me los enseñó. En aquella época en que leía a René Guénon, maestro del antiprogresismo, y frecuentaba a Lanza del Vasto recién vuelto de la India, no estaba lejos de coincidir con las razones de estos pensadores contra la corriente. Era muy poco después de la guerra. Einstein acababa de enviar su famoso telegrama:
«Nuestro mundo se enfrenta con una crisis todavía inadvertida por aquellos que poseen el poder de tomar grandes decisiones para bien o para mal. La potencia desencadenada del átomo lo ha cambiado todo, salvo nuestros hábitos de pensar, y nos dirigimos hacia una catástrofe sin precedentes. Nosotros, los científicos que hemos liberado esta inmensa potencia, tenemos la aplastante responsabilidad, en esta lucha mundial de vida o muerte, de dominar el átomo en beneficio de la Humanidad, y no para su destrucción. La federación de sabios americanos se une a mí en esta llamada. Os rogamos que apoyéis nuestros esfuerzos para hacer comprender a América que el destino del género humano se decide hoy, ahora, en este minuto. Necesitamos inmediatamente doscientos mil dólares para una campaña nacional destinada a hacer ver a los hombres que es esencial un nuevo modo de pensar, si la Humanidad quiere sobrevivir y alcanzar niveles más altos. Esta llamada es fruto de una larga meditación sobre la inmensa crisis con que nos enfrentarnos. Os pido con urgencia un cheque inmediato, dirigido a mí, como presidente del Comité de Desesperación de los Sabios del Átomo, Princeton, Nueva Jersey. Reclamamos vuestra ayuda en este instante fatal, como señal de que nosotros, los hombres de ciencia, no estamos solos.»
Esta catástrofe, me dije yo (y doscientos mil dólares no cambiarán nada), mis maestros la habían previsto hace mucho tiempo. Dios había ofrecido al hombre el obstáculo de la materia, y, como decía Blanc de Saint-Bonnet, «el hombre es el hijo del obstáculo». Pero los modernos, desligados de los principios, quisieron hacer desaparecer los obstáculos. La materia, que obstaculizaba, ha sido vencida. Está libre el camino hacia la nada. Hace dos mil años, Orígenes escribía formidablemente que «la materia es el absorbente de la iniquidad». De hoy en adelante, la iniquidad ya no es absorbida, sino que se extiende en olas destructoras. Este Comité de la Desesperación no logrará absorberla.
Los antiguos eran sin duda tan malos como nosotros, pero lo sabían. Este conocimiento hacía que se colocaran barreras. Una bula del Papa condena el empleo del trípode destinado a robustecer el arco: esta máquina, sumada a los medios naturales del arquero, haría inhumano el combate. La bula es observada durante doscientos años. Rolando, en Roncesvalles, derribado por las hondas sarracenas, exclama: «¡Maldito sea el cobarde que inventó armas capaces de matar a distancia!» En tiempos más próximos, en 1775, un ingeniero francés, Du Perron, presentó al joven Luis XVI un «órgano militar» que, accionado por una manivela, disparaba simultáneamente veinticuatro balas. Una memoria acompañaba al instrumento, embrión de las ametralladoras modernas. La máquina
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pareció tan mortífera al rey y a sus ministros, Malesherbes y Turgot, que fue rechazada y su inventor considerado como enemigo de la Humanidad.
A fuerza de querer emanciparlo todo, hemos emancipado también la guerra. Antaño ocasión de sacrificio y de salvación para algunos, se ha convertido en condenación de todos.
Tales eran, poco más o menos, mis pensamientos allá por el año 1946, y pensé en publicar una antología de «pensadores reaccionarios» cuyas voces fueron ahogadas, en su tiempo, por el coro de los progresistas románticos. Estos escritores al revés, estos profetas del Apocalipsis, que clamaban en el desierto, se llamaban Blanc de Saint-Bonnet, Emile Montagut, Albert Sorel, Donoso Cortés, etc. Con un espíritu de rebeldía muy parecido al de estos antepasados, releí un folleto intitulado El tiempo de los asesinos, en el que colaboraron principalmente Aldous Huxley y Albert Camus. La Prensa americana se hizo eco de este libelo en que sabios, militares y políticos eran fuertemente maltratados y donde se deseaba un proceso de Nuremberg para todos los técnicos de la destrucción.
Hoy creo que las cosas son menos sencillas y que hay que mirar con otros ojos y desde más alto la historia irreversible. Sin embargo, en 1946 -inquietante posguerra-, esta corriente de ideas trazaba una estela fulgurante en el océano de angustia en que se hallaban sumidos los intelectuales que no querían ser «víctimas ni verdugos». Y es cierto que, después del telegrama de Einstein, las cosas han empeorado. «Lo que hay en la cartera de los sabios es espantoso», dice Kruschef en 1960. Pero los espíritus se han cansado, y, después de muchas solemnes e inútiles protestas, se han vuelto hacia otros temas de reflexión, esperando, como el condenado a muerte en su celda, que se conceda o se deniegue el indulto. Sin embargo, en todas las conciencias existe desde ahora un fondo de rebelión contra la ciencia capaz de aniquilar el mundo, una duda sobre el valor salvador del progreso técnico. «Acabarán por volarlo todo.» Después de las furiosas críticas de Aldous Huxley en Contrapunto y Un mundo feliz13 se hundió el optimismo científico. En 1951, el químico americano Anthony Standen publicaba un libro titulado: La ciencia es una vaca sagrada, donde protestaba contra la admiración fetichista por la ciencia. En octubre de 1953, un célebre profesor de Derecho de Atenas, O. J. Despotopoulos, dirigía a la UNESCO un manifiesto pidiendo que se interrumpiera el desarrollo científico, o mejor, que se guardara en secreto. La investigación, proponía, debería confiarse en adelante a un consejo de sabios mundialmente elegido y que, por ello, sería dueño de guardar silencio. Esta idea, por utópica que sea, no carece de interés. Apunta una posibilidad del porvenir e incide en uno de los grandes temas de las pasadas civilizaciones. En una carta que nos dirigió en 1955, M. Despotopoulos, precisaba su idea:
«La ciencia de la Naturaleza es ciertamente una de las hazañas más dignas de la historia humana. Pero, a partir del momento en que se desencadenan fuerzas capaces de destruir la Humanidad entera, deja de ser lo que era desde el punto de vista moral. La distinción entre la ciencia pura y sus aplicaciones técnicas se ha hecho prácticamente imposible. No podríamos, pues, hablar de la ciencia como de un valor en sí. O mejor, en ciertos sectores, los más importantes, constituye ahora un valor negativo, en la medida en que escapa al control de la conciencia para extender sus peligros según el grado de voluntad de poder de los responsables políticos. La idolatría del progreso y de la libertad en materia de investigación científica es totalmente perniciosa. Nuestra proposición es ésta: codificación de las conquistas de la ciencia de la Naturaleza realizadas hasta ahora y prohibición total o parcial de su progreso futuro por un consejo supremo mundial de sabios. Ciertamente, tal medida es trágicamente cruel, ya que su objeto apunta a uno de los más nobles impulsos de la Humanidad, y nadie puede subestimar las dificultades inherentes a dicha medida. Pero no existe otra que sea lo bastante eficaz. Las objeciones fáciles: retorno a la Edad Media, a la barbarie, etc., no contienen ningún argumento serio. No se trata de hacer retroceder a la inteligencia, sino de
13 Publicados ambos por Plaza y Janes, en las Obras completas de Huxley. 36
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defenderla. No se trata de restricciones en beneficio de una clase social, sino de salvaguardia de toda la Humanidad. Éste es el Problema. Todo lo demás no es más que división y dispersión de la actividad enfrentándola con subproblemas.»
Estas ideas recibieron favorable acogida en la prensa inglesa y alemana y han sido extensamente comentadas en el Boletín de los sabios atomistas de Londres. No se alejan mucho de ciertas proposiciones formuladas en las conferencias mundiales consagradas al desarme.
No es pecado creer que, en otras civilizaciones, se haya producido, no una ausencia de ciencia sino un secreto impuesto a la ciencia. Tal parece ser el origen de la maravillosa leyenda de los Nueve Desconocidos.
La tradición de los Nueve Desconocidos se remonta al emperador Asoka, que reinó en la India a partir del año 273 a. de J. C. Era nieto de Chandragupta, primer unificador de la India. Ambicioso como su antepasado, cuya labor quiso completar, emprendió la conquista del país de Kalinga, que se extendía desde la actual Calcuta a Madras. Los kalingueses resistieron y perdieron cien mil hombres en la batalla. La vista de esta multitud sacrificada trastornó a Asoka. Desde entonces, le tomó horror a la guerra. Renunció a proseguir la integración de los países insurrectos, declarando que la verdadera conquista consiste en ganar el corazón de los hombres por la ley del deber y la piedad, pues la Majestad Sagrada desea que todos los seres animados disfruten de seguridad, de la libre disposición de sí mismos, de la paz y de la felicidad.
Convertido al budismo, Asoka, con el ejemplo de sus propias virtudes, propagó esta religión por toda la India y por todo su imperio, que se extendía hasta Malasia, Ceilán e Indonesia. Después, el budismo conquistó Nepal, el Tibet, la China y Mogolia. Asoka respetaba, empero, todas las sectas religiosas. Predicó el vegetarianismo y proscribió el alcohol y los sacrificios de animales. H. G. Wells, en su historia del mundo abreviada, escribe: «Entre las decenas de millares de nombres de monarcas que se apretujan en las columnas de la Historia, el nombre de Asoka brilla casi solo, como una estrella.»
Se dice que, conocedor de los horrores de la guerra, el emperador Asoka quiso prohibir para siempre a los hombres el mal uso de la inteligencia. Bajo su reinado, entra en el secreto la ciencia de la Naturaleza, pasada y por venir. Las investigaciones, desde la estructura de la materia a las técnicas de psicología colectiva, se disimularán en adelante, y durante veintidós siglos, detrás del rostro místico de un pueblo al que el mundo considera dedicado sólo al éxtasis y a lo sobrenatural, Asoka funda la más poderosa sociedad secreta de la tierra: la de los Nueve Desconocidos.
Se dice aún que los grandes responsables del destino moderno de la India, y sabios como Bose y Ram, creen en la existencia de los Nueve Desconocidos, e incluso reciben de ellos consejos y mensajes. La imaginación entrevé la fuerza de los secretos que pueden detentar nueve hombres que se lucran directamente de las experiencias, de los trabajos, de los documentos acumulados durante más de diez decenas de siglos. ¿Cuáles son los fines de estos hombres? No dejar que caigan en manos profanas los medios de destrucción. Proseguir las investigaciones beneficiosas para la Humanidad. Estos hombres se supone que se renuevan para guardar los secretos técnicos venidos de un remoto pasado.
Las manifestaciones exteriores de los Nueve Desconocidos son raras. Una de ellas tiene relación con el prodigioso destino de uno de los hombres más misteriosos de Occidente: el Papa Silvestre II, conocido también por el nombre de Gerbert d'Aurillac. Nacido en Auvernia, el año 920, y muerto en 1003, Gerbert fue monje benedictino, profesor de la Universidad de Reims, arzobispo de Rávena por la gracia del emperador Otón III. Se dice que estuvo en España y que un misterioso viaje lo llevó a la India de donde sacó diversos conocimientos que llenaron de estupefacción a los que le rodeaban. Así fue como poseyó en su palacio una cabeza de bronce que respondía «sí» o «no» a las preguntas que le hacían sobre la política y la situación general de la cristiandad. Según Silvestre II
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(volumen CXXXIX de la Patrística latina de Migne), el procedimiento era muy sencillo y correspondía al cálculo con dos cifras. Se trataría de un autómata análogo a nuestras modernas máquinas binarias. La cabeza «mágica» fue destruida a la muerte del Papa, y los conocimientos registrados por ésta, cuidadosamente disimulados. Sin duda, la biblioteca del Vaticano reservaría algunas sorpresas al investigador autorizado. En el número de octubre de 1954 de Computers and Automation, revista de cibernética, Podemos leer: «Hay que suponerle un hombre de saber extraordinario, de un ingenio y una habilidad mecánica sorprendentes, Esta cabeza parlante debió de ser modelada bajo cierta conjunción de las estrellas que se sitúa exactamente en el momento en que todos los planetas van a comenzar su curso.» No era cuestión de pasado, de presente ni de futuro, pues este invento, aparentemente, superaba con mucho el alcance de su rival: el perverso espejo en la pared de la reina, precursor de nuestros cerebros mecánicos modernos. Se dijo, naturalmente, que Gilbert fue sólo capaz de producir esta máquina porque estaba en tratos con el diablo y le había jurado eterna fidelidad.
¿Estuvieron otros europeos en relación con la sociedad de los Nueve Desconocidos? Hay que esperar al siglo XIX para que resurja este misterio, a través de los libros del escritor francés Jacolliot.
Jacolliot fue cónsul de Francia en Calcuta bajo el Segundo Imperio. Escribió una obra de anticipación considerable, comparable, si no superior, a la de Julio Verne. Ha dejado además varios libros consagrados a los grandes secretos de la Humanidad. Esta obra extraordinaria ha sido saqueada por la mayoría de los ocultistas, profetas y taumaturgos. Completamente olvidada en Francia, es célebre en cambio en Rusia.
Jacolliot se muestra positivo: la sociedad de los Nueve Desconocidos es una realidad. Y lo más extraordinario es que cita, a este respecto, técnicas que eran del todo inconcebibles en 1860, como, por ejemplo, la liberación de la energía, la esterilización por radiaciones y la guerra psicológica.
Yersin, uno de los más próximos colaboradores de Pasteur y de Roux, pudo haber tenido acceso a secretos biológicos a raíz de un viaje a Madras, en 1890, y puesto a punto, gracias a las indicaciones que recibieron, el suero contra la peste y el cólera.
La primera vulgarización de la historia de los Nueve Desconocidos se produjo en 1927, con la publicación del libro de Talbot Mundy, que perteneció, durante veinticinco años, a la Policía inglesa de la India. El libro está a medio camino entre la novela y la investigación. Según él. los Nueve Desconocidos emplearían un lenguaje sintético. Cada uno de ellos estaría en posesión de un libro constantemente escrito de nuevo y que contendría la exposición detallada de una ciencia.
El primero de estos libros estaría consagrado a las técnicas de propaganda y de guerra psicológica. «De todas las ciencias -dice Mundy- la más peligrosa sería la del control del pensamiento de las multitudes, pues ella permitiría gobernar el mundo entero.» Hay que observar que la Semántica general de Korjibski sólo data de 1937, y que hay que esperar la experiencia de la última guerra mundial para que empiecen a cristalizar en Occidente las técnicas de psicología del lenguaje, es decir, de propaganda. El primer colegio de semántica americano no ha sido creado hasta 1950. En Francia, apenas si conocemos más que Le Vial des Foules, de Serge Chokotin, cuya influencia ha sido importante en los medios intelectuales politizantes, aunque no haga más que rozar la cuestión.
El segundo libro estaría consagrado a la fisiología. Como cosa más importante, explicaría el medio de matar a un hombre con sólo tocarle, produciéndose la muerte por inversión del influjo nervioso. Se dice que el «judo» pudo nacer de «infiltraciones» de esta obra.
El tercero estudiaría la microbiología, y especialmente los coloides de protección.
El cuarto trataría de la transmutación de los metales. Según una leyenda, en tiempos de penuria, los templos y las organizaciones religiosas de caridad reciben, de fuente secreta, grandes cantidades
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de un oro muy fino.
El quinto comprendería el estudio de todos los medios de comunicación, terrestres y extraterrestres.
El sexto contendría los secretos de la gravitación.
El séptimo sería la más vasta cosmogonía concebida por nuestra Humanidad.
El octavo trataría de la luz.
El noveno estaría consagrado a la sociología, formularía las reglas de la evolución de las sociedades y permitiría prever su caída.
Con la leyenda de los Nueve Desconocidos, se relaciona el misterio de las aguas del Ganges. Multitudes de peregrinos, portadores de las más espantosas y diversas enfermedades, se bañan sin ningún peligro para los que están sanos. Las aguas sagradas lo purifican todo. Se ha querido atribuir esta extraña Propiedad del río a la formación de bacteriófagos. Pero, ¿por qué no se forman también en el Brahmaputra, en el Amazonas o en el Sena?
La hipótesis de una esterilización por radiaciones aparece en la obra de Jacolliot cien años antes de que se sepa tal fenómeno es posible. Estas radiaciones, según Jacolliot provendrían de un templo secreto excavado bajo el lecho del Ganges.
Al margen de las agitaciones religiosas, sociales y políticas, resueltas y perfectamente disimuladas, los Nueve Desconocidos encarnan la imagen de la ciencia serena, de la ciencia con conciencia. Dueña de los destinos de la Humanidad, pero absteniéndose de emplear su propio poderío, esta sociedad secreta constituye el más bello homenaje de la libertad en las alturas. Vigilantes en el seno de su gloria oculta, estos nueve hombres contemplan cómo se hacen, deshacen y rehacen las civilizaciones, menos indiferentes que tolerantes, prestos a ayudar, pero siempre en este orden del silencio que es la medida de la grandeza humana.
¿Mito o realidad? Mito soberbio, en todo caso, surgido de lo más hondo de los tiempos... y resaca del futuro.
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III
Una palabra más sobre el realismo fantástico.-Ha habido técnicas.-Ha existido la necesidad del secreto y se vuelve a ella.-Viajamos en el tiempo.-Queremos ver en su continuidad el océano del espíritu.-Reflexiones nuevas sobre el ingeniero y el mago.-El pasado, el porvenir.-El presente se retrasa en ambos sentidos.-El oro de los libros antiguos.-Una mirada nueva al mundo viejo.
No somos ni materialistas ni espiritualistas: esta distinción no tiene ya para nosotros el menor sentido. Sencillamente, buscamos la realidad sin dejarnos dominar por el reflejo condicionado del hombre moderno (a nuestros ojos retardatario), que vuelve la espalda en cuanto esta realidad adquiere un aspecto fantástico. Nos hemos hecho bárbaros de nuevo, para vencer este reflejo, igual que tuvieron que hacer los pintores para desgarrar el velo de convenciones tendido entre sus ojos y las cosas. También, como ellos, hemos optado por métodos balbucientes, salvajes y a veces infantiles. Nos colocamos ante los elementos y los métodos de conocimiento, como Cézanne ante la manzana, como Van Gogh ante el campo de trigo. Nos negamos a excluir hechos, aspectos de la realidad, con el pretexto de que no son «oportunos», de que desbordan las fronteras fijadas Por las teorías habituales. Gauguin no excluye un caballo rojo; Manet no excluye la mujer desnuda entre los comensales del Almuerzo sobre la hierba; Max Ernst, Picabia y Dalí, no excluyen las figuras brotadas del sueño ni el mundo que vive en la parte sumergida de la conciencia. Nuestro modo de hacer y de ver provocará censuras, desprecio, sarcasmos. Se nos negará la entrada en el Salón. En nuestro campo, todavía no se acepta lo que se ha acabado por aceptar de los pintores, de los poetas, de los cineastas, de los decoradores, etc. La ciencia, la psicología, la sociología, son bosques tabú. No bien la hemos apartado, la idea de lo sagrado vuelve al galope, bajo diversos disfraces. ¡Qué diablo! La ciencia no es una vaca sagrada: se la puede empujar, hacer que despeje el camino.
Volvamos a nuestro tema. En esta parte de nuestro libro, titulada El futuro anterior, razonamos de este modo:
- Es posible que lo que llamamos esoterismo, cimiento de las sociedades secretas y de las religiones, sea el residuo difícilmente comprensible y manejable de un conocimiento muy antiguo, de naturaleza técnica, que se aplica a la vez a la materia y al espíritu. Más adelante desarrollaremos esto.
- Los «secretos» no serían fábulas, cuentos ni juegos, sino recetas, técnicas precisas, llaves que abrieran los poderes contenidos en el hombre y en las cosas.
- Ciencia y técnica no son lo mismo. Contrariamente a lo que se podría pensar, la técnica, en muchos casos, no sigue a la ciencia, sino que la precede. La técnica hace. La ciencia demuestra que es imposible hacer. Después las barreras de la imposibilidad se derrumban. No pretendemos, naturalmente, que la ciencia sea vana. Ya se verá el valor que damos a la ciencia y con qué ojos maravillados la vemos cambiar de semblante. Pensamos, sencillamente, que las técnicas han podido preceder, en un pasado lejano, a la aparición de la ciencia.
- Podría ser que algunas técnicas pasadas hubiesen dado a los hombres poderes demasiado peligrosos para ser divulgados.
- La necesidad del secreto podría obedecer a dos razones:
A) La prudencia. «El que sabe no habla.» No dejéis que las llaves vayan a parar a malas manos.
B) El hecho de que la posesión y el manejo de tales técnicas y conocimientos exige del hombre estructuras mentales distintas de las propias del estado de vigilia ordinario, una situación de la inteligencia y del lenguaje en otro plano, de tal suerte que nada es comunicable al nivel del hombre ordinario. El secreto no es un efecto de la voluntad del que lo posee, sino un efecto de su naturaleza
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misma.
- Comprobamos la existencia de un fenómeno semejante en nuestro presente moderno. El desarrollo incesantemente acelerado de la técnica impone a los que saben el deseo, y después la necesidad, del secreto. El peligro extremado conduce a la extrema discreción. Llegado a un cierto nivel, el conocimiento se oculta a medida que progresa. Se forman concejos de sabios y de técnicos. El lenguaje del saber y del poder se hace incomunicable. En el plano de la investigación psicomatemática se plantea limpiamente el problema de las estructuras mentales diferentes. En el límite, los que detentan, como decía Einstein, «el poder de tomar grandes decisiones para el bien y para el mal», forman una criptocracia. El porvenir se asemeja a las descripciones tradicionales.
- Nuestra visión del conocimiento pasado no está de acuerdo con el esquema «espiritualista». Nuestra visión del presente y del porvenir próximo introduce la magia donde no quiere verse más que lo racional. Para nosotros, no se trata más que de buscar correspondencias que nos iluminen. Éstas nos permiten situar la aventura humana en la totalidad de los tiempos. Todo lo que puede servirnos de puente es bueno para nosotros.
En el fondo, en esta parte del libro como en las otras, nuestra proposición es ésta:
El hombre tiene indudablemente la posibilidad de estar en relación con la totalidad del Universo. Conocida es la paradoja de Langevin. Andrómeda está a tres millones de años-luz de la Tierra. Pero el viajero que se desplazase a una velocidad próxima a la de la luz sólo envejecería algunos años. Según la teoría unitaria de Jean Charon, por ejemplo, no sería inconcebible que la Tierra, durante este viaje, envejeciese más. El hombre estaría, pues, en contacto con el todo de la creación, donde espacio y tiempo representarían un papel distinto del aparente. Por otra parte, la investigación psicomatemática, en el punto en que la dejó Einstein, es una tentativa de la inteligencia humana para descubrir la ley que regiría el conjunto de las fuerzas universales (gravitación, electromagnetismo, luz, energía nuclear). Una tentativa de visión unitaria, en que todo el esfuerzo del espíritu tiende a situarse en un punto desde el cual sería visible la continuidad. Y, ¿de dónde vendría el deseo del espíritu si éste no presintiese que aquel punto existe, que le es posible situarse de aquella suerte? «No me buscarías si no me hubieses ya encontrado.»
En otro plano, pero dentro de este mismo movimiento, buscamos una visión continua de la aventura de la inteligencia humana, del conocimiento humano. Por esto nos verán viajar a toda velocidad de la magia de la técnica de la Rosacruz a Princeton, de los mayas a los hombres de las próximas mutaciones, del sello de Salomón a la tabla periódica de los elementos, de las civilizaciones desaparecidas a las civilizaciones que vendrán, de Fulcanelli a Oppenheimer, del hechicero a la máquina electrónica analógica, etc. A toda velocidad, o mejor dicho, a una velocidad tal que el espacio y el tiempo rompan su cáscara y aparezca la visión del continuo. Existe el viaje en sueños y el viaje real. Nosotros hemos preferido el viaje real. En este sentido, este libro no es una ficción. Hemos construido aparatos, es decir, correspondencias demostrables, comparaciones válidas, equivalencias indiscutibles. Aparatos que funcionan, cohetes que parten. Y a veces, en ciertos momentos, nos ha parecido que nuestro espíritu alcanzaba el punto desde el cual es visible la totalidad del esfuerzo humano. Las civilizaciones, los momentos del conocimiento y de la organización humana, son como otras tantas rocas en el océano. Cuando se ve una civilización, un momento del conocimiento, no se ve más que el choque del océano contra esta roca, la ola que rompe, la espuma que brota. Hemos buscado el lugar desde el cual se pueda contemplar el océano entero, en su tranquila y poderosa continuidad, en su unidad armónica.
Volvamos ahora a las reflexiones sobre la técnica, la ciencia y la magia. Ellas precisarán nuestra tesis sobre el concepto de la sociedad secreta (o mejor, de «conspiración a la luz del día») y nos servirán de iniciación para próximos estudios, unos sobre la alquimia, otros sobre las civilizaciones
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desaparecidas.
Cuando un joven ingeniero ingresa en una industria, distingue en seguida dos universos diferentes. Existe el del laboratorio, con las leyes definidas de los experimentos que se pueden reproducir en él, con una imagen del mundo comprensible. Existe el Universo real, donde las leyes no se cumplen siempre, donde los fenómenos son a veces imprevistos, donde lo imposible se realiza. Si es de temperamento fuerte, el ingeniero en cuestión reacciona con cólera, con pasión, con deseo de «violar a esa puerca materia». Los que adoptan esta actitud viven vidas trágicas. Pensemos en Edison, en Tesla, en Armstrong. Les guía un demonio. Werner von Braun ensaya sus cohetes sobre los londinenses, mata a miles de ellos para que al fin lo detenga la Gestapo por haber declarado: «A fin de cuentas, me importa un bledo la victoria de Alemania, ¡lo que quiero es la conquista de la Luna!»14. Se ha dicho que la tragedia está hoy en la política. Esto es una visión mezquina. La tragedia está en el laboratorio. A sus «magos» se debe el progreso técnico. La técnica no es en modo alguno, pensamos nosotros, aplicación práctica de la ciencia. Por el contrario, se desarrolla contra la ciencia. El eminente matemático y astrónomo Simón Newcomb demuestra que lo más pesado que el aire no puede volar. Dos reparadores de bicicletas probaron que estaba equivocado. Rutherford y Millikan15 demuestran que jamás se podrán explotar las reservas de energía del núcleo atómico. Y estalla la bomba de Hiroshima. La ciencia enseña que una masa de aire homogéneo no puede separarse en aire caliente y aire frío. Hilsch nos muestra que basta con hacer circular aquella masa por un tubo apropiado16. La ciencia coloca barreras de imposibilidad. El ingeniero, al igual que el mago ante los ojos del explorador cartesiano, pasa a través de las barreras, por un fenómeno análogo a lo que los físicos llaman «el efecto túnel», Le atrae una aspiración mágica. Quiere ver detrás del muro, ir a Marte, capturar el rayo, fabricar oro. No busca lucro ni gloria. Busca sorprender al Universo en flagrante delito de ocultación. En el sentido de Jung, es un arquetipo. Por los milagros que intenta realizar, por la fatalidad que pesa sobre él, por el fin doloroso que le espera casi siempre, es el hijo del héroe de las sagas y de las tragedias griegas17.
Como el mago, tiende al secreto, y, también como él obedece a la ley de similitud que Frazer18 formuló en su estudio de la magia. En sus comienzos, el invento es una imitación del fenómeno natural. La máquina voladora se parece al pájaro; el autómata, al hombre.
Ahora bien, el parecido al objeto, el ser o el fenómeno cuyos poderes quieren captar, resulta casi siempre inútil, léase perjudicial, al buen funcionamiento del aparato inventado. Pero, como el mago, el inventor extrae de la similitud una fuerza, una voluptuosidad, que empujan hacia delante.
El paso de la imitación mágica a la tecnología científica, podría ser descubierto en muchos casos. Ejemplo:
En un principio, se obtuvo el endurecimiento superficial del acero, en el Próximo Oriente, hundiendo una hoja enrojecida al fuego en el cuerpo de un prisionero. He aquí una práctica mágica típica: se intenta transferir a la hoja las virtudes guerreras del adversario. Esta práctica fue conocida en Occidente por medio de los cruzados, que habían comprobado que el acero de Damasco era, efectivamente, más duro que el de Europa. Se hicieron experimentos: se sumergió el acero en agua, en la que flotaban pieles de animales. Se obtuvo el mismo resultado. En el siglo XIX se advirtió que estos resultados eran debidos al nitrógeno orgánico. En el siglo XX, con la licuefacción de los gases, se perfeccionó el procedimiento templando el acero en nitrógeno líquido a baja temperatura. Bajo esta forma, la «nitruración» es parte de nuestra tecnología.
14 Walter Dornberger: L'Arme secrete de Peenemünde. Arthaud. París.
15 Millikan: El electrón.
16 Technique Mondiale. París, abril, 1957.
17 Edwin Armstrong: The Inventor as Hero, artículo del Harper's Magazine
18 Frazer: Le Rameau d'Or 42
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Se podría encontrar otro lazo entre magia y técnica estudiando los «encantamientos» que los antiguos alquimistas pronunciaban durante sus trabajos. Probablemente se trataba de medir el tiempo en la oscuridad del laboratorio. Los fotógrafos emplean a menudo verdaderas fórmulas para contar, que recitan sobre el baño, y nosotros mismos hemos oído a uno de ellos en la cumbre de la Jungfrau, mientras era revelada una placa impresionada por los rayos cósmicos.
En fin, existe otro lazo, más fuerte y curioso, entre magia y técnica, y es la simultaneidad en la aparición de los inventos. La mayoría de los países registran el día e incluso la hora de la presentación de una patente. Muchas veces se ha comprobado que inventores que no se conocían, y que trabajaban muy lejos el uno del otro, presentaban la misma patente en el mismo instante. Este fenómeno sena difícil de explicar con la vaga idea de que «los inventos están en el aire» o de que «el inventor aparece cuando se le necesita». Pero si existe la percepción extrasensorial, la comunicación de las inteligencias empeñadas en la misma investigación, el hecho merecería un estudio estadístico realizado a fondo. Este estudio nos haría comprender acaso este otro hecho: que las técnicas mágicas se encuentran, idénticas, en la mayoría de las antiguas civilizaciones, a través de montañas y de océanos...
Vivimos con la idea de que el invento técnico es un fenómeno contemporáneo. Y es que nunca hacemos el esfuerzo de consultar los documentos antiguos. No existe un solo servicio de investigación científica enfocado hacia el pasado. Los libros antiguos, si son leídos alguna vez, lo son por escasos eruditos de formación puramente literaria o histórica. Lo que contienen de ciencia y de técnica, escapa, pues, a la atención. ¿Nos desinteresamos del pasado porque nos vemos demasiado solicitados por la preparación del porvenir? No es muy seguro. La inteligencia francesa parece retardada por los esquemas del siglo XIX. Los escritores de vanguardia no tienen el menor apetito por la ciencia, y la sociología nacida con la máquina de vapor, el humanismo revolucionario nacido con el fusil «Chassepot», continúan movilizando la atención. Es imposible imaginar hasta qué punto Francia se quedó clavada en los alrededores de 1880. ¿Acaso muestra la industria un mayor interés? En 1955, se celebró en Ginebra la primera conferencia atómica mundial. René Alleau recibió el encargo de la difusión en Francia de los documentos relativos a la aplicación pacífica de la energía nuclear. Los dieciséis volúmenes que contienen los resultados experimentales obtenidos por los sabios de todos los países constituían la más importante publicación de la historia de las ciencias y de la técnica. Cinco mil industrias, a las que, a corto o largo plazo, debía interesar la energía nuclear, recibieron una carta anunciando aquella publicación. Hubo veinticinco respuestas.
Sin duda habrá que esperar a que las nuevas generaciones alcancen los puestos de responsabilidad para que la inteligencia francesa vuelva a encontrar una verdadera agilidad. Para estas generaciones escribimos este libro. Si realmente existiera la atracción del porvenir, también existiría la del pasado; se iría en busca del bien en los dos sentidos del tiempo y con igual anhelo.
No sabemos nada o casi nada del pasado. Muchos tesoros duermen en las bibliotecas. Preferimos imaginar, nosotros que decimos «amar al hombre», una historia discontinua del conocimiento y de centenares de miles de años de ignorancia para unos cuantos lustros de saber. La idea de que ha habido, de pronto, un «siglo de las luces», idea que hemos aceptado, con desconcertante ingenuidad, ha sumido en la oscuridad el resto de los tiempos. Una mirada nueva sobre los libros antiguos cambiaría todo esto. Nos sentiríamos trastornados por las riquezas contenidas en aquéllos. Y aún habría que pensar, según decía Atterbury, contemporáneo de Newton, «que hay más obras antiguas perdidas que conservadas».
Nuestro amigo René Alleau, a la vez técnico e historiador, ha querido lanzar esta nueva mirada. Ha esbozado un método y ha obtenido algunos resultados. Pero, hasta hoy, no parece haber logrado
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el mayor apoyo para proseguir una tarea que rebasa las posibilidades de un hombre solo. En diciembre de 1955, ante los Ingenieros del Automóvil, reunidos bajo la presidencia de Jean-Henri Labourdette, pronunció, a petición mía, una conferencia de la que ofrezco aquí los puntos esenciales:
«¿Qué queda de los millares de manuscritos de la biblioteca de Alejandría fundada por Tolomeo Soter, documentos irreemplazables y perdidos para siempre sobre la ciencia antigua? ¿Dónde están las cenizas de las 200.000 obras de la biblioteca de Pérgamo? ¿Qué ha sido de las colecciones de Pisístrato, en Atenas, y de la biblioteca del Templo de Jerusalén, y de la de Phtah, en Menfis? ¿Qué tesoros contenían los millares de libros que fueron quemados el año 213 antes de Jesucristo, por orden del emperador Cheu-Hoang-Ti, con fines únicamente políticos? En estas circunstancias, nos hallamos delante de las obras antiguas como ante las ruinas de un templo inmenso del que restan solamente algunas piedras. Pero el examen atento de estas piedras y de estas inscripciones nos deja entrever verdades demasiado profundas para atribuirlas a la sola intuición de los antiguos.
»Ante todo, y contrariamente a lo que se cree, los métodos del racionalismo no fueron inventados por Descartes. Consultemos los textos: "El que busca la verdad -escribe Descartes- debe, mientras pueda, dudar de todo." Es una frase muy conocida y que parece muy nueva. Pero, si tomamos el libro segundo de la metafísica de Aristóteles, leemos: "El que quiera instruirse debe primeramente saber dudar, pues la duda del espíritu conduce a la manifestación de la verdad." Por lo demás, se puede comprobar que Descartes, no sólo tomó de Aristóteles esta frase fundamental, sino también la mayor parte de las famosas reglas para la dirección del espíritu y que constituyen la base del método experimental. Esto demuestra, en todo caso, que Descartes había leído a Aristóteles, cosa de la que se abstienen demasiado a menudo los cartesianos modernos. Éstos podrían también comprobar que alguien escribió: "Si me equivoco, deduzco que soy, pues el que no es no puede equivocarse, y, precisamente porque me equivoco, siento que soy." Desgraciadamente, esto no es de Descartes, sino de san Agustín.
»En cuanto al escepticismo necesario al observador, no se puede realmente llevarlo más lejos que Demócrito, el cual sólo consideraba valedero el experimento que hubiese presenciado personalmente y cuyo resultado hubiese autentificado mediante la impresión de su anillo.
»Esto me parece muy alejado de la ingenuidad que se reprocha a los antiguos. Cierto, me diréis, que los filósofos de la antigüedad estaban dotados de un genio superior en el dominio del conocimiento, pero, en fin, ¿qué sabían de verdad en el plano científico?
«Contrariamente también a lo que se puede leer en las obras actuales de divulgación, las teorías atómicas no fueron inventadas ni formuladas en primer lugar por Demócrito, Leucipo y Epicuro. En efecto, Sextus Empiricus nos dice que el propio Demócrito las había recibido por tradición y que provenían de Moscus el Fenicio, el cual, punto importante a tener en cuenta, parece haber afirmado que el átomo era divisible.
»Notadlo bien, la teoría más antigua es también más exacta que las de Demócrito y los atomistas griegos, que sostenían la indivisibilidad del átomo. En este caso preciso, parece que se trata más de un oscurecimiento de conocimientos arcaicos que llegaron a ser incomprensibles que de descubrimientos originales. ¿Y cómo no admiramos en el campo cosmológico, habida cuenta de la ausencia de telescopios, al comprobar que a menudo los datos astronómicos más antiguos son los más exactos? Por ejemplo, en lo que atañe a la Vía Láctea, estaba constituida, según Tales y Anaxímenes, por estrellas, cada una de las cuales era un mundo compuesto de un sol y varios planetas, y que estaba situado en un espacio inmenso. Lucrecio conocía la uniformidad de la caída de los cuerpos en el vacío y el concepto de un espacio infinito lleno de infinidad de mundos. Pitágoras, antes de Newton, había enseñado la ley inversa del cuadrado a las distancias. Plutarco, queriendo explicar el peso, busca su origen en una atracción recíproca entre todos los cuerpos y que
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es causa de que la Tierra haga gravitar hacia ella todos los cuerpos terrestres, de la misma manera que el Sol y la Luna hacen gravitar hacia su centro todas las partes que les pertenecen, reteniéndolas por una fuerza de atracción en su esfera particular.
»Galileo y Newton confesaron expresamente lo que debían a la ciencia antigua. De la misma manera, Copérnico, en el prefacio de sus obras dedicadas al Papa Paulo III, escribe textualmente que ha concebido la idea del movimiento de la Tierra leyendo a los antiguos. Por lo demás, la confesión de estos plagios en nada mengua la gloria de Copérnico, de Newton y de Galileo, que pertenecían a esta raza de espíritus superiores cuyo desinterés y generosidad prescinden absolutamente del amor propio de autor y de la originalidad a toda costa, que son otros tantos prejuicios modernos. Mucho más humilde y verdadera nos parece la actitud de la modista de María Antonieta, Mademoiselle Bertin, quien, remozando con mano hábil un viejo sombrero, exclamó: "No hay nada nuevo, salvo lo que se ha olvidado."
»La historia de los inventos, como la de las ciencias, bastaría para demostrar la verdad de esta humorada. "Puede decirse de la mayoría de los descubrimientos -escribe Fournier- lo mismo que de aquella ocasión fugaz que los antiguos convirtieron en la diosa inalcanzable para cuantos la dejaban escapar la primera vez. Si, de primer intento, no se agarra al vuelo la idea que pone sobre la pista la palabra que puede llevar a la solución del problema, el hecho significativo, he aquí un invento perdido o al menos demorado por muchas generaciones. Para que retorne triunfal, es preciso que se produzca el azar de una nueva idea que resucite a la primitiva de su olvido, o bien el plagio feliz de algún inventor de segunda mano; en lo tocante a los inventos, desgraciado el primero que llega, y gloria y provecho al segundo." Estas consideraciones justifican el título de mi conferencia.
»En efecto, pensé que debía de ser posible remplazar en gran parte la casualidad por el determinismo, y los riesgos de los mecanismos espontáneos de la invención por las garantías de una vasta documentación histórica apoyada en comprobaciones experimentales. A tal objeto, propuse la creación de un servicio especializado no en la busca de la prioridad de las patentes, que en todo caso se detiene en el siglo XVIII, sino sencillamente en el estudio tecnológico de los procedimientos antiguos, y que procuraría adaptarlos cuanto fuera posible a las necesidades de la industria contemporánea.
»Si en tiempos pasados hubiese existido un servicio como éste, habría podido señalar, por ejemplo, el interés de un librito, publicado en 1618, que pasó inadvertido y que se titula Historia natural de la fuente que arde cerca de Grenoble. Su autor fue un médico de Tournon, Jean Tardin. Si se hubiese estudiado este documento, habría podido utilizarse el gas del alumbrado desde principios del siglo XVII. En efecto, Jean Tardin, no sólo estudió el gasómetro natural de la fuente, sino que reprodujo en su laboratorio los fenómenos observados. Introdujo hulla en un recipiente cerrado, sometió ésta a una elevada temperatura y consiguió que se produjeran las llamas cuyo origen buscaba. Explica claramente que la materia de este fuego es el betún y que basta con reducirlo a gas para que dé una "exhalación inflamable". Ahora bien, hasta el año VII de la República, no registró el francés Lebón, antes que el inglés Windsor, su "termo-lámpara". Y así, durante casi dos siglos, quedó olvidado, luego, prácticamente perdido, por falta de lectura de los textos antiguos, un descubrimiento cuyas consecuencias industriales y comerciales habrían sido considerables.
»De igual manera, casi cien años antes de las primeras señales ópticas de Claude Chappe, en 1794, una carta de Fenelon, fechada el 26 de noviembre de 1695, y dirigida a Jean Sobieski secretario del rey de Polonia, menciona recientes experimentos, no sólo de telegrafía óptica, sino de telefonía por portavoz.
»En 1636, un autor desconocido, Schwenter, estudia ya, en sus Recreaciones psicomatemáticas, el principio del telégrafo eléctrico y cómo, según sus propios términos, "dos individuos pueden
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comunicar entre sí por medio de la aguja imantada". Pues bien, los experimentos de Oersted sobre las desviaciones de la aguja imantada datan de 1819. También esta vez habían transcurrido casi dos siglos de olvido.
»Citaré rápidamente algunos inventos poco conocidos: la campana de buzo se encuentra en un manuscrito de Romance d'Alexandre, del Gabinete Real de Estampas, de Berlín; la obra está fechada en 1320. Un manuscrito del poema alemán Salman und Morolf, escrito en 1190 (biblioteca de Stuttgart), mostraba el dibujo de un buque submarino; se conserva la inscripción: el sumergible era de cuero y podía resistir los temporales. Hallándose un día el inventor rodeado de galeras y a punto de ser capturado, hundió la embarcación y vivió catorce días en el fondo del agua, respirando por medio de un tubo flotante. En una obra escrita por el caballero Ludwig von Hartenstein, alrededor de 1510 se puede ver el dibujo de un traje de buzo; a la altura de los ojos, aparecen dos aberturas obturadas por cristales. En el casco, un largo tubo terminado con una espita permite el acceso del aire exterior. A derecha e izquierda del dibujo figuran los accesorios indispensables para el descenso y la ascensión, a saber: suelas de plomo, y una pértiga con escalones.
»Veamos otro ejemplo de olvido: un escritor desconocido, nacido en 1729 en Montebourg, cerca de Coutances, publicó una obra titulada Giphantie, anagrama de la primera parte el nombre del autor, Tiphaigne de la Roche. Se describe en ella no sólo la fotografía de las imágenes, sino también la de los colores: "La impresión de las imágenes -escribe el autor- es cuestión del primer momento en que la tela las recibe. Ésta se saca inmediatamente y se coloca en un lugar oscuro. Una hora después, el baño se ha secado y ya tenéis un cuadro tanto más precioso cuanto que ningún arte pueda imitar mejor la verdad." El autor añade: "Primeramente estudiaremos la naturaleza del cuerpo viscoso que intercepta y guarda los rayos; en segundo lugar, las dificultades de su preparación y empleo, y en tercero, el juego de la luz y de esta materia desecada." Ahora bien, es sabido que el descubrimiento de Daguerre fue anunciado a la Academia de Ciencias por Arago, un siglo más tarde, el 7 de enero de 1839. Señalemos, además, que las propiedades de ciertos cuerpos metálicos capaces de fijar las imágenes están consignadas en un tratado de Fabricius: De rebus metallicis, aparecido en 1566.
»Otro ejemplo: la vacuna, descrita desde tiempo inmemorial en uno de los Vedas, el Sactaya Grantham. Este texto fue citado por Moreau de Jonet el 16 de octubre de 1826, en la Academia de Ciencias, en su Memoria sobre la viruela: "Untad con el fluido de las pústulas la punta de una lanceta, introducidla en el brazo mezclando el fluido con la sangre, y se producirá fiebre; entonces esta enfermedad será muy leve y no inspirará ningún temor." Sigue la descripción exacta de todos los síntomas.
» ¿Y los anestésicos? Se habría podido consultar a este respecto una obra de Denis Papin, escrita en 1681 y titulada: Le traite des opérations sans douleur, o resucitar los antiguos experimentos de los chinos con el extracto de cáñamo índico, o incluso utilizar el vino de mandrágora, muy conocido en la Edad Media, completamente olvidado en el siglo XVII, y cuyos efectos estudió el doctor Auriol, médico de Toulouse, en 1823. Nadie ha soñado siquiera en verificar los resultados obtenidos.
» ¿Y la penicilina? En este caso, podemos citar ante todo un conocimiento empírico, a saber, las compresas de queso de Roquefort, empleadas en la Edad Media; pero podemos observar a este respecto algo todavía más singular. Ernst Duchesne, alumno de la Escuela de Sanidad militar de Lyon, presentó el 17 de diciembre de 1897 una tesis titulada: Contribución al estudio de la oposición vital entre los microorganismos: antagonismo entre el moho y los microbios. En esta obra se registran experimentos que ponen de manifiesto la acción del penicitium glaucum sobre las bacterias. Pues bien, esta tesis pasó inadvertida. Insisto en este ejemplo de olvido evidente en una época muy próxima a la nuestra, en pleno florecimiento de la bacteriología.
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» ¿Se quieren más ejemplos? Son innumerables y habría que dedicar una conferencia a cada uno. Citaré como más destacado el del oxígeno, cuyos efectos fueron estudiados en el siglo XV por un alquimista llamado Eck de Sulsback, como observó Chevreul en el Journal des Savants, de octubre de 1849; por lo demás, Teofrasto decía ya que la llama era alimentada por un cuerpo aeriforme, opinión que era también mantenida por san Clemente de Alejandría.
»No citaré ninguna de las anticipaciones extraordinarias de Roger Bacon, Cyrano de Bergerac y otros, pues es demasiado fácil atribuirlas sólo a la imaginación. Prefiero mantenerme en el terreno sólido de los hechos comprobables. A propósito del automóvil (y excusándome por insistir en un tema que muchos de vosotros conocéis mejor que yo), señalaré que, en el siglo XVII, un tal Jean Hautch, de Nuremberg, construyó "carruajes con resorte". En 1645, se ensayó un vehículo de esta clase en el recinto del Temple, y tengo entendido que la sociedad comercial fundada para explotar el invento no pudo llegar a actuar. Tal vez se le presentaron obstáculos comparables a los que tuvo que sufrir la primera "Sociedad de Transportes Parisienses", cuya iniciativa, recuerdo, se debió a Pascal, quien la hizo patrocinar por el nombre y la fortuna de un amigo suyo, el duque de Roanué.
«Incluso en descubrimientos más importantes, desconocemos la influencia de los datos proporcionados por los antiguos. Cristóbal Colón confesó sinceramente todo lo que debía a los sabios, a los filósofos y a los poetas de la antigüedad. Se ignora generalmente que Colón copió dos veces el coro del segundo acto de Medea, tragedia de Séneca, en la que el autor hablaba de un mundo cuyo descubrimiento estaba reservado a los siglos futuros. Se puede consultar esta copia en el manuscrito de Las profecías, que se encuentra en la biblioteca de Sevilla. Colón recordó también, y a menudo, la afirmación de Aristóteles en su tratado De Cáelo a propósito de la esfericidad de la Tierra.
» ¿Acaso no tenía razón Joubert al observar que nada hace a los espíritus tan imprudentes y tan vanos como la ignorancia del tiempo pasado y el desprecio de los libros antiguos? Según escribía admirablemente Rivarol, todo Estado es un barco misterioso anclado en el cielo, se podría decir, a propósito del tiempo, que el barco del porvenir está anclado en el cielo del pasado. Sólo el olvido nos amenaza con los peores naufragios.
»Éste parece alcanzar sus límites con la historia increíble, si no fuese verdadera, de las minas de California. En junio de 1848, Marshall descubrió por primera vez pepitas de oro en la orilla de un curso de agua junto al cual vigilaba la construcción de un molino. Ahora bien, Hernán Cortés había pasado antes por allí, buscando, en California, a los mexicanos que se decían detentadores de tesoros considerables; Cortés revolvió el país, hurgó en todas las chozas, sin pensar siquiera en recoger un poco de arena; durante tres siglos, las bandas españolas y las misiones de la Compañía de Jesús pisotearon las arenas auríferas, buscando siempre más lejos su Eldorado. Sin embargo, en 1737, más de cien años antes del descubrimiento de Marshall, los lectores de la Gaceta de Holanda habrían podido saber que las minas de oro y de plata de Sonora eran explotables, pues su periódico daba su situación exacta. Es más, en 1767, se podía comprar en París un libro titulado Histoire naturelle et civile de la Californie, donde el autor, Buriell, describía las minas de oro y citaba el testimonio de los navegantes sobre las pepitas. Nadie prestó atención a aquel artículo, ni a esta obra, ni a estos hechos que, un siglo más tarde, provocaron la "carrera del oro". Pero, ¿hay alguien que aún lea los relatos de los antiguos viajeros árabes? Sin embargo, se encontrarían en ellos indicaciones preciosas para la prospección minera.
»El olvido, en realidad, lo abarca todo. Largas investigaciones, comprobaciones precisas, me han dado la convicción de que Europa y Francia poseen tesoros que no explotan en absoluto: a saber, los documentos antiguos de nuestras grandes bibliotecas. Ahora bien, toda técnica industrial debe elaborarse partiendo de tres dimensiones: la experiencia, la ciencia y la Historia. Eliminar o despreciar esta última es dar prueba de orgullo y de ingenuidad. Es también preferir el riesgo de
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encontrar lo que aún no existe a intentar adaptar razonablemente lo que es a lo que se desea obtener. Antes de lanzarse a costosas inversiones el industrial debe estar en posesión de todos los elementos tecnológicos del problema. Está claro que no basta en absoluto la sola investigación de la anterioridad de las patentes para poner a punto una técnica en un momento dado de la Historia. En efecto, las industrias son mucho más antiguas que las ciencias; deben estar, pues, perfectamente informadas de la historia de sus procedimientos, de los que a menudo están menos enteradas de lo que imaginan.
»Los antiguos, con técnicas muy simples, obtenían resultados que podemos reproducir, pero que, a menudo, nos costaría mucho trabajo explicar, a pesar del gran arsenal teórico de que disponemos. Esta sencillez era el don por excelencia de la ciencia antigua.
»Sí, me diréis, pero ¿y la energía nuclear? Responderé a esta objeción con una cita que debería hacernos reflexionar un poco. En un libro muy raro, casi desconocido incluso para muchos especialistas, aparecido hace más de ochenta años y titulado Les Atlantes, un autor que se ocultó prudentemente tras el seudónimo de Roisel expuso los resultados de cincuenta y seis años de investigaciones y trabajos sobre la ciencia antigua. Pues bien, al exponer los conocimientos científicos que atribuye a los atlantes, Roisel escribe estas líneas extraordinarias en su época: Consecuencia de esta actividad incesante fue, en efecto, la aparición de la materia, de este otro equilibrio cuya ruptura determinaría igualmente poderosos fenómenos cósmicos. Si por una causa desconocida se desintegrase nuestro sistema solar, sus átomos constituyentes, convertidos inmediatamente en activos por la independencia, brillarían en el espacio con una luz inefable, que anunciaría a lo lejos una vasta destrucción y la esperanza de un mundo nuevo. Me parece que este último ejemplo basta para hacer comprender toda la profundidad de la frase de Mademoiselle Bertin: No hay nada nuevo, salvo lo que se ha olvidado.
»Veamos ahora qué interés práctico tiene para la industria un sondeo sistemático del pasado. Cuando proclamo que hay que prestar el más vivo interés a los trabajos antiguos, no se trata en absoluto de realizar una labor de erudición. Sólo es preciso, en función de un problema concreto planteado por la industria, rebuscar en los documentos científicos y técnicos antiguos,
si existen o bien hechos significativos desatendidos, o bien procedimientos olvidados, pero dignos de interés y que tengan relación directa con la cuestión planteada.
»Las materias plásticas, cuya invención nos parece tan reciente, podrían haber sido descubiertas mucho antes si alguien se hubiese preocupado de reanudar ciertos experimentos del químico Berzelius.
»En lo que atañe a la metalurgia, señalaré un hecho bastante importante. Al principio de mis investigaciones sobre ciertos procedimientos químicos de los antiguos, me había sorprendido bastante no poder reproducir en el laboratorio experimentos metalúrgicos que, no obstante, creía que estaban descritos con mucha claridad. En vano trataba de comprender las razones del fracaso, pues había observado las indicaciones y las proporciones dadas. Al reflexionar, advertí que, a pesar de todo, había cometido un error. Había utilizado fundentes químicamente puros, mientras que los antiguos se servían de fundentes impuros, es decir, de sales obtenidas a base de productos naturales y capaces, por consiguiente, de provocar acciones catalíticas. Y, en efecto, la experiencia confirmó este punto de vista. Los especialistas comprenderán cuán importantes perspectivas abren estas observaciones. Podrían realizarse grandes economías de combustible y de energía adaptando a la metalurgia ciertos procedimientos antiguos que, casi todos, se apoyan en la acción de catalizadores. Sobre este punto, mis experimentos han sido confirmados tanto por los trabajos del doctor Ménétrier sobre la acción catalítica de los oligoelementos, como por la investigación del alemán Mittash sobre las catálisis en la química de los antiguos. Por vías distintas, se han obtenido resultados convergentes. Esta convergencia parece demostrar que ha llegado el tiempo, en 48
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tecnología, de tener en cuenta la importancia fundamental de la noción de cualidad y de su papel en la producción de todos los fenómenos cuantitativos observables.
»Los antiguos conocían procedimientos metalúrgicos que parecen olvidados, por ejemplo, el temple del cobre en ciertos baños orgánicos. Así obtenían instrumentos extraordinariamente duros y penetrantes. No eran menos hábiles en fundir este metal, incluso en el estado de óxido. Sólo voy a dar un ejemplo. Un amigo mío, especialista en prospección minera, se encontraba al noroeste de Agadés, en pleno Sahara. Allí descubrió minerales de cobre que presentaban señales de fusión y fondos de crisol que aún contenían metal. Ahora bien, no se trataba de un sulfuro, sino de un óxido, es decir, un cuerpo que, para la industria actual, plantea problemas de reducción imposibles de resolver con una simple fogata de nómada.
»En el campo de las aleaciones, uno de los más importantes de la industria actual, existen muchos hechos significativos que no escaparon a los antiguos. No solamente conocían los medios de producir directamente, partiendo de minerales complejos, aleaciones de propiedades singulares, procedimientos a los que diré de paso que la industria soviética dedica actualmente un vivo interés, sino que, además, utilizaban aleaciones especiales, como el eléctrum, que jamás hemos sentido la curiosidad de estudiar en serio, aunque conozcamos las fórmulas de fabricación.
»Apenas insistiré en las perspectivas del campo médico y farmacéutico, casi inexplorado y abierto a tantas investigaciones. Señalaré únicamente la importancia del tratamiento de las quemaduras, cuestión tanto más grave cuanto que los accidentes de automóvil y de aviación la plantean prácticamente a cada minuto. Sin embargo, la Edad Media, devastada sin cesar por los incendios, descubrió los mejores remedios contra las quemaduras, habiendo sido completamente olvidadas sus recetas. A este respecto, conviene saber que ciertos productos de la antigua farmacopea, no solamente calmaban los dolores, sino que permitían evitar las cicatrices y regenerar las células.
»En cuanto a los colorantes y barnices, sería superfluo recordar la alta calidad de los materiales elaborados según los procedimientos de los antiguos. Los colores admirables utilizados por los pintores de la Edad Media no se han perdido como se cree generalmente; conozco al menos un manuscrito en Francia que da su composición. Nadie ha soñado jamás en adaptar y comprobar estos procedimientos. Sin embargo, los pintores modernos, si vivieran dentro de un siglo, no reconocerían sus telas, porque los colores utilizados actualmente no van a durar mucho. Según parece, los amarillos de Van Gogh han perdido ya la extraordinaria luminosidad que los caracterizaba.
» ¿Se trata de minas? Indicaré a este respecto un estrecho enlace entre la investigación médica y la prospección minera. Las aplicaciones terapéuticas de las plantas, lo que hoy se llama fitoterapia, tiene, en efecto, relación con una ciencia nueva, la biogeoquímica. Esta disciplina tiene por objeto descubrir las anomalías positivas referentes a las huellas de metales en las plantas y que indican la proximidad de yacimientos minerales. De este modo se pueden determinar las afinidades particulares de ciertas plantas con respecto a ciertos metales, y estos datos pueden utilizarse tanto para la prospección minera como en el campo de la acción terapéutica. Aquí tenemos otro ejemplo característico de un hecho que me parece el más importante de la historia actual de la técnica, a saber, la convergencia de las diversas disciplinas científicas, lo que implica la necesidad de constante síntesis.
»Citemos aún algunas otras direcciones de las investigaciones y aplicaciones industriales: los abonos, enorme campo en el que los químicos antiguos lograron resultados generalmente ignorados. Pienso especialmente en lo que llamaban "la esencia de fecundidad", producto compuesto de ciertas sales mezcladas con estiércol cocido o destilado.
»La cristalería antigua, extensa materia todavía mal conocida; los romanos utilizaban ya pisos de vidrio: el estudio de los antiguos procedimientos de los vidrieros podría aportar una ayuda preciosa
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a la solución de problemas ultramodernos, como, por ejemplo, la dispersión de tierras raras y paladio en el vidrio, lo cual permitiría obtener tubos fluorescentes de luz negra.
»En cuanto a la industria textil, a despecho del triunfo de los plásticos, o más bien por razón de este mismo triunfo, debería orientarse hacia la producción, para el comercio de lujo, de tejidos de gran calidad, que podrían teñirse por ejemplo según las normas antiguas, o incluso intentar la fabricación de aquella tela singular conocida con el nombre de pilema. Se trataba de tejidos de lino o de lana tratados con ciertos ácidos y que resistían por igual al tajo del hierro y a la acción del fuego. Diré de paso que los galos conocían este procedimiento, que utilizaban para la fabricación de corazas.
»La ebanistería, dado el precio aún muy elevado de los revestimientos de plástico, podría encontrar soluciones ventajosas adoptando procedimientos antiguos que aumentaban considerablemente, por medio de una especie de baño, la resistencia de la madera a los diversos agentes físicos y químicos. A las empresas de obras públicas podría interesarles reanudar el estudio de cementos especiales cuyas fórmulas constan en tratados de los siglos XV y XVI y que presentan cualidades muy superiores a las del cemento moderno.
»La industria soviética ha utilizado recientemente, en la fabricación de útiles cortantes, una cerámica mucho más dura que los metales. Este endurecimiento podría estudiarse también a la luz de los antiguos procedimientos de temple.
»En fin, sin querer insistir en este problema, indicaré una orientación de las investigaciones físicas que podría tener importantes consecuencias. Me refiero a trabajos concernientes a la energía magnética terrestre. Hay, en este sentido, observaciones muy antiguas que jamás han sido seriamente comprobadas, a pesar de su interés indiscutible.
»Trátese, en fin, de experiencias del pasado o de posibilidades del porvenir, creo que el realismo profundo nos enseña a apartarnos del presente. Esta afirmación puede parecer paradójica, pero basta reflexionar un poco para comprender que el presente no es más que un punto de contacto entre la línea del pasado y la del porvenir. Firmemente apoyados en la experiencia atávica, debemos mirar ante nosotros más que a nuestros pies y no prestar atención exagerada al breve intervalo de desequilibrio durante el cual cruzamos el espacio y el tiempo. El movimiento de la marcha nos lo demuestra, y la lucidez de nuestra mirada debe mantener siempre equilibrada la balanza de lo que ha sido y lo que tiene que ser. »
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IV
El Saber y el Poder se ocultan.-Visión de la guerra revolucionaria.-La técnica resucita los conceptos medievales.-Retorno a la edad de los Adeptos.-Un novelista tuvo buen ojo: hay «Centrales de Energía».-De la monarquía a la criptocracia.-La sociedad secreta, futura forma de gobierno.-La propia inteligencia es una sociedad secreta.-Llaman a la puerta.
En un artículo muy extraño, pero que, al parecer, reflejaba la opinión de muchos intelectuales franceses, Jean-Paul Sartre negaba pura y simplemente a la bomba «H» el derecho a la existencia. La existencia, en la teoría de este filósofo, precede a la esencia. Pero se le presenta un fenómeno cuya esencia no le interesa, y niega su existencia. ¡Singular contradicción! «La bomba "H" -escribía Jean-Paul Sartre- está contra la Historia.» ¿Cómo puede estar «contra la Historia» un hecho de civilización? ¿Qué es la Historia? Para Sartre, es el movimiento que debe necesariamente conducir a las masas al poder. ¿Qué es la bomba «H»? Una reserva de poder manejable por algunos hombres. Una sociedad muy restringida de sabios, de técnicos, de políticos, puede decidir la suerte de la Humanidad. Para que la Historia tenga el sentido que le hemos asignado, suprimamos la bomba «H». Igual veríamos al progresismo social exigiendo la detención del progreso. Una sociología nacida en el siglo XIX reclamaba el retorno a su época de origen. Entiéndase bien: nosotros no tratamos de aprobar la fabricación de armas de destrucción, ni de ir contra la sed de justicia que anima lo que hay de más puro en las sociedades humanas. Se trata de examinar las cosas desde un punto de vista diferente.
1° Es cierto que las armas absolutas hacen pesar sobre la Humanidad una amenaza espantosa. Pero mientras estén en pocas manos no serán utilizadas. La sociedad humana moderna sólo sobrevive porque son muy pocos los hombres de quienes depende la decisión.
2° Estas armas absolutas sólo pueden ir desarrollándose. En la búsqueda operacional de vanguardia, el tabique entre el bien y el mal es cada vez más delgado. Todo descubrimiento al nivel de las estructuras esenciales es a la vez positivo y negativo. Por otra parte, las técnicas, al perfeccionarse, no se hacen más pesadas: por el contrario, se simplifican. Se sirven de fuerzas que van acercándose a las elementales. El número de operaciones se reduce; se aligera el equipo. Al final, la llave de las fuerzas universales cabrá en la palma de la mano. Un niño podrá forjarla y manejarla. Cuanto más se avance hacia la simplificación-potencia, tanto más habrá que ocultarla, levantar barreras, para asegurar la continuidad de la vida.
3° Esta ocultación se realiza, por otra parte, sola, al pasar el verdadero poder a manos de los hombres sabios. Éstos tienen un lenguaje y unas formas de pensamiento que les son propias. No es una barrera artificial. El verbo es diferente porque el espíritu se encuentra situado a otro nivel. Los hombres de ciencia han convencido a los poseedores de que poseerían más, a los gobernantes de que gobernarían más, si acudían a ellos. Y rápidamente han conquistado un lugar por encima de la riqueza y del poder. ¿Cómo? En primer lugar, introduciendo en todas partes una complejidad infinita. La idea que quiere ser directriz complica hasta el extremo el sistema que quiere destruir, para llevarle al suyo sin posibilidad de reacción defensiva, de la misma manera que la araña envuelve a su presa. Los hombres llamados «de poder», poseedores y gobernantes, no son más que intermediarios en una época que es a su vez intermediaria.
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4° Mientras las armas absolutas se multiplican, la guerra cambia de rostro. Se desarrolla un combate ininterrumpido en forma de guerrillas, de revoluciones palatinas, de celadas, de quintas columnas, de artículos, de libros y de discursos. La guerra revolucionaria remplaza a la guerra a secas. Este cambio de las formas de la guerra corresponde a un cambio de los fines de la Humanidad. Las guerras se habían hecho para «tener». La guerra revolucionaria se ha hecho para «ser». Antaño, la Humanidad se destrozaba para partirse la tierra y gozar en ella; para que algunos se repartiesen los bienes de la tierra y gozaran de ellos. Ahora, a través del incesante combate que evoca la danza de los insectos que se tientan mutuamente las antenas, todo transcurre como si la Humanidad buscara la unión, la agrupación, la unidad para cambiar la Tierra. El deseo de gozar ha sido sustituido por la voluntad de hacer. Los hombres de ciencia, al perfeccionar también las armas psicológicas, no son extraños a este profundo cambio. La guerra revolucionaria corresponde al nacimiento de un espíritu nuevo: el espíritu obrero, el espíritu de los obreros de la Tierra. En este sentido, la Historia es un movimiento mesiánico de las masas. Este movimiento coincide con la concentración del saber. Ésta es la fase que atravesamos en la aventura de una hominización creciente, de una asunción continua del espíritu.
Volvamos a los hechos aparentes, y entraremos de nuevo en la edad de las sociedades secretas. Cuando remontemos hacia los hechos más importantes, y por ello menos visibles, advertiremos que volvemos también a la edad de los Adeptos. Los Adeptos hacían resplandecer su conocimiento sobre un conjunto de sociedades organizadas para el mantenimiento del secreto de la técnica. No es imposible imaginar un mundo muy próximo construido según este modelo. Fuera de esto, la Historia no se repite. Mejor dicho, si bien pasa por el mismo punto, lo hace Por un sector más alto de la espiral.
Históricamente, la conservación de la técnica fue uno de los objetos de las sociedades secretas. Los sacerdotes egipcios guardaban celosamente las leyes de la geometría plana. Recientes investigaciones han comprobado la existencia en Bagdad de una sociedad que detentaba el secreto de la pila eléctrica y el monopolio de la galvanoplastia... hace dos mil años. En la Edad Media, en Francia, en Alemania y en España, se formaron concejos de técnicos. Vean ustedes la historia de la alquimia. Vean el secreto de la coloración roja del vidrio, mediante la introducción de oro en el momento de la difusión. Vean el secreto del fuego griego, aceite de lino coagulado con gelatina, antepasado del napalm. Pero no todos los secretos de la Edad Media han sido descubiertos: el del vidrio mineral flexible, el del procedimiento sencillo de obtención de la luz fría, etc. De igual manera asistimos ahora a la aparición de grupos de técnicos que guardan los secretos de fabricación, ya se trate de técnicas arte-sanas como la fabricación de armónicas o de bolos de cristal, ya de técnicas industriales como la producción de carburantes sintéticos. En las grandes fábricas atómicas americanas, los físicos llevan insignias que revelan su grado de saber y de responsabilidad. No se puede dirigir la palabra más que al portador de una insignia igual. Existen clubs, y las amistades y los amores surgen en el interior de cada categoría. Así se constituyen medios cerrados en todo semejantes a los concejos de la Edad Media, ya se trate de aviación a reacción, de ciclotrones o de electrónica. En 1956, treinta y cinco estudiantes chinos recién salidos del «Instituto de Tecnología» de Massachusetts quisieron volver a su país. No habían trabajado en problemas militares; sin embargo, se pensó que sabían demasiado. Y se les prohibió el regreso. El Gobierno chino, deseoso de recuperar a los instruidos jóvenes, propuso su intercambio con varios aviadores americanos acusados de espionaje.
La vigilancia de la técnica y de los secretos científicos no puede confiarse a la Policía. Mejor dicho, los especialistas del cuerpo de seguridad se ven obligados a aprender las ciencias y las técnicas que tienen obligación de vigilar. Se enseña a estos especialistas a trabajar en los 52
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laboratorios nucleares, y a los físicos nucleares a velar ellos mismos por su seguridad. De suerte que se va creando una casta más poderosa que los Gobiernos y las policías políticas.
Para completar el cuadro hay que tener en cuenta los grupos de técnicos dispuestos a trabajar para los países que ofrezcan más. Son los nuevos mercenarios. Son las «espadas de alquiler» de nuestra civilización, en la que el condottiero viste bata blanca. El África del Sur, la Argentina y la India son sus mejores campos de acción. En ellos se forjan verdaderos imperios.
Remontémonos a los hechos menos visibles pero más importantes. Veremos en ellos el retorno a la edad de los Adeptos. «Nada en el Universo es capaz de resistir al ardor convergente de un número bastante de inteligencias agrupadas y organizadas», decía confidencialmente Teilhard de Chardin a George Magloire.
Hace más de cincuenta años, John Buchan, que desempeñó en Inglaterra un gran papel político, escribió una novela que era al mismo tiempo un mensaje dirigido a unos cuantos espíritus despiertos. En esta novela, titulada, no por casualidad, La central de energía, el héroe tropieza con un caballero distinguido y discreto, que, en un tono de conversación trivial, le dirige frases bastante desconcertantes:
«-Ciertamente, en la civilización hay numerosas piedras angulares -dije- cuya destrucción acarrearía el derrumbamiento de aquélla. Pero las piedras angulares aguantan bien.
»-No tanto... Piense que la fragilidad de la máquina aumenta cada día. A medida que la vida se complica, el mecanismo se hace más intrincado y, por ello, más vulnerable. Sus llamadas sanciones se multiplican de un modo tan desmesurado, que pierden aisladamente en seguridad. Durante los siglos de oscurantismo, había una sola gran potencia: el temor de Dios y de su Iglesia. Hoy en día, tienen ustedes una multitud de pequeñas divinidades, igualmente delicadas y frágiles, cuya única fuerza proviene de nuestro consentimiento tácito en no discutirlas.
»-Olvida usted una cosa -repliqué-, y es el hecho de que los hombres están, en realidad, de acuerdo en mantener la máquina en marcha. Esto es lo que llamé hace un momento "buena voluntad".
»-Ha puesto usted el dedo en el único punto importante. La civilización es una conjuración. ¿De qué les serviría su policía si cada criminal encontrase asilo al otro lado del estrecho, o sus salas de justicia si otros tribunales no reconocieran sus decisiones? La vida moderna es el pacto no formulado de los poseedores para el mantenimiento de sus pretensiones. Y este pacto será eficaz hasta el día en que se celebre otro para despojarles.
»-No discutamos lo indiscutible -dije-. Pero yo me imaginaba que el interés general obligaba a los espíritus mejores a participar en esto que llama usted conspiración.
»-Lo ignoro -dijo, con lentitud-. ¿Son realmente los espíritus mejores los que actúan a favor del pacto? Vea la conducta del Gobierno. A fin de cuentas, estamos dirigidos por aficionados y personas de segundo orden. Los métodos de nuestras administraciones llevarían a la quiebra a cualquier empresa particular. Los métodos del Parlamento (discúlpeme) avergonzarían a cualquier junta de accionistas. Nuestros dirigentes simulan adquirir el saber por la experiencia, pero están lejos de ponerle el precio que pagaría un hombre de negocios, y, cuando lo adquieren, no tienen el valor de aplicarlo. ¿Cree que tiene algún atractivo, para un hombre genial, el vender su cerebro a nuestros malos gobernantes?
»Y, sin embargo, el saber es la única fuerza..., ahora y siempre. Un pequeño dispositivo mecánico será capaz de hundir flotas enteras. Una nueva combinación química transformará todas las reglas de la guerra. Lo mismo puede decirse del comercio. Bastarán algunas modificaciones ínfimas para poner a Gran Bretaña al nivel de la República del Ecuador, o para dar a China la llave de la riqueza mundial. Y, mientras tanto, no queremos pensar en que estos altibajos sean posibles. Tomamos
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nuestro castillo de naipes por la fortaleza del Universo.
»Jamás he tenido el don de la palabra, pero lo admiro en los demás. Los discursos de este género producen un hechizo malsano, una especie de embriaguez, de la que uno casi se avergüenza. Me sentía interesado, y, más que a medias, seducido.
»-Pero, veamos -le dije-, el primer cuidado de un inventor es publicar su invento. Como aspira a los honores y a la gloria, quiere hacerse pagar su invención. Ésta se convierte en parte integrante del saber mundial, y todo el resto de éste se modifica en consecuencia. Es lo que ha pasado con la electricidad. Llama usted máquina a nuestra civilización, pero ésta es mucho más sutil que una máquina. Posee la facultad de adaptación del organismo viviente.
»-Lo que dice usted sería cierto si el nuevo conocimiento se convirtiese realmente en propiedad de todos. Pero, ¿ocurre así? De vez en cuando leo en las gacetas que un sabio eminente ha hecho un gran descubrimiento. El hombre da cuenta a la Academia de Ciencias, se publican artículos de fondo sobre el invento, y la fotografía de aquél aparece en los periódicos. El peligro no proviene de este hombre. No es más que un engranaje de la máquina, un adherido al pacto. Pero los que cuentan son los hombres que se mantienen fuera de éste, los artistas del descubrimiento que sólo emplearán su ciencia en el momento en que puedan hacerlo con el máximo efecto. Créame, los espíritus más grandes están al margen de la llamada civilización.
«Pareció vacilar un instante, y prosiguió:
»-Habrá personas que le dirán que los submarinos han suprimido ya al acorazado y que la conquista del aire ha anulado el dominio de los mares. Los pesimistas, al menos, así lo afirman. Pero, ¿cree usted que la ciencia ha dicho ya su última palabra con nuestros groseros submarinos y nuestros frágiles aeroplanos?
»-No dudo de que se perfeccionarán -dije-, pero los medios de defensa progresarán paralelamente.
»Movió la cabeza.
»-Es poco probable. De ahora en adelante, el saber que permite realizar los grandes ingenios de destrucción rebasa en mucho a las posibilidades defensivas. Usted ve simplemente las creaciones de la gente de segundo orden que tiene prisa en conquistar la riqueza y la gloria. El verdadero saber, el saber temible, sigue manteniéndose secreto. Pero, créame, amigo mío, existe.
»Se calló un instante, y vi el ligero contorno del humo de su cigarrillo perfilándose en la oscuridad. Después citó varios ejemplos, pausadamente, como si temiera ir demasiado lejos.
»Estos ejemplos fueron para mí la voz de alerta. Eran de diferentes clases: una gran catástrofe, una ruptura súbita entre dos pueblos, una plaga que destruía una cosecha vital, una guerra, una epidemia. No los repetiré. Entonces no creía en ello, y hoy creo todavía menos. Pero eran terriblemente chocantes, expuestos con su voz tranquila, en aquella pieza oscura, en la sombría noche de junio. Si estaba en lo cierto, aquellas calamidades no eran obra de la Naturaleza o de la casualidad, sino más bien el producto de un arte. Las inteligencias anónimas a que se refería, y que realizaban una labor subterránea, revelaban de vez en cuando su fuerza mediante una manifestación catastrófica. Me negaba a creerle, pero, mientras exponía sus ejemplos, mostrando el desarrollo del juego con singular claridad, no pude pronunciar una palabra de protesta.
»AI fin, recobré el habla.
»-Lo que usted describe es el anarquismo. Y, sin embargo, no conduce a ninguna parte. ¿A que móvil obedecerían estas inteligencias?
»Se echó a reír.
»-¿Cómo quiere que yo lo sepa? Yo no soy más que un modesto buscador, y mis investigaciones me proporcionan curiosos documentos. Pero no podría precisarle los motivos. Veo solamente que existen grandes inteligencias antisociales. Digamos que desconfían de la máquina. A menos que no
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sean idealistas empeñados en crear un mundo nuevo, o simplemente artistas que aman por sí mismos a la verdad. Si tuviese que formular una hipótesis, diría que han sido necesarias estas dos últimas clases de individuos para obtener resultados, pues los segundos logran el conocimiento, y los primeros tienen la voluntad de emplearlo.
»Un recuerdo acudió a mi memoria. Estaba en las alturas del Tirol en un prado soleado. Allí me encontraba almorzando, entre campos floridos y al norte de un torrente saltarín, después de haber pasado la mañana escalando las blancas vertientes. Había encontrado en el camino a un alemán, un hombrecillo con aires de profesor, que me hizo el honor de compartir conmigo mis bocadillos. Hablaba con desenvoltura un defectuoso inglés, y era discípulo de Nietzsche y ardiente enemigo del orden establecido.
»-Lo malo es -exclamó- que los reformadores no saben nada, y que los que saben algo son demasiado perezosos para intentar las reformas. Pero llegará un día en que se unirán el saber y la voluntad, y entonces progresará el mundo.
»-Está pintando usted un cuadro terrible -repliqué--. Pero, si estas inteligencias antisociales son tan poderosas, ¿por qué hacen tan poco? Un vulgar agente de policía, amparado por la Máquina, puede muy bien burlarse de la mayoría de las tentativas anarquistas.
»-Exactamente -respondió-, y la civilización saldrá triunfante hasta que sus adversarios aprendan de ella misma la importancia de la Máquina. El pacto debe durar hasta que haya un anticipo. Vea los procedimientos de esta idiotez que ahora llaman nihilismo o anarquía. Algunos vagos analfabetos lanzan un reto al mundo desde el fondo de un tugurio parisiense, y al cabo de ocho días están en la cárcel. En Ginebra, una docena de "intelectuales" rusos exaltados conspiran para derribar a los Romanov, y la Policía de Europa se les echa encima. Todos los Gobiernos y sus poco inteligentes fuerzas policíacas se dan la mano y, en un abrir y cerrar de ojos, ¡adiós conspiradores! Porque la civilización sabe utilizar las energías de que dispone, mientras que las infinitas posibilidades de los no-oficiales se van en humareda. La civilización triunfa porque es una liga mundial; sus enemigos fracasan porque no son más que una capillita. Pero suponga...
»Se calló de nuevo y se levantó del sillón. Acercándose al interruptor, inundó la sala de luz. Deslumbrado, alcé los ojos hacia mi huésped y vi que me sonreía amablemente, con toda la gentileza de un viejo gentleman.
»-Me gustaría oír el final de sus profecías -declaré-. Decía usted...
»-Decía esto: suponga a la anarquía instruida por la civilización y convertida en internacional. ¡Oh, no me refiero a esas bandas de borricos que se titulan con gran alharaca "Unión Internacional de Trabajadores" y otras estupideces por el estilo! Quiero decir que se internacionalice la verdadera sustancia pensante del mundo. Suponga que las mallas del cordón civilizado se encuentren entrelazadas con otras mallas que constituyen una cadena mucho más poderosa. La tierra está rebosante de energías incoherentes y de inteligencia desorganizada. ¿Ha pensado alguna vez en el caso de China? Encierra millones de cerebros pensantes que se ahogan en actividades ilusorias. No tienen dirección, ni energía conductora, de modo que el resultado de sus esfuerzos es igual a cero y el mundo entero se burla de China. Europa le arroja de vez en cuando un préstamo de algunos millones, y ella, en justa correspondencia, se encomienda cínicamente a las oraciones de la cristiandad. Pero suponga usted...
»-Es una perspectiva atroz -exclamé- y, a Dios gracias, no la creo realizable. Destruir por destruir constituye un ideal demasiado estéril para tentar a un nuevo Napoleón, y nada pueden hacer ustedes sin tener uno.
»-No sería en absoluto destrucción -replicó suavemente-. Llamemos iconoclastia a esta abolición de las fórmulas que siempre ha unido a una multitud de idealistas. Y no hace falta un Napoleón para realizarla. Sólo se necesita una dirección que podría venir de hombres mucho menos dotados que
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Napoleón. En una palabra, bastaría con una Central de Energía para inaugurar la era de los milagros.»
Si se piensa que Buchan escribía estas líneas alrededor de 1910, y si pensamos en los trastornos sufridos por el mundo después de aquella época y en los movimientos que arrastran en la actualidad a China, el África y a la India, podemos preguntarnos si no habrán entrado efectivamente en acción una o muchas «Centrales de Energía». Esta visión sólo parecerá novelesca a los observadores superficiales, es decir, a los historiadores llevados por el vértigo de «la explicación de los hechos», lo cual no es, en definitiva, más que una manera de escoger entre los hechos. En otra parte de esta obra describiremos una central de energía que ha fracasado, pero después de sumir al mundo en fuego y sangre: la central fascista. Tampoco se puede dudar de la existencia de una central de energía comunista, ni de su prodigiosa eficiencia. «Nada en el Universo podría resistir el ardor convergente de un número bastante de inteligencias agrupadas y organizadas.» Repito esta cita: su verdad resplandece aquí.
Tenemos de las sociedades secretas una idea de colegial. Vemos de una manera fútil los hechos singulares. Para comprender el mundo venidero, tendríamos que escarbar, refrescar, vigorizar la idea de sociedad secreta, por el estudio más profundo del pasado y por el descubrimiento de un punto de vista desde el cual pueda observarse el movimiento de la Historia en que nos vemos metidos.
Es posible, es probable, que la sociedad secreta sea la futura forma de gobierno en el mundo nuevo del espíritu obrero. Consideren rápidamente la evolución de las cosas. Las monarquías alegaban un poder de origen sobrenatural. El rey, los señores, los ministros, los responsables hacen cuanto pueden por salirse de lo natural, para causar asombro con su indumento, con sus palacios, con sus maneras. Lo hacen todo para ser bien visibles. Despliegan el mayor fasto posible. Y siempre están presentes. Infinitamente abordables e infinitamente distintos. «¡Alistaos bajo mi estandarte blanco!» A veces, en verano, Enrique IV se baña desnudo en el Sena, en el corazón de París. Luis XIV es un sol, pero cualquiera puede entrar en cualquier momento en su palacio y asistir a sus comidas. Siempre bajo el fuego de las miradas, semidioses cargados de oro y de plumas, siempre llamando la atención, a un tiempo «aislados» y públicos. A partir de la Revolución, el poder proclama ideas abstractas y el Gobierno se oculta. Los responsables quieren hacerse pasar por hombres «como los demás» y al mismo tiempo guardan las distancias. Tanto en el plano personal como en el de los hechos, se hace difícil definir con exactitud el Gobierno. Las democracias modernas se prestan a mil interpretaciones «esotéricas». Hay pensadores que aseguran que América obedece únicamente a algunos jefes de la industria, Inglaterra a los banqueros de la City, Francia a los francmasones, etc. Con los Gobiernos surgidos de la guerra revolucionaria, el poder se oculta casi completamente. Los testigos de la revolución china, de la guerra de Indochina y de la guerra de Argelia, los especialistas del mundo soviético, todos se sienten impresionados por la inmersión del poder en los misterios de la masa, por el secreto que envuelve a las responsabilidades, por la imposibilidad de saber «quién es quién» y «quién decide qué». Entra en acción una verdadera criptocracia. Aquí no tenemos tiempo de analizar este fenómeno, pero podría escribirse una obra sobre el advenimiento de lo que llamamos criptocracia. En una novela de Jean Lartéguy, que fue actor de la revolución en Azerbayán, de la guerra de Palestina y de la guerra de Corea, un capitán francés cae prisionero después de la derrota de Dien-Bien-Fu:
«Glatigny volvió a encontrarse en un refugio en forma de túnel, largo y estrecho. Estaba sentado en el suelo, con la espalda desnuda apoyada en la tierra. Ante él, un nha-qué en cuclillas, fuma un tabaco infecto, liado en un viejo papel de periódico.
»El nha-qué va descubierto. Lleva uniforme caqui sin insignias. Está descalzo y los dedos de sus
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pies se abren voluptuosamente en el barro tibio del refugio. Entre dos chupadas, pronuncia algunas palabras, y un bo-doi de movimientos ágiles y ondulantes se inclina sobre Glatigny:
»-El jefe del batallón pregunta a usted dónde estar comandante francés que mandar punto apoyo.
»Glatigny tiene un reflejo de militar tradicional: no puede comprender que este nha-qué acurrucado y que fuma un tabaco apestoso mandase como él un batallón, tuviese el mismo grado y las mismas responsabilidades que él... Es, pues, uno de los responsables de la División 308, la mejor instruida de todo el Ejército Popular; y este campesino salido de su arrozal le ha derrotado a él, a Glatigny, descendiente de una de las grandes dinastías militares de Occidente...»
Paul Mouset, periodista célebre, corresponsal de guerra en Indochina y en Argelia, me decía: «Siempre he tenido la impresión de que el boy o el pequeño tendero eran, acaso, los grandes responsables... El mundo nuevo disfraza a sus jefes, como esos insectos que se confunden con las ramas, con las hojas...»
Después de la muerte de Stalin, los expertos políticos no logran ponerse de acuerdo sobre la identidad del verdadero gobernante de la URSS. En el momento en que estos expertos nos aseguran al fin que es Beria, nos enteramos de que éste acaba de ser ejecutado. Nadie podría designar por sus nombres a los dueños de un país que domina mil millones de hombres y la mitad de las tierras habitables del Globo...
La amenaza de guerra sirve para revelar la forma real de los Gobiernos. En junio de 1955, América había previsto una «operación de alerta», en el curso de la cual el Gobierno salía de Washington para ir a trabajar a «algún lugar de los Estados Unidos». En el caso de que este refugio fuese destruido, se había previsto un procedimiento según el cual el Gobierno transfería sus poderes a un Gobierno fantasma (la expresión literal es «Gobierno de sombras») designado desde ahora y para entonces. Este Gobierno lleva consigo senadores, diputados y expertos cuyos nombres no pueden ser divulgados. De esta forma se anunció oficialmente el paso a la criptocracia, en uno de los países más poderosos del planeta.
En caso de guerra, sin duda veríamos los Gobiernos aparentes remplazados por estos «Gobiernos de sombras», instalados tal vez en las cavernas de Virginia, el de los Estados Unidos, y en una estación flotante del Ártico, el de la URSS. Y a partir de este momento, sería delito de alta traición revelar la identidad de los responsables. Armadas de cerebros electrónicos para reducir al mínimo el personal administrativo, las sociedades secretas organizarían el gigantesco combate de los dos bloques de la Humanidad. Ni siquiera se excluye la posibilidad de que estos Gobiernos se alojaran fuera de nuestro mundo, en los satélites artificiales que giran alrededor de la Tierra.
No hacemos filosofía-ficción ni historia-ficción. Hacemos realismo fantástico. Nos mostramos escépticos en muchos de los puntos en que menos lo son los espíritus que pasan por «razonables». No buscamos en modo alguno orientar la atención hacia un vano ocultismo, hacia una interpretación mágico-delirante de los hechos. No proponemos ninguna religión. Creemos en la inteligencia. Pensamos que, llegada a un cierto nivel, la inteligencia misma es una sociedad secreta. Opinamos que su poder será ilimitado cuando se desarrolle por entero, como un roble en campo libre, en vez de hallarse encogida como en una maceta.
Conviene, pues, considerar de nuevo la idea de sociedad secreta, en función de las perspectivas que acabamos de descubrir y de otras, más extrañas aún, que pronto se manifestarán a nuestros ojos. Aquí, como en otros lugares, sólo hemos podido esbozar el trabajo para la investigación y la reflexión. Sabemos perfectamente que nos exponemos a que nuestra visión de las cosas parezca una locura: y es que decimos rápida y brutalmente lo que tenemos que decir, como quien llama a la puerta de un hombre que duerme cuando el tiempo apremia.
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LA ALQUIMIA COMO EJEMPLO
I
Un alquimista en el «Café Procope», en 1953.-Conversación acerca de Gurdjieff.-Un hombre que afirma saber que la piedra filosofal es una realidad.-Bergier me lleva a toda velocidad por un extraño atajo.-Lo que veo me libera del estúpido desprecio del progreso.-Nuestra opinión sobre la alquimia: ni revelación, ni avance a tientas.-Breve meditación sobre la espiral y la esperanza.
En marzo de 1953 conocí por primera vez a un alquimista. La cosa ocurrió en el «Café Procope», que experimentó en aquella época una breve resurrección. Cuando yo estaba escribiendo mi libro sobre Gurdjieff, un gran poeta preparó aquella entrevista; después volví a ver a menudo a aquel hombre singular, sin penetrar, empero, sus secretos.
Yo tenía ideas primitivas, extraídas de las nociones populares, sobre la alquimia y los alquimistas, y estaba lejos de saber que éstos aún existían. El hombre que se sentaba frente a mí. en la mesa de Voltaire, era joven y elegante. Tenía una sólida construcción clásica, seguida de estudios de química. En aquel entonces, se ganaba la vida en el comercio y frecuentaba a muchos artistas, así como a algunas gentes de mundo.
No llevo ningún Diario íntimo, pero, en ciertas ocasiones importantes, suelo anotar mis observaciones o mis sentimientos. Aquella noche, al volver a casa, escribí lo que sigue:
«¿Qué edad puede tener? Él me ha dicho treinta y cinco años. No lo entiendo. Cabello blanco, rizoso, partido sobre el cráneo como una peluca. Numerosas y profundas arrugas bajo un cutis rosado y en un semblante lleno. Pocos ademanes; lentos, mesurados, hábiles. Sonrisa tranquila y aguda. Ojos risueños, pero que ríen para sí. Todo revela una edad diferente. En su conversación, ni un quiebro, ni una desviación, ni un fallo en la presencia de espíritu. Este semblante afable y fuera del tiempo tiene algo de esfinge. Incomprensible. Y no es sólo una impresión mía. A. B., que, desde hace semanas, le ve casi todos los días, me dice que jamás, ni un segundo, le ha sorprendido en una sola falta de "objetividad superior".
»Lo que le hace condenar a Gurdjieff:
»1° Quien siente la necesidad de enseñar no vive enteramente su doctrina y no ha llegado a la cima de la iniciación.
»2° En la escuela de Gurdjieff no hay mediación material entre el alumno a quien se ha persuadido de su nada y la energía que debe llegar a poseer para pasar al ser real. Esta energía -esta "voluntad de la voluntad", dice Gurdjieff- debe encontrarla el alumno en sí mismo, y sólo en sí mismo. Ahora bien, este paso es parcialmente falso y sólo puede conducir a la desesperación. Esta energía existe fuera del hombre, y se trata de captarla. El católico que comulga: captación espiritual de esta energía. Pero, ¿y los que no tienen fe? Si no se tiene fe, hay que tener fuego: esto es toda la alquimia. Un verdadero fuego. Un fuego material. Todo comienza, todo llega por el contacto de la materia.
»3° Gurdjieff no vivía solo; siempre estaba rodeado de otras personas, como en un falansterio. "Hay un camino en la soledad, hay ríos en el desierto." No hay camino ni ríos en el hombre que se
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mezcla con los otros.
»Le hago preguntas sobre la alquimia que deben de parecerle tontas. Pero no lo demuestra y responde:
»Sólo materia, nada más que contacto con la materia, trabajo con la materia, trabajo manual. Insiste mucho en esto:
»-¿Le gusta la jardinería? Es un buen comienzo, porque la alquimia puede compararse a la jardinería.
»-¿Le gusta la pesca? La alquimia tiene algo de común con la pesca.
»Trabajo de mujeres y juego de niños.
»No se puede enseñar alquimia. Todas las obras literarias que han pasado por los siglos contienen una parte de esta enseñanza. Son el hecho de hombres adultos -verdaderamente adultos- que hablaron a los niños, respetando las leyes del conocimiento adulto. En una gran obra, jamás se nota la falta de "los principios". Pero el conocimiento de estos principios y el camino que lleva a estos principios deben permanecer ocultos. Sin embargo, existe un deber de ayuda mutua para los investigadores del primer grado.
»A eso de la medianoche, le interrogué sobre Fulcanelli19, y él me explica que Fulcanelli no ha muerto:
»-Se puede vivir -me dice- infinitamente más de lo que imagina el hombre que no ha despertado. Y se puede cambiar totalmente de aspecto. Yo lo sé. Mis ojos saben. Sé también que la piedra filosofal es una realidad. Pero se trata de un estado de la materia distinto del que conocemos. Este estado, como todos los otros estados, es susceptible de mediciones. Los medios de trabajo y de medición son sencillos y no requieren aparatos complicados: trabajo de mujeres y juego de niños...
»Y añade:
»-Paciencia, esperanza, trabajo. Y, sea cual fuere el trabajo jamás se trabaja bastante.
»Esperanza: en alquimia, la esperanza se funda en la certeza de que existe un fin. Yo no habría empezado -dice- si no me hubiesen demostrado claramente que este fin existe y que es posible alcanzarlo en esta vida.»
Tal fue mi primer contacto con la alquimia. Si la hubiese abordado por medio de los libros mágicos, creo que mis investigaciones no habrían ido muy lejos: falta de tiempo, falta de afición a la erudición literaria. Y también falta de vocación: esta vocación que invade al alquimista, cuando éste aún no se tiene por tal, en el momento en que abre por primera vez un antiguo tratado. Yo no tengo vocación de hacer, sino de comprender; no de realizar, sino de ver. Pienso, como dice mi viejo amigo André Billy, que «comprender es tan hermoso como cantar», aun en el caso de que la comprensión sea fugaz20. Soy un hombre que tiene prisa, como la mayoría de mis contemporáneos. Tuve el contacto más moderno que cabe tener con la alquimia: una conversación en una tasca de Saint-Germain-des-Prés. Después, mientras intentaba dar un sentido más completo a lo que me había dicho aquel hombre joven, tropecé con Jacques Bergier que no salía lleno de polvo de una buhardilla llena de libros viejos, sino de los lugares en que se concentra la vida del siglo: los laboratorios y las oficinas de información. Bergier buscaba también alguna cosa por las rutas de la alquimia. Y no era para hacer una peregrinación al pasado. El extraordinario hombrecillo, atiborrado de secretos de la energía atómica, había tomado aquel camino como atajo. Volé,
19 Autor de El misterio de las catedrales y de Las Moradas filosofales, Publicadas por Plaza & Janes.
20 En su cárcel de Reading, Osear Wilde descubre que la distracción del espíritu es el crimen fundamental, que la atención extrema revela el acuerdo perfecto entre todos los acontecimientos de una vida, pero, sin duda también, en un plano más vasto, el acuerdo perfecto entre todos los elementos y todos los movimientos de la Creación, la armonía de todas las cosas. Y exclama: «Todo lo que es comprendido está bien.» Es esta la frase más bella que conozco. 59
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agarrado a sus faldones y a una velocidad supersónica, entre los textos venerables concebidos por sabios enamorados de la lentitud, borrachos de paciencia. Bergier tenía la confianza de algunos de los hombres que, todavía hoy, se entregan a la alquimia. Tenía también el oído de los sabios modernos. A su lado, pronto adquirí la certeza de que existe una estrecha relación entre la alquimia tradicional y la ciencia de vanguardia. Vi que la inteligencia tendía un puente entre dos mundos. Avancé por este puente, y vi que aguantaba. Sentí una dicha muy grande y un profundo apaciguamiento. Refugiado desde hacía tiempo en el pensamiento antiprogresista hindú, adepto de Gurdjieff, viendo el mundo de hoy como un principio del Apocalipsis, profundamente desesperanzado y sin esperar más que un triste fin de los tiempos, sin ser lo bastante orgulloso para considerarme hombre aparte, he aquí que veía de pronto cómo el porvenir y el pasado se daban la mano. La metafísica del alquimista, varias veces milenaria, ocultaba una técnica comprensible o casi comprensible, en el siglo XX. Las técnicas horripilantes de hoy se abrían sobre una metafísica casi semejante a la de los tiempos antiguos. ¡Falsa poesía la de mi vacío! El alma inmortal de los hombres lanzaba la misma luz a ambos lados del puente.
Acabé por creer que los hombres, en un pasado muy remoto, habían descubierto los secretos de la energía y de la materia. Y no sólo por la meditación, sino también por la manipulación. No sólo espiritualmente, sino técnicamente. El espíritu moderno, por caminos diferentes, por las rutas, desde hacía tiempo repelentes a mis ojos, de la razón pura, de la irreligiosidad, con medios diferentes y que me habían parecido feos, se aprestaba a su vez a descubrir los mismos secretos. Se interrogaba, se entusiasmaba y se inquietaba a un tiempo. Tendía a lo esencial, igual que el espíritu de la alta tradición.
Vi entonces que la oposición entre la «sabiduría» milenaria y la «locura» contemporánea era una invención de la inteligencia, demasiado débil y demasiado lenta, un producto de compensación para el intelectual incapaz de la fuerte aceleración que su época le exige.
Hay varias maneras de tener acceso el conocimiento esencial. Nuestro tiempo tiene las suyas. Las antiguas civilizaciones tuvieron las propias. Y no me refiero únicamente al conocimiento teórico.
Vi, en fin, que, siendo las técnicas de hoy aparentemente más poderosas que las de ayer, este conocimiento esencial que sin duda tenían los alquimistas (y otros sabios, antes que ellos) llegarían a nosotros aún con mayor fuerza, con mayor peso, con más peligros y con más exigencias. Alcanzamos el mismo punto que los antiguos, pero a diferente altura. Más que condenar al espíritu moderno en nombre de la sabiduría de iniciación de los antiguos, más que negar esta sabiduría declarando que el conocimiento real comienza con nuestra civilización, convendría admirar, convendría venerar la potencia del espíritu que bajo aspectos diferentes, vuelve a pasar por el mismo punto de luz, elevándose en espiral. Antes que condenar, repudiar, escoger, convendría amar. El amor lo es todo: reposo y movimiento a la vez.
Vamos a someterles los resultados de nuestras investigaciones sobre la alquimia. No se trata, desde luego, más que de esbozos. Para aportar a este tema una contribución realmente positiva, necesitaríamos diez o veinte años sin hacer otra cosa, y, posiblemente, facultades que no tenemos. Sin embargo, lo que hemos hecho y la manera de hacerlo dan a este pequeño trabajo un aspecto diferente al de las obras hasta ahora consagradas a la alquimia. Encontrarán en él pocas declaraciones sobre la historia y la filosofía de esta ciencia tradicional, pero sí algunas luces sobre los lazos inesperados entre los sueños de los viejos «filósofos químicos» y de las realidades de la física actual. Mejor será que declaremos en seguida nuestro propósito:
La alquimia, a nuestro entender, podría ser uno de los más importantes residuos de una ciencia, de una técnica y de una filosofía pertenecientes a una civilización desaparecida. Lo que hemos descubierto en la alquimia, a la luz del saber contemporáneo, no nos invita a pensar que una técnica tan sutil, complicada y precisa, puede ser producto de una «revelación divina» caída del cielo. Y no
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es que rechacemos toda idea de revelación. Pero jamás hemos visto, al estudiar los santos y los grandes místicos, que Dios hable a los hombres empleando el lenguaje de la técnica: «Coloca tu crisol bajo la luz polarizada, hijo mío. Limpia las escorias con agua tridestilada.»
Tampoco creemos que la técnica alquimista haya podido desarrollarse a tientas, a base de ínfimos trucos de ignorante o de fantasías de maníaco del crisol, hasta llegar a lo que bien puede llamarse una desintegración atómica. Más bien nos inclinamos a creer que en la alquimia existen restos de una ciencia desaparecida, difíciles de comprender y de utilizar, a falta de texto. Partiendo de estos residuos, forzosamente tuvo que haber tanteo, pero en una dirección determinada. Hubo también abundancia de interpretaciones técnicas, morales, religiosas. Hubo, en fin, para los detentadores de aquellos restos, la imperiosa necesidad de guardar el secreto.
Pensamos que nuestra civilización, al alcanzar un saber que es tal vez el mismo de otra civilización precedente, pero en otras condiciones y con otro estado de espíritu, debería tener el mayor interés en interrogar en serio a la antigüedad para acelerar su propia progresión.
Por último, pensamos esto: el alquimista, al final de su «trabajo» sobre la materia advierte, según la leyenda, que se opera en él mismo una especie de transmutación. Lo que ocurre en su crisol, ocurre también en su conciencia o en su alma. Hay un cambio de estado. Todos los textos tradicionales insisten en ello y evocan el momento en que se cumple la «Gran Obra» y en que el alquimista se convierte en «hombre despierto». Nos parece que estos viejos textos describen de esta manera el término de todo conocimiento real de las leyes de la materia y de la energía, comprendido el conocimiento técnico. Nuestra civilización se precipita hacia la obtención de tal conocimiento. No nos parece absurdo pensar que los hombres están llamados, en un porvenir relativamente próximo, a «cambiar de estado», como el alquimista legendario, a sufrir alguna transmutación. A menos que nuestra civilización no perezca por entero antes de alcanzar el fin, como acaso han desaparecido otras civilizaciones. Pero aun así, en nuestro último segundo de lucidez, no debemos desesperar, sino pensar que, si la aventura del espíritu se repite, es cada vez en un grado más alto de la espiral. Lo único que haríamos sería dejar a otros milenios el trabajo de llevar esta aventura hasta su punto final, hasta el centro inmóvil, y desapareceríamos llenos de esperanza.
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El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
II
Cien mil libros que nadie consulta.-Interesa una expedición científica al país de la alquimia.-Los inventores.-La locura del mercurio.-Lenguaje cifrado.- ¿Hubo otra civilización atómica?-Las pilas del museo de Bagdad.-Newton y los grandes iniciados.-Helveüus y Spinoza ante el oro filosofal.- Alquimia y física moderna.-Una bomba de hidrógeno en un horno de cocina.-Materializar, humanizar, espiritualizar.
Se conocen más de cien mil libros o manuscritos de alquimia. Esta enorme literatura, a la que se han consagrado espíritus de calidad, hombres importantes y honrados, esta enorme literatura que afirma solemnemente su fidelidad a los hechos, a las realidades experimentales, no ha sido jamás explorada científicamente. El pensamiento dominante, católico antaño, racionalista hoy, ha mantenido en torno de estos textos una conspiración de ignorancia y de desprecio. Cien mil libros y manuscritos contienen tal vez algunos de los secretos de la energía y de la materia. Si no es verdad, al menos lo proclaman. Los príncipes, los reyes y las repúblicas han fomentado innumerables expediciones a países lejanos y subvencionado investigaciones científicas de toda clase. Jamás se ha reunido un equipo de criptógrafos, de historiadores, de biólogos y de sabios, físicos, químicos, matemáticos y biólogos, en una biblioteca de alquimia completa, con la misión de ver lo que haya de verdadero y de utilizable en sus viejos tratados. Es algo inconcebible. Que sea posible y duradera tal cerrazón de espíritu, que sociedades humanas tan civilizadas y aparentemente desprovistas de prejuicios como la nuestra, puedan olvidar en su desván cien mil libros y manuscritos con el marbete: «Tesoro», debe ser bastante para convencer a los demás escépticos de que vivimos en el mundo de lo fantástico.
Las raras investigaciones que se hacen sobre la alquimia se deben, o bien a los místicos que buscan en los textos una confirmación de sus actitudes espirituales, o bien a historiadores que no mantienen ningún contacto con la ciencia y la técnica.
Los alquimistas hablan de la necesidad de destilar mil y mil veces el agua que servirá para la preparación del Elixir. Nosotros hemos oído decir a un historiador especializado que tal operación era una locura. Ignoraba todo lo referente al agua pesada y a los métodos empleados para enriquecer el agua simple y convertirla en pesada. Hemos oído afirmar a un erudito que el refinamiento y la purificación indefinidamente repetidas de un metal o de un metaloide no cambian en nada las propiedades de éste, por lo que sólo cabía ver en las recomendaciones de la alquimia un místico aprendizaje de paciencia, un gesto ritual comparable al de desgranar un rosario. Sin embargo, gracias a tal refinamiento, por medio de una técnica descrita por los alquimistas y que hoy llamamos «fusión de la zona», se prepara el germanio y el silicio puros de los transistores. Ahora sabemos, gracias a estos trabajos sobre los transistores, que, al purificar a fondo un metal y al introducir seguidamente en él algunas millonésimas de gramo de impurezas cuidadosamente elegidas, se da al metal tratado propiedades nuevas y revolucionarias. No queremos multiplicar los ejemplos, pero quisiéramos dar a entender hasta qué punto sería deseable un examen verdaderamente metódico de la literatura alquimista. Sería un trabajo ímprobo, que exigiría decenas de años de labor y decenas de investigadores pertenecientes a todas las disciplinas. Ni Bergier ni yo hemos podido siquiera esbozarlo, pero si nuestro libraco mal pergeñado llegase a decidir un día a un mecenas a facilitar los medios de aquel trabajo, pensaríamos que no habíamos perdido nuestro tiempo.
Al estudiar un poco los textos de alquimia, hemos comprobado que éstos son generalmente
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El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
modernos en relación con la época en que fueron escritos, mientras que las obras de ocultismo están atrasadas.
Por otra parte, la alquimia es la única práctica pararreligiosa que ha enriquecido realmente nuestro conocimiento de la realidad.
Alberto el Grande (1193-1280) logró preparar la potasa cáustica. Fue el primero en describir la composición química del cinabrio, de la cerusa y del minio.
Raimundo Lulio (1235-1315) preparó el bicarbonato potásico.
Teofrasto Paracelso (1493-1541) fue el primero en describir el cinc, hasta entonces desconocido. Introdujo igualmente el uso de compuestos químicos en la medicina.
Giambattista della Porta (1541-1615) preparó el óxido de estaño.
Jean-Baptiste van Helmont (1577-1644) afirmó la existencia de los gases.
Basilio Valentín (cuya verdadera identidad nadie averiguó jamás) descubrió en el siglo XVII el ácido sulfúrico y el ácido clorhídrico.
Johann Rudolf Glauber (1604-1668) encontró el sulfato de sodio.
Brandt (fallecido en 1692) descubrió el fósforo.
Johann Friedrich Boetticher (1682-1719) fue el primer europeo que hizo porcelana.
Blaise Vigenère (1523-1596) descubrió el ácido benzoico.
Éstos son algunos de los trabajos de alquimia que enriquecen a la Humanidad en el momento en que la química progresa21. A medida que se desarrollan otras ciencias, la alquimia parece seguir y a menudo precede al progreso. Le Bretón, en su Clefs de la Philosophie Spagyrique, en 1722, habla del magnetismo en términos más que inteligentes y frecuentemente anticipa descubrimientos modernos. El padre Castel, en 1728, en el momento en que empiezan a difundirse las ideas sobre la gravitación, habla de ésta y de sus relaciones con la luz con palabras que, dos siglos más tarde, parecerán eco del pensamiento de Einstein:
«He dicho que si se suprimiese el peso del mundo, se suprimiría al mismo tiempo la luz. Por lo demás, la luz y el sonido, y todas las demás cualidades sensibles son una continuación y como un resultado de la mecánica y, en consecuencia, del peso de los cuerpos naturales, que son más o menos luminosos o sonoros, según tengan más peso e impulso.»
En los tratados modernos de alquimia, se mencionan a menudo, y antes que en las obras universitarias, los últimos descubrimientos de la física nuclear, y es probable que los tratados de mañana mencionarán las teorías físicas y matemáticas más abstractas que existan.
Hay una distinción clara entre la alquimia y las falsas ciencias como la radiestesia, que introduce las ondas o los rayos en sus publicaciones cuando la ciencia ya los ha descubierto. Todo parece invitarnos a pensar que la alquimia es capaz de aportar una contribución importante a los conocimientos y a las técnicas del porvenir fundados en la estructura de la materia.
Hemos comprobado también, en la literatura alquimista, la existencia de un número impresionante de textos que son pura locura. A veces se ha querido explicar este delirio por medio del psicoanálisis (Jung: Psicología y alquimia, o Herbert Silberer: Problemas del misticismo). Más a menudo, y toda vez que la alquimia contiene una doctrina metafísica y presupone una actitud mística, los historiadores, los curiosos y sobre todo los ocultistas se han encarnizado interpretando aquellas actitudes dementes en el sentido de la revelación sobrenatural, del vaticinio inspirado. Nos ha parecido razonable tener, al lado de los textos técnicos y sabios, a los textos dementes por textos dementes. Nos ha parecido también que esta demencia del adepto experimentador podía tener una explicación material, sencilla y satisfactoria. Los alquimistas utilizaban con frecuencia el mercurio.
21 Cf. Le Miroir de la Magie, por Kurt Seligmann. Éditions Fasquelle. París. Traducción española, Historia de las magias, Enciclopedia Horizonte, número 15. Plaza & Janes. Barcelona, 1971. 63
El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
Su vapor es tóxico; y el envenenamiento crónico provoca el delirio. Teóricamente, los recipientes empleados se cerraban herméticamente, pero es posible que no todos los adeptos poseyeran el secreto de aquel cierre y que la locura atacase a más de un «filósofo químico».
En fin, nos ha chocado el aspecto de criptograma de la literatura alquimista. Blaise Vigenère, al cual hemos citado hace un momento, inventó los códigos perfeccionados y los métodos de cifra más ingeniosos. Sus inventos en esta materia se utilizan todavía en la actualidad. Ahora bien, es probable que Blaise Vientre aprendiera esta ciencia al tratar de interpretar los textos de alquimia. Convendría, pues, añadir a los equipos de investigadores que quisiéramos ver reunidos, a algunos especialistas de criptografía.
«Con el fin de dar un ejemplo más claro -escribe René Alleau22-, tomaremos el juego del ajedrez, del que todo el mundo conoce la relativa sencillez de sus reglas y sus elementos, así como la infinita variedad de sus combinaciones. Si suponemos que el conjunto de tratados acromáticos de la alquimia se nos presenta como otras tantas partidas anotadas en un lenguaje convencional, tendremos que admitir, ante todo, honradamente, que ignoramos por igual las reglas del juego y la clave utilizada. En otro caso, afirmamos que la indicación criptográfica se compone de signos directamente comprensibles para cualquier individuo, lo cual es precisamente la ilusión inmediata que debe producir un criptograma bien compuesto. Así, la prudencia nos aconseja no dejarnos seducir por la tentación de un sentido claro, y estudiar estos textos como si estuvieran escritos en lengua desconocida.
»Al parecer, estos mensajes van dirigidos únicamente a otros jugadores, a otros alquimistas de los que debemos suponer que ya poseen, por algún medio distinto de la tradición escrita, la clave necesaria para la comprensión del lenguaje.»
Por mucho que nos remontemos en el pasado, encontramos manuscritos de alquimia. Nicolás de Valois, en el siglo XV, deducía de ello que las transmutaciones, que los secretos y la técnica de la liberación de la energía eran conocidos por los hombres antes que la misma escritura. La arquitectura precedió a la escritura. Quizá fue incluso una forma de escritura. Vemos también a la alquimia íntimamente ligada a la arquitectura. Uno de los textos de alquimia más significativos, cuyo autor es el sieur Esprit Gobineau de Montluisant, se titula: Explicaciones muy curiosas de los enigmas y figuras jeroglíficas que se encuentran en la fachada principal de Nôtre-Dame de París. Las obras de Fulcanelli están consagradas al «Misterio de las catedrales» y a la minuciosa descripción de las «Moradas filosofales». Ciertas construcciones medievales dan testimonio de la costumbre inmemorial de transmitir por medio de la arquitectura el mensaje de la alquimia, que se remontaría a edades infinitamente remotas en la Humanidad.
Newton creía en la existencia de una cadena de iniciados que se extendía en el tiempo hasta una remota antigüedad, y que conocía los secretos de las transmutaciones y de la desintegración de la materia. El sabio atomista inglés Da Costa Andrade, en un discurso pronunciado en Cambridge ante sus colegas con ocasión del tricentenario de Newton, en 1946, no vaciló en decir que el descubridor de la gravitación pertenecía tal vez a aquella cadena y no había revelado al mundo más que una pequeña parte de su saber:
«No puedo -dijo23- tener la esperanza de convencer a los escépticos de que Newton poseía dones profetices o de clarividencia especial que le habrían revelado la energía atómica, pero diré sencillamente que las frases que voy a citar rebasan con mucho, en la mente de Newton al hablar de la transmutación alquimista, la inquietud de una conmoción en el comercio mundial a consecuencia
22 Aspects de l'Alchimie Traditionelle. Éditions de Minuit. París.
23 Newton Tercentenary Celebrations. Universidad de Cambridge, 1947. 64
El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
de la síntesis del oro. Vean lo que escribió Newton:
»"Esta manera de impregnar el mercurio fue mantenida en secreto por los que sabían y constituye probablemente la puerta de algo más noble (que la fabricación del oro) que no puede ser comunicado sin que el mundo corra un inmenso peligro, si no mienten los escritos de Hermes."
»Y, más adelante, añade Newton: " Existen otros grandes misterios además de la transmutación de los metales, si los grandes maestros dicen la verdad. Sólo ellos conocen estos secretos."
»AI reflexionar en el sentido profundo de este pasaje, recordad que Newton habla con la misma reticencia y con la misma prudencia al anunciar sus propios descubrimientos en el campo de la óptica.»
¿A qué pasado pertenecerán estos grandes maestros invocados por Newton, y de qué pasado habrían ellos mismos extraído su ciencia?
«Si he subido tan alto -dice Newton- es porque iba en hombros de gigantes.»
Atterbury, contemporáneo de Newton, escribió:
«La modestia nos enseña a hablar con respeto de los antiguos, sobre todo cuando no conocemos a la perfección sus obras. Newton, que se las sabía casi de memoria, tenía por ellos el mayor respeto y los consideraba hombres de profundo genio y de espíritu superior, que habían llevado sus descubrimientos en todos los campos mucho más lejos de lo que hoy nos parece, por lo que resta de sus escritos. Hay más obras antiguas perdidas que conservadas, y tal vez las de nuestros nuevos descubridores no valen lo que las antiguas perdidas.»
Para Fulcanelli, la alquimia sería el lazo con civilizaciones desaparecidas hace milenios e ignoradas por los arqueólogos. Naturalmente, ningún arqueólogo tenido por serio y ningún historiador que goce de igual reputación admitirán la existencia en el pasado de civilizaciones poseedoras de una ciencia y de una técnica superiores a las nuestras. Pero una ciencia y una técnica avanzadas simplifican hasta el extremo los aparatos, y acaso tengamos ante los ojos sus vestigios y no sepamos verlos como tales. Ningún arqueólogo y ningún historiador serio podrán realizar excavaciones capaces de aportar alguna luz al respecto sin una previa e intensa formación científica. Quizá la especialización de las disciplinas, consecuencia necesaria del fabuloso progreso contemporáneo, nos oculte algo fabuloso del pasado.
Sabido es que un ingeniero alemán, encargado de construir las alcantarillas de Bagdad, descubrió entre el revoltillo del museo local, y bajo el vago rótulo de «objetos de culto», pilas eléctricas fabricadas diez siglos antes de Volta, bajo la dinastía de los sasánidas.
Mientras la arqueología sea sólo practicada por los arqueólogos, no sabremos si la «noche de los tiempos» era oscura o luminosa.
«Jean Frédéric Schweitzer, llamado Helvetius, violento adversario de la alquimia, explica que, en la madrugada del 27 de diciembre de 1666, se presentó en su casa un desconocido24. Era un hombre de aspecto honrado y grave, de rostro autoritario, y que vestía una simple capa, como los mennonitas. Habiendo preguntado a Helvetius si creía en la piedra filosofal (a lo cual el famoso doctor respondió negativamente), el desconocido abrió una cajita de marfil que contenía tres pedazos de una sustancia parecida al vidrio o al ópalo. Su propietario declaró que era la famosa piedra y que con una cantidad tan ínfima podía producir veinte toneladas de oro. Helvetius sostuvo en la mano uno de los fragmentos y, después de dar las gracias al visitante por su amabilidad, le rogó que le diera un poco. El alquimista se negó, en tono brusco, añadiendo con más cortesía que ni por toda la hacienda de Helvetius se separaría de la menor partícula de aquel mineral, por una razón que no le estaba permitido divulgar. Al rogarle que diese alguna prueba de lo que decía, realizando una transmutación, el extranjero respondió que volvería tres semanas más tarde y mostraría a
24 Tomamos este relato de la obra de Kurt Seligmann, ya citada. 65
El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
Helvetius una cosa que le dejaría asombrado. Se presentó puntualmente el día prometido, pero se negó a actuar, afirmando que le estaba prohibido revelar el secreto. Accedió, empero, a darle a Helvetius un pequeño fragmento de la piedra, "no mayor que un grano de mostaza". Y como el doctor expresara sus dudas de que una cantidad tan pequeña pudiese producir el menor efecto, el alquimista rompió el corpúsculo en dos, arrojó una mitad y le tendió la otra, diciendo: "Con esto le basta."
»Nuestro sabio tuvo entonces que confesar que, durante la primera visita del extranjero, había logrado apropiarse de algunas partículas de la piedra y que con ellas había transformado el plomo, no en oro, sino en vidrio. "Habríais tenido que envolver vuestro botín en cera amarilla -respondió el alquimista-; esto habría ayudado a penetrar el plomo y a transformarlo en oro." El hombre prometió volver al día siguiente, a las nueve de la mañana, y realizar el milagro; pero no acudió, y tampoco al siguiente día. Viendo lo cual la mujer de Helvetius le persuadió de que intentara él mismo la transmutación.
»Helvetius procedió de acuerdo con las instrucciones del extranjero. Derritió tres dracmas de plomo, envolvió la piedra con cera y la dejó caer en el metal líquido. ¡Éste se transformó en oro! "Lo llevamos inmediatamente al orfebre, el cual declaró que era el oro más fino que jamás hubiera visto, y ofreció por él cincuenta florines por onza." Helvetius, al terminar su explicación, nos dice que sigue teniendo en su poder el lingote de oro, prueba tangible de la transmutación. "Ojalá los Santos Ángeles de Dios velen por él (el alquimista anónimo) como sobre una fuente de bendiciones para la cristiandad. Tal es nuestro ruego constante, por él y por nosotros."
»La noticia corrió como reguero de pólvora. Spinoza, al que no podemos contar entre los ingenuos, quiso llegar hasta el final de la historia. Visitó al orfebre que había dictaminado sobre el oro. Su informe fue más que favorable: al fundir aquél, la plata incorporada a la mezcla se había transformado igualmente en oro. El orfebre, Brechtel, era monedero del duque de Orange. Conocía ciertamente su oficio. Es difícil creer que fuera víctima de un engaño o que hubiese querido burlarse de Spinoza. Spinoza se dirigió entonces a la casa de Helvetius, el cual le mostró el oro y el crisol que había servido para la operación. Algunos restos del precioso metal permanecían aún adheridos al interior del recipiente; como los otros, Spinoza quedó convencido de que se había producido realmente la transmutación.»
La transmutación, para el alquimista, es un fenómeno secundario, realizado simplemente a título de demostración. Es difícil formarse una opinión sobre la realidad de estas transmutaciones aunque diversas observaciones, como la de Helvetius o la de Van Helmont, por ejemplo, parecen de gran peso. Se puede alegar que el arte del prestidigitador no tiene límites, pero, ¿se habrían consagrado cuatro mil años de búsqueda y cien mil volúmenes o manuscritos a una simple patraña? Nosotros sostenemos otra cosa, según veremos en seguida. La sostenemos tímidamente, porque el peso de la opinión científica adquirida es muy temible. Intentaremos describir el trabajo del alquimista, que conduce a la fabricación de la «piedra» o «polvo de proyección», y veremos cómo la interpretación de ciertas operaciones choca con nuestro saber actual sobre la estructura de la materia. Pero no es evidente que nuestros conocimientos de los fenómenos nucleares sea perfecto, definitivo. La catálisis, en particular, puede intervenir en estos fenómenos de una manera no esperada por nosotros25.
No es imposible que ciertas mezclas naturales produzcan, bajo el efecto de los rayos cósmicos, reacciones nucleocatalíticas en gran escala, conducentes a una transmutación masiva de elementos.
25 En diversos países se están realizando trabajos para la utilización de partículas (producidas por poderosos aceleradores) para catalizar la fusión del hidrógeno. 66
El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
En ello podría verse una de las claves de la alquimia y la razón por la cual el alquimista repite indefinidamente sus manipulaciones, hasta el momento en que se dan las condiciones cósmicas adecuadas.
Pero hay una objeción: si son posibles transmutaciones de esta naturaleza, ¿qué ocurre con la energía desprendida? Muchos alquimistas habrían hecho saltar la ciudad en que habitaban y algunos kilómetros cuadrados de su patria al mismo tiempo. Habrían tenido que producirse numerosas e inmensas catástrofes.
Los alquimistas replican: precisamente porque ocurrieron tales catástrofes en un remoto pasado, tememos a la tremenda energía encerrada en la materia y guardamos secreta nuestra ciencia. Además, la «Gran Obra» se alcanza mediante fases progresivas, y el que al cabo de decenas y decenas de años de manipulaciones y de ascetismo, aprende a desencadenar las fuerzas nucleares, aprende al mismo tiempo las precauciones que tiene que tomar para evitar el peligro.
¿Es sólido este argumento? Tal vez sí. Los físicos actuales admiten que, en ciertas condiciones, la energía de una transmutación nuclear podría ser absorbida por partículas especiales, a las que llaman neutrinos o antineutrinos. Parecen existir algunas pruebas de la existencia del neutrino. Acaso hay tipos de transmutación que liberan poca energía, o en los cuales la energía liberada se va en forma de neutrinos. Más adelante volveremos sobre ello.
M. Eugène Canseliet, discípulo de Fulcanelli y uno de los mejores especialistas actuales de la alquimia, se quedó parado ante un pasaje de un estudio que Jacques Bergier había escrito como prólogo de una de las obras clásicas de la Biblioteca Mundial. Se trataba de una antología del siglo XVI. En dicho prólogo, aludía Bergier a los alquimistas y a su voluntad de secreto. Decía así: «En este particular, sería difícil no darles la razón. Si existe un procedimiento que permita fabricar bombas de hidrógeno en un horno de cocina, es sin duda preferible que tal procedimiento no sea revelado.»
M. Eugène Canseliet nos respondió entonces: «Importa sobre todo que no se tome esto por una chuscada. Su visión es exacta, y estoy en condiciones de afirmar que puede lograrse la fusión atómica partiendo de un mineral relativamente común y barato, y ello mediante un proceso de operaciones que sólo requieren una buena chimenea, un horno de fundición de carbón, unos cuantos mecheros "Mecker" y cuatro botellas de gas butano.»
No se excluye, pues, la posibilidad de que, incluso en física nuclear, se obtengan resultados importantes por medios simples. Toda ciencia y toda técnica tienden a lo mismo.
«Podemos más de lo que sabemos», decía Roger Bacon. Pero añadía esta frase, que bien podría ser un adagio de alquimia: «Aunque no todo esté permitido, todo es posible.»
No nos cansaremos de repetir que, para el alquimista, el poder sobre la materia y la energía no es más que una realidad accesoria. El verdadero fin de las operaciones de la alquimia, que acaso son residuos de una ciencia muy antigua perteneciente a una civilización desaparecida, es la transformación del propio alquimista, su ascenso a un estado de conciencia superior. Los resultados materiales son sólo promesas de un resultado último, que es espiritual. Todo tiende a la transmutación del hombre mismo, a su divinización, a su fusión en la energía divina fija, de la cual irradian todas las energías de la materia. La alquimia es la ciencia «con conciencia» de que nos habla Rabelais. Es una ciencia que humaniza más que materializa, según se desprende de las frases del padre Teilhard de Chardin, que decía: «La verdadera física es la que logrará integrar al Hombre total en una representación coherente del mundo.»
«Sabed -escribía un maestro alquimista26-, sabed todos los investigadores de este Arte, que el Espíritu lo es todo, y que si en este Espíritu no se encierra otro Espíritu semejante, el todo no
26 La Tourbe des Philosophes, en «Bibliotheque des Philosophes Chimiques», 1741 67
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aprovecha para nada.»
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El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier
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III
Donde vemos a un pequeño judío que prefiere la miel al azúcar.-Donde un alquimista que podría ser el misterioso Fulcanelli habla del peligro atómico en 1937, describe la pila atómica y evoca civilizaciones desaparecidas.-Donde Bergier abre una caja de caudales con soplete y se pasea con una botella de uranio bajo el brazo.-Donde un comandante americano innominado busca a un Fulcanelli definitivamente desaparecido.- Donde Oppenheimer canta a dúo con un sabio chino de hace mil años.
Era en 1933. El pequeño estudiante judío tenía la nariz puntiaguda y usaba gafas redondas, detrás de las cuales brillaban unos ojos vivos y fríos. En su cráneo redondo raleaba ya una cabellera parecida a un plumero. Un horrible acento, agravado por el tartamudeo, daba a sus frases el tono cómico y confuso de un chapuzón de patos en un estanque. Cuando se le conocía un poco mejor, daba la impresión de que una inteligencia ávida, tensa, sensible y extraordinariamente rápida bullía en el interior de aquel hombrecillo desgarbado, lleno de astucia y de infantil torpeza en el vivir, como un enorme globo rojo sujeto por un hilo a la muñeca de un niño.
-Entonces, ¿quiere usted ser alquimista? -preguntó el venerable profesor al estudiante Jacques Bergier, que, con la cabeza baja, estaba sentado en el borde de un sillón, con una cartera atiborrada de papeles sobre las rodillas.
El venerable era uno de los más grandes químicos franceses.
-No le comprendo, señor -dijo el estudiante, fastidiado.
Tenía una memoria prodigiosa, y recordó haber visto, cuando tenía seis años, un grabado alemán que representaba dos alquimistas trabajando, en medio de un desorden de retortas, tenazas, crisoles y sopletes. Uno de ellos, harapiento y boquiabierto, vigilaba el fuego, mientras el otro, de barba y cabellos alborotados, se rascaba la cabeza, vacilante, en el fondo del zaquizamí.
El profesor consultó un legajo:
-Durante sus dos últimos años de labor, se ha interesado usted principalmente por el curso libre de física nuclear de M. Jean Thibaud. En este curso no se obtiene ningún diploma, ningún certificado. Sin embargo, expresa usted el deseo de seguir por este camino. En último término, habría comprendido su curiosidad en un físico. Pero usted se dedica a la química. ¿Pretende, acaso, aprender a fabricar oro?
-Señor -dijo el estudiante judío, alzando sus manos gordezuelas y descuidadas-, creo en el porvenir de la física nuclear. Creo que en un futuro próximo se realizarán transmutaciones industriales.
-Me parece una locura.
-Pero, señor...
A veces se detenía al principio de una frase y se ponía a repetirlo, como un fonógrafo estropeado, no por descuido, sino porque su espíritu se iba a dar una vuelta inconfesable del brazo de la poesía. Sabía de memoria millares de versos y todos los poemas de Kipling:
Copiaron todo lo que podían seguir
pero no podían alcanzar mi espíritu;
por eso los dejé, jadeantes y pensativos,
un año y medio atrás.
-Pero, señor, si no cree usted en las transmutaciones, debería al menos creer en la energía nuclear. Los enormes recursos potenciales del núcleo...
-Ta, ta, ta -dijo el profesor-. Esto es primitivo e infantil. Lo que los físicos llaman energía
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nuclear es una constante de integración en sus ecuaciones. Es una idea filosófica, ni más ni menos. La conciencia no hace marchar las locomotoras, ¿no cree? Soñar en una máquina accionada por energía nuclear... No, hijo mío.
El muchacho tragó saliva.
-Baje de las nubes y piense en su porvenir. Lo que le impulsa, en este momento, ya que no parece salir usted de la infancia, es uno de los más viejos sueños de los hombres: el sueño de la alquimia. Lea de nuevo a Berthelot. Éste describió bien la quimera de la transmutación de la materia. Usted no tiene unas notas muy, muy brillantes. Le daré un consejo: ingrese cuanto antes en la industria. Haga una campaña azucarera. Tres meses en una fábrica de azúcar le harán tocar de nuevo la realidad. Y le hace falta. Le hablo como un padre.
El hijo ingrato, balbuciendo, le dio las gracias, y salió con la nariz muy alta, colgando la abultada cartera de su corto brazo. Era testarudo: se dijo que tenía que obtener provecho de aquella conversación, pero que la miel era mejor que el azúcar. Seguiría estudiando los problemas del núcleo atómico. Y se documentaría sobre la alquimia.
Y así fue como mi amigo Jacques Bergier decidió proseguir unos estudios tenidos por inútiles y complementarlos con otros que eran juzgados como cosa de locura. Las necesidades de la vida, la guerra y los campos de concentración le apartaron un poco de la ciencia nuclear. Sin embargo, aportó a ella alguna contribución apreciada por los especialistas. En el transcurso de sus investigaciones, los sueños de los alquimistas y las realidades de la física matemática se encontraron una vez más. Pero, desde 1933, se produjeron grandes cambios en el terreno científico, y mi amigo tuvo cada vez menos la impresión de navegar contra la corriente.
Desde 1934 a 1940, Jacques Bergier fue colaborador de André Helbronner, uno de los hombres notables de nuestra época. Helbronner, asesinado por los nazis en Buchenwald, en marzo de 1944, había sido en Francia el primer catedrático de físico-química. De esta ciencia, fronteriza entre las dos disciplinas, nacieron después gran número de otras ciencias: la electrónica, la nuclear, la estereotrónica27. Helbronner debía recibir la gran medalla de oro del «Instituto Franklin» por sus descubrimientos sobre los metales coloidales. Se había interesado igualmente por la licuefacción de los gases, por la aeronáutica y por los rayos ultravioleta.
En 1934, se consagraba a la física nuclear y había montado, con el concurso de grupos industriales, un laboratorio de investigación nuclear, donde se obtuvieron resultados de gran interés hasta 1940. Helbronner era además perito ante los Tribunales para todos los asuntos referentes a la transmutación de los elementos, y esto dio ocasión a Jacques Bergier de conocer a un cierto número de falsos alquimistas, timadores o iluminados; y a un alquimista verdadero.
Mi amigo no supo jamás el verdadero nombre de este alquimista y, si lo hubiera sabido, se habría guardado muy bien de dar demasiados detalles. El hombre de que vamos a hablar desapareció hace ya mucho tiempo, sin dejar rastro visible. Ha entrado en la clandestinidad, después de haber cortado voluntariamente todos los puentes que le unían con el siglo. Bergier está convencido de que se trataba del hombre que, bajo el seudónimo de Fulcanelli, escribió allá por el año 1920 dos libros extraños y admirables: Las moradas filosofales y El misterio de las catedrales. Estos libros fueron editados gracias a las gestiones de M. Eugène Canseliet, que jamás reveló la identidad del autor28. Figuran, ciertamente, entre las obras más importantes sobre la alquimia. Manifiestan unos conocimientos y una sabiduría extraordinarios, y conocemos a más de un hombre
27 La estereotrónica es una ciencia novísima que estudia la transformación de la energía en los sólidos. Una de sus aplicaciones es el transistor.
28 Estas dos obras han sido reeditadas por el Omnium Littéraire, 72, Champs-Élysées, París. La primera edición es de 1925. Estaba agotada desde hacía tiempo y los curiosos compraban los raros ejemplares en circulación, pagando por ellos decenas de miles de francos. En castellano, como ya se ha citado, ha sido editada por Plaza & Janes, S. A. El misterio de las catedrales también forma parte de esta colección.
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de elevado espíritu que venera el nombre legendario de Fulcanelli.
« ¿Podría -escribe M. Eugène Canseliet-, al llegar a la cima del conocimiento, negarse a obedecer las órdenes del Destino? Nadie es profeta en su tierra. Este antiguo adagio nos da, tal vez, la razón oculta del trastorno que provocó, en la vida solitaria y estudiosa del filósofo, la chispa de la revelación. Bajo los efectos de esta divina llama, el hombre se consume por entero. Nombre, familia, patria, todas las ilusiones, todos los errores, todas las vanidades, caen hechos polvo. Y de estas cenizas, como el fénix de los poetas, renace una nueva personalidad. Así, al menos, lo quiere la tradición filosófica.
»Mi maestro lo sabía. Desapareció cuando sonó la hora fatídica, cuando se cumplió la señal. ¿Quién se atrevería a sustraerse a la ley? Yo mismo, a pesar de la laceración de una separación dolorosa, pero inevitable, si me ocurriera hoy el feliz acontecimiento que obligó a mi maestro a huir de los homenajes del mundo, no me comportaría de otra manera.»
M. Eugène Canseliet escribió estas líneas en 1925. El hombre que dejaba a su cuidado la edición de sus obras se disponía a cambiar de aspecto y de ambiente. Una tarde de junio de 1937, Jacques Bergier creyó tener excelentes razones para creer que se hallaba en presencia de Fulcanelli.
A petición de André Helbronner, mi amigo se entrevistó con el misterioso personaje en el prosaico escenario de un laboratorio de ensayos de la «Sociedad del Gas», de París. He aquí, íntegra, su conversación:
-M. André Helbronner, del que tengo entendido que es usted ayudante, anda buscando la energía nuclear. M. Helbronner ha tenido la amabilidad de ponerme al corriente de alguno de los resultados obtenidos, especialmente de la aparición de la radiactividad correspondiente al polonio, cuando un hilo de bismuto es volatilizado por una descarga eléctrica en el seno del deuterio a alta presión. Están ustedes muy cerca del éxito, al igual que algunos otros sabios contemporáneos. ¿Me permite que le ponga en guardia? Los trabajos a que se dedican ustedes y sus semejantes son terriblemente peligrosos. Y no son sólo ustedes los que están en peligro, sino también la Humanidad entera. La liberación de la energía nuclear es más fácil de lo que piensa. Y la radiactividad superficial producida puede envenenar la atmósfera del planeta en algunos años. Además, pueden fabricarse explosivos atómicos con algunos gramos de metal, y arrasar ciudades enteras. Se lo digo claramente: los alquimistas lo saben desde hace mucho tiempo.
Bergier se dispuso a interrumpirle, protestando. ¡Los alquimistas y la física moderna! Iba a prorrumpir en sarcasmos, cuando el otro le atajó:
-Ya sé lo que va a decirme: los alquimistas no conocían la estructura del núcleo, no conocían la electricidad, no tenían ningún medio de detección. No pudieron, pues, liberar jamás la energía nuclear. No intentaré demostrarle lo que voy a decirle ahora, pero le ruego que lo repita a M. Helbronner: bastan ciertas disposiciones geométricas, sin necesidad de utilizar la electricidad o la técnica del vacío. Y ahora me limitaré a leerle unas breves líneas.
El hombre tomó de encima de su escritorio la obra de Frédéric Soddy: L'interprétation du Radium, la abrió y leyó:
»Pienso que existieron en el pasado civilizaciones que conocieron la energía del átomo y que fueron totalmente destruidas por el mal uso de esta energía. »
Después prosiguió:
-Le ruego que admita que algunas técnicas parciales han sobrevivido. Le pido también que reflexione sobre el hecho de que los alquimistas mezclaban preocupaciones morales y religiosas con sus experimentos, mientras que la física moderna nació en el siglo XVIII de la diversión de algunos señores y de algunos ricos libertinos. Ciencia sin conciencia... He creído que hacía bien advirtiendo a algunos investigadores, aquí y allá, pero no tengo la menor esperanza de que mi advertencia fructifique. Por lo demás, no necesito la esperanza.
Bergier se permitió hacer una pregunta:
-Si usted mismo es alquimista, señor, no puedo creer que emplee su tiempo en el intento de
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fabricar oro, como Dunikovski o el doctor Miethe. Desde hace un año, estoy tratando de documentarme sobre la alquimia y sólo he tropezado con charlatanes o con interpretaciones que me parecen fantásticas. ¿Podría usted, señor, decirme en qué consisten sus investigaciones?
-Me pide usted que resuma en cuatro minutos cuatro mil años de filosofía y los esfuerzos de toda mi vida. Me pide, además, que le traduzca en lenguaje claro conceptos que no admiten el lenguaje claro. Puedo, no obstante, decirle esto: no ignora usted que, en la ciencia oficial hoy en progreso, el papel del observador es cada vez más importante. La relatividad, el principio de incertidumbre, muestran hasta qué punto interviene hoy el observador en los fenómenos. El secreto de la alquimia es éste: existe un medio de manipular la materia y la energía de manera que se produzca lo que los científicos contemporáneos llamarían un campo de fuerza. Este campo de fuerza actúa sobre el observador y le coloca en una situación privilegiada frente al Universo. Desde este punto privilegiado tiene acceso a realidades que el espacio y el tiempo, la materia y la energía, suelen ocultarnos. Es lo que nosotros llamamos la Gran Obra.
-Pero, ¿y la piedra filosofal? ¿Y la fabricación de oro?
-Esto no son más que aplicaciones, casos particulares. Lo esencial no es la transmutación de los metales, sino la del propio experimentador. Es un secreto antiguo que varios hombres encontrarán todos los siglos.
-¿Y en qué se convierten entonces?
-Tal vez algún día lo sabré.»
Mi amigo no debía volver a ver a aquel hombre, que dejó un rostro imborrable bajo el nombre de Fulcanelli. Todo lo que sabemos de él es que sobrevivió a la guerra y desapareció completamente después de la Liberación. Todas las gestiones para encontrarlo fracasaron29.
Henos ahora en una mañana de julio de 1945. Todavía escuálido y descolorido, Jacques Bergier, vestido de caqui, está forzando una caja de caudales por medio de un soplete. Es una nueva metamorfosis. Durante los últimos años, ha sido sucesivamente agente secreto, terrorista y deportado político. La caja fuerte se encuentra en una hermosa villa, a orillas del lago Constanza, que fue propiedad del director de un gran «trust» alemán. Una vez abierta, la caja fuerte nos entrega su secreto: una botella que contiene un polvo extraordinariamente pesado. Reza el marbete: «Uranio, para aplicaciones atómicas.» Es la primera prueba formal de la existencia en Alemania de un proyecto de bomba atómica suficientemente adelantado para exigir grandes cantidades de uranio puro. Goebbels no mentía del todo cuando, desde el bunker bombardeado, hacía circular por las calles en ruinas de Berlín el rumor de que el arma secreta estaba a punto de estallar en las narices de los «invasores». Bergier dio cuenta del descubrimiento a las autoridades aliadas. Los americanos se mostraron escépticos y declararon que toda investigación sobre la energía nuclear carecía de interés. Era un ardid. En realidad, su primera bomba había estallado ya secretamente en Alamogordo, y una misión americana, bajo la dirección del físico Goudsmidt, estaba en aquellos mismos momentos en Alemania, buscando la pila atómica que el profesor Heinsenberg construyó antes del hundimiento del Reich.
En Francia no se sabía nada de cierto, pero había indicios. Y especialmente éste, para los avisados: los americanos compraban a precio de oro todos los manuscritos y documentos sobre alquimia.
Bergier dirigió un informe al Gobierno provisional sobre la realidad probable de investigaciones sobre explosivos nucleares, tanto en Alemania como en los Estados Unidos. Sin duda, el informe fue a parar al cesto de los papeles, y mi amigo conservó la botella, que agitaba ante las narices de la gente, declarando: « ¿Ven ustedes esto? ¡Bastaría con que un neutrón pasara al interior para que
29 «La opinión de los más instruidos y de los más expertos es que la persona que se ocultó, o se oculta aún en nuestros días, detrás del famoso seudónimo de Fulcanelli, es el más célebre y sin duda el único alquimista verdadero (tal vez el último) de este siglo en que el átomo es rey.» Caude d'Ygé, revista Initiation et Science, n.° 44. París.
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volase todo París!» Al hombrecillo de cómico acento le gustaba, sin duda, bromear, y todo el mundo se maravillaba de que un deportado recién salido de Mauthausen hubiese conservado tanto humor. Pero la broma perdió bruscamente toda su gracia aquella mañana de Hiroshima. El teléfono empezó a sonar sin descanso en la habitación de Bergier. Diversas autoridades competentes pedían copias del informe. Los servicios de información americanos rogaban al poseedor de la famosa botella que se pusiera urgentemente en contacto con cierto comandante que no quería dar su nombre. Otras autoridades exigían que se apártese inmediatamente la botella de la aglomeración parisiense. Todo en vano. Bergier explicó que, con toda seguridad, la botella no contenía uranio 235 puro, y que, aunque lo contuviese, el uranio estaba sin duda por debajo de la masa crítica. En otro caso, habría estallado mucho tiempo ha. Le confiscaron su juguete, y ya no volvió a saber de él. Para consolarle, le enviaron un informe de la «Dirección General de Estudios e Investigaciones». Era todo lo que este organismo, dependiente de los servicios secretos franceses, sabía de la energía nuclear. El informe lucía tres sellos: «Secreto», «Confidencial», «Reservado». Contenía únicamente unos recortes de la revista Sciencie et Vie.
No le quedaba más remedio, para satisfacer su curiosidad, que ponerse en contacto con el famoso comandante anónimo, del cual el profesor Goudsmidt ha contado algunas aventuras en su libro Alsos. Este misterioso oficial, dotado de un humor negro, había disfrazado sus servicios con la capa de una organización para la busca de las tumbas de los soldados americanos. Estaba muy agitado y parecía que lo espoleaban desde Washington. Quería saber ante todo lo que Bergier había logrado descubrir o adivinar sobre los proyectos nucleares alemanes. Pero, sobre todo, era indispensable para la salvación del mundo, para la causa aliada y para el ascenso del comandante, encontrar urgentemente a Eric Edward Dutt y al alquimista conocido por el nombre de Fulcanelli.
Dutt, sobre el cual Helbronner había sido llamado un día a declarar, era un hindú que pretendía tener acceso a unos manuscritos antiquísimos. Afirmaba haber extraído de ellos ciertos métodos de transmutación de los metales, y, por medio de una descarga condensada a través de un conductor de boruro de tungsteno, obtenía señales de oro en los productos recogidos. Resultados análogos serían obtenidos mucho más tarde por los rusos, aunque utilizando potentes aceleradores de partículas.
Bergier no pudo ser de gran utilidad al mundo libre, a la causa aliada y al ascenso del comandante. Eric Edward Dutt, colaboracionista, había sido fusilado por el contraespionaje francés en África del Norte. En cuanto a Fulcanelli, se había esfumado para siempre.
Sin embargo, el comandante, en prueba de agradecimiento, hizo llevar a Bergier, antes de su aparición, las pruebas de imprenta de la memoria: Sobre la utilización militar de la energía atómica, por el profesor H. D. Smyth. Era el primer documentó verdadero sobre la cuestión. Ahora bien, este texto contenía curiosas confirmaciones de las palabras formuladas por el alquimista en junio de 1937.
La pila atómica, útil esencial para la fabricación de la bomba, era, efectivamente, «una disposición geométrica de sustancias extremadamente puras». En un principio, este útil, tal como había dicho Fulcanelli, no requería la electricidad ni la técnica del vacío. La memoria de Smyth aludía igualmente a radiaciones venenosas, a gases, a polvos radiactivos de extremada toxicidad y que podían prepararse en grandes cantidades con relativa facilidad. El alquimista había hablado de un posible envenenamiento de todo el planeta.
¿Cómo un investigador oscuro, aislado, místico, había podido prever o conocer esto? « ¿De dónde te viene esto, alma del hombre, de dónde te viene esto?»
Hojeando las pruebas de la memoria, mi amigo recordaba también este pasaje de De Alchimia, de Alberto el Magno:
«Si tienes la desgracia de introducirte cerca de los príncipes y de los reyes, no cesarán de preguntarte: "Y bien, maestro, ¿cómo va la Obra? ¿Cuándo veremos por fin algo bueno?" Y, en su impaciencia, te llamarán pillo y tramposo y te producirán toda suerte de molestias. Y si no llegas a buen fin, sentirás todo el peso de su cólera. Si, por el contrario, tienes éxito, te guardarán con ellos
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en perpetuo cautiverio, con la intención de hacerte trabajar en su provecho.»
¿Había sido por esto por lo que Fulcanelli había desaparecido y los alquimistas de todos los tiempos habían guardado celosamente su secreto?
El primer y último consejo dado por el papiro Harris era: «¡Cerrad las bocas! ¡Cerrad las bocas!»
Años después en Hiroshima, el 17 de enero de 1955, Oppenheimer declararía: «En un sentido profundo que ninguna ridiculez barata podría borrar, nosotros, los sabios, hemos conocido el pecado.»
Y, mil años antes, un alquimista chino había escrito:
«Sería un terrible pecado revelar a los soldados el secreto de tu arte. ¡Atención! ¡Que no haya siquiera un insecto en el cuarto en que trabajas!»
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IV
El alquimista moderno y el espíritu de investigación.-Descripción de lo que hace un alquimista en su laboratorio.-La repetición indefinida del experimento.- ¿Qué espera?-La preparación de las tinieblas.-El gas electrónico.-El agua disolvente.-La piedra filosofal, ¿es energía en suspensión?- La transmutación del propio alquimista.-La verdadera metafísica empieza más allá.
El alquimista moderno es un hombre que lee los tratados de física nuclear. Tiene por cierto que las transmutaciones y otros fenómenos todavía más extraordinarios pueden lograrse por medio de manipulaciones y con un material relativamente simple. En los alquimistas contemporáneos volvemos a encontrar el espíritu del investigador aislado. La conservación de un espíritu tal es preciosa en nuestra época. En efecto, hemos acabado por creer que el proceso de los acontecimientos ya no es posible sin un equipo numeroso, sin aparatos enormes y sin un considerable empleo de dinero. Sin embargo, los descubrimientos fundamentales, como, por ejemplo, la radiactividad o la mecánica ondulatoria, han sido realizados por hombres aislados. América, que es el país de los grandes equipos y de los enormes medios, envía hoy sus agentes por el mundo en busca de espíritus originales. El director de la investigación científica americana, el doctor James Killian, declaró en 1958 que era perjudicial prestar únicamente confianza al trabajo colectivo y que había que llamar a los hombres solitarios, portadores de ideas originales. Rutherford efectuó trabajos capitales sobre la estructura de la materia valiéndose de latas de conserva y de cabos de cordel. Jean Perrin y Madame Curie, antes de la guerra, enviaban a sus colaboradores al Marché aux Puces, los domingos, a buscar un poco de material. Naturalmente, los laboratorios provistos de grandes máquinas son necesarios, pero seria importante organizar una cooperación entre éstos y los equipos de solitarios originales. Sin embargo, los alquimistas eluden la invitación. Su norma es el secreto. Su ambición es de orden espiritual. «Está fuera de duda -escribe René Alleau- que las manipulaciones de la alquimia sirven de soporte a un ascetismo interior.» Si la alquimia contiene una ciencia, esta ciencia no es más que un medio de tener acceso a la conciencia. Importa, pues, que no trascienda al exterior, donde se convertiría en un fin.
¿Cuál es el material del alquimista? El mismo del investigador de química mineral a altas temperaturas: hornos, crisoles, balanzas e instrumentos de medición, a los que han venido a juntarse los aparatos modernos capaces de detectar radiaciones nucleares: contador «Geiger», escintilómetro, etc.
Este material puede parecer irrisorio. Un físico ortodoxo no admitirá nunca que es posible fabricar un cátodo emitiendo neutrones con medios sencillos y poco costosos. Si nuestros informes no mienten, los alquimistas logran hacerlo. En tiempos en que el electrón era considerado como el cuarto estado de la materia, se inventaron dispositivos extraordinariamente onerosos y complicados para producir corrientes electrónicas. Después de lo cual, Elster y Gaitel, en 1910, demostraron que bastaba con calentar en el vacío cal al rojo. Nosotros no conocemos todas las leyes de la materia. Si la alquimia es un conocimiento mas avanzado que el nuestro, empleará medios más sencillos que los nuestros.
Conocemos varios alquimistas en Francia y en los Estados Unidos. También los hay en Inglaterra, en Alemania y en Italia. E. J. Holmyard dice haber encontrado uno en Marruecos. Tres de ellos nos han escrito desde Praga. La prensa soviética científica parece prestar actualmente gran atención a la alquimia y ha emprendido investigaciones históricas sobre ella.
Vamos a intentar ahora, por primera vez, según creemos, describir con precisión lo que hace un alquimista en su laboratorio. No pretendemos revelar la totalidad del método alquimista, pero
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creemos tener sobre el mismo algunas nociones de cierto interés. No olvidamos que el fin último de la alquimia es la transmutación del propio alquimista y que las manipulaciones no son más que un lento avance hacia la «liberación del espíritu». Intentaremos aportar alguna información nueva sobre aquellas manipulaciones.
Ante todo, y durante años enteros, el alquimista se dedica a descifrar los viejos textos, en los «cuales debe entrar el lector desprovisto del hilo de Ariadna, encontrándose sumido en un laberinto en el que todo ha sido preparado consciente y sistemáticamente para producir en el profano una inextricable confusión mental». La paciencia, la humildad y la fe le llevan a un cierto nivel de comprensión de aquellos textos, alcanzado el cual podrá comenzar el experimento alquimista. Vamos a describir este experimento, aunque nos falta un elemento. Sabemos lo que pasa en el laboratorio del alquimista. Ignoramos lo que pasa en el alquimista mismo, en su alma. Es posible que todo esté relacionado. Es posible que la energía espiritual desempeñe un papel en las manipulaciones físicas y químicas de la alquimia. Es posible que, para el éxito del «trabajo» alquímico, sea indispensable un cierto modo de adquirir, de concentrar y de orientar la energía espiritual. Esto no es seguro, pero, en tema tan delicado, hemos de atenernos a la frase de Dante: «Veo que crees estas cosas porque yo te las digo, pero no sabes el porqué; de modo que no por ser creídas permanecen menos ocultas.»
Nuestra alquimia empieza por preparar, en un mortero de ágata, una mezcla compuesta de tres materias constitutivas. La primera, que entra en proporción de un 95 por 100, es un mineral: una pirita arseniosa, por ejemplo, un mineral de hierro que contenga como principales impurezas arsénico y antimonio. La segunda es un metal: hierro, plomo, plata o mercurio. La tercera es un ácido de origen orgánico: ácido tartárico o cítrico. Después, muele a mano y mezcla estos elementos durante cinco o seis meses. A continuación, calienta la mezcla en un crisol. Aumenta progresivamente la temperatura y esta operación se prolonga unos diez días. Debe tomar precauciones, pues se desprenden gases tóxicos: el vapor de mercurio y, sobre todo, el hidrógeno arsenioso.
Por fin, disuelve el contenido del crisol sirviéndose de un ácido. Buscando este disolvente, los alquimistas pretéritos descubrieron el ácido acético, el ácido nítrico y el ácido sulfúrico. Esta disolución debe realizarse bajo una luz polarizada: ya sea una débil luz solar reflejada en un espejo, ya la luz de la Luna. Hoy se sabe que la luz polarizada vibra en una sola dirección, mientras que la luz normal vibra en todas las direcciones alrededor de un eje.
Después evapora el líquido y calcina el sólido. Esta operación se repite millares de veces durante muchos años. ¿Por qué? No lo sabemos. Tal vez en espera del momento en que se produzcan las mejores condiciones: rayos cósmicos, magnetismo terrestre, etc. Tal vez con el fin de obtener una «fatiga» de la materia en sus estructuras profundas que todavía ignoramos. El alquimista habla de «paciencia sagrada», de lenta condensación del «espíritu universal».
Este modo de operar, repitiendo indefinidamente la misma manipulación, puede parecer cosa de demencia al químico moderno. A éste le han enseñado que sólo existe un método experimental eficaz: el de Claude Bernard. Este método se basa en las variaciones concomitantes. Se repite miles de veces el mismo experimento, pero variando cada vez uno de los factores: proporción de uno de los constituyentes, temperatura, presión, catalizador, etc. Se anotan los resultados obtenidos y de ellos se desprenden algunas de las leyes que gobiernan el fenómeno. Es un método que ha dado pruebas de eficacia, pero no es el único. El alquimista repite su manipulación sin variar nada, hasta que se produzca algo extraordinario. En el fondo, cree en una ley natural bastante comparable al «principio de exclusión» formulado por el físico Pauli, amigo de Jung. Según Pauli, en un sistema dado (el átomo y sus moléculas) no puede haber dos partículas (electrones, protones, mesones) en el mismo estado. Todo es único en la Naturaleza: «No hay un alma idéntica a la tuya...» Por esto se pasa bruscamente, sin ningún intermediario, del hidrógeno al helio, del helio al litio, y así sucesivamente, según indica al físico nuclear la Tabla Periódica de los Elementos. Cuando se añade
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una partícula a un sistema, aquella partícula no puede tomar ninguno de los estados existentes en el interior del sistema. Toma un estado nuevo, y la combinación con las partículas ya existentes crea un sistema nuevo y único.
Para el alquimista, de la misma manera que no hay dos almas iguales, dos seres iguales, dos plantas iguales (Pauli diría: dos electrones iguales), tampoco hay dos experimentos iguales. Si se repite millares de veces un experimento, acabará por producirse algo extraordinario. No nos consideramos autorizados para darle o negarle la razón. Nos limitamos a observar que una ciencia moderna, la ciencia de los rayos cósmicos, ha adoptado un método comparable al del alquimista. Esta ciencia estudia los fenómenos producidos por la llegada, a un aparato detector o a una placa, de partículas de una formidable energía procedente de las estrellas. Estos fenómenos no pueden obtenerse a voluntad. Hay que esperar. De vez en cuando, se registra un fenómeno extraordinario. Así fue cómo, en el verano de 1957, en el curso de investigaciones realizadas en los Estados Unidos por el profesor Bruno Rossi, una partícula animada de una energía extraordinaria, como jamás se había registrado y procedente tal vez de una galaxia distinta de nuestra Vía Láctea, impresionó 1.500 contadores a un tiempo, en un radio de ocho kilómetros cuadrados, creando a su paso un enorme haz de restos atómicos. No se concibe ninguna máquina capaz de producir tal energía. Jamás recuerdan los sabios un fenómeno semejante, y se ignora si volverá a producirse. Es un acontecimiento excepcional, de origen terrestre o cósmico, como el que el alquimista parece esperar que afecte a su crisol. Tal vez podría abreviar su espera utilizando medios más activos que el fuego, por ejemplo, calentando su crisol en un horno a inducción por el método de levitación30, o tal vez añadiendo isótopos radiactivos a su mezcla. Entonces podría hacer y rehacer su manipulación, no ya muchas veces por semana, sino varios miles de millares de veces por segundo, multiplicando así las probabilidades de captar «el acontecimiento» necesario para el éxito del experimento. Pero el alquimista de hoy, como el de ayer, trabaja en secreto, pobremente, y tiene la espera por virtud.
Sigamos nuestra descripción: después de varios años de un trabajo que es siempre el mismo, repetido noche y día, nuestro alquimista acaba por considerar que ha terminado la primera fase. Entonces añade a su mezcla un oxidante: nitrato de potasa, por ejemplo. En su crisol hay azufre procedente de la pirita y carbón procedente del ácido orgánico. Azufre, carbón y nitrato: en el curso de esta manipulación descubrieron la pólvora los antiguos alquimistas.
Entonces empezará de nuevo a disolver y a calcinar sin descanso, durante meses y años, esperando una señal. Las obras de alquimia difieren sobre la naturaleza de esta señal, pero ello puede deberse a que existan varios fenómenos posibles. La señal se produce en el momento de una disolución. Para ciertos alquimistas, consiste en la formación de cristales en forma de estrellas en la superficie de baño. Según otros, aparece en aquella superficie una capa de óxido que después se desgarra, descubriendo el metal luminoso en el que parece reflejarse, en imagen reducida, ora la Vía Láctea, ora las constelaciones31.
Recibida esta señal, el alquimista retira su mezcla del crisol y la «deja madurar», preservada del aire y de la humedad, hasta el primer día de la primavera próxima. Al reanudar sus operaciones, éstas tienden a lo que se llama, según los viejos textos, «la preparación de las tinieblas». Algunas investigaciones recientes sobre la historia de la química han demostrado que el monje alemán Bertoldo el Negro (Berthold Schwarz), al que se atribuye comúnmente el invento de la pólvora, jamás existió. Es una figura simbólica de esta «preparación de las tinieblas».
La mezcla se coloca en un recipiente transparente, de cristal de roca, cerrado de una manera especial. No se sabe gran cosa de esta forma de cierre, llamado de Hermes, o hermético. El trabajo sucesivo consiste en calentar el recipiente, dosificando, con infinito cuidado, las temperaturas. La mezcla, en el recipiente cerrado, contiene siempre azufre, carbón y nitrato. Se trata de que esta
30 Este método consiste en suspender la mezcla que hay que fundir en el vacío, fuera de todo contacto con una pared material, por medio de un campo magnético.
31 Entonces se funde mediante una corriente de alta frecuencia. El semanario americano Life, en enero de 1958, publicó unas estupendas fotografías de un orno de esta clase en acción. Jacques Bergier declara haber presenciado este fenómeno.
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mezcla alcance cierto grado de incandescencia, evitando la explosión. Son numerosos los casos de alquimistas muertos o gravemente heridos por aquélla. Las explosiones que se producían son de una violencia peculiar y producen temperaturas que, lógicamente, no cabría esperar.
El fin perseguido es la obtención, en el recipiente, de una «esencia», de un «fluido», que los alquimistas llaman a veces el «ala de cuervo».
Vamos a explicarnos. Esta operación no tiene equivalente en la física y la química modernas. Sin embargo, existen analogías. Cuando se disuelve el gas amoníaco líquido en un metal como el cobre, se obtiene una coloración azul oscura que llega al negro en las grandes concentraciones. El mismo fenómeno se produce si se disuelve, en gas amoníaco líquido, hidrógeno a presión o aminas orgánicas, de modo que se obtenga el compuesto inestable NH4, que tiene todas las propiedades de un metal alcalino y que, por esta razón, ha sido llamado «amonio». Cabe suponer que esta coloración azul-negra, que recuerda el «ala de cuervo», del fluido obtenido por los alquimistas, es el mismo color del gas electrónico. ¿Qué es el «gas electrónico»? Para los sabios modernos, es el conjunto de electrones libres que constituyen un metal y lo dotan de sus propiedades mecánicas, eléctricas y térmicas. Corresponde, en la terminología actual, a lo que el alquimista llama «el alma» o también «la esencia» de los metales. Esta alma o esta «esencia» se desprende en el recipiente cerrado y calentado por el alquimista.
Éste calienta, deja enfriar, calienta de nuevo y así sucesivamente durante meses o años, observando a través del cristal de roca la formación de lo que se llama «el huevo alquímico»; la mezcla transformada en un fluido azul-negro. Por fin, abre su recipiente en la oscuridad, a la única luz de esta especie de líquido fluorescente. En contacto con el aire, el líquido fluorescente se solidifica y se separa.
Así obtendría sustancias completamente nuevas, desconocidas en la Naturaleza y dotadas de todas las propiedades de elementos químicos puros, es decir, inseparables por medios químicos.
Los alquimistas modernos pretenden haber obtenido así elementos químicos nuevos, y ello en cantidades ponderables.
Fulcanelli dijo haber extraído de un kilo de hierro, veinte gramos de un cuerpo absolutamente nuevo y cuyas propiedades químicas y físicas no correspondían a ningún elemento químico conocido. La misma operación sería aplicable a todos los elementos, la mayoría de los cuales nos darían dos elementos nuevos por cada elemento tratado.
Semejante formación tiene que chocar por fuerza al hombre de laboratorio. Actualmente, la teoría no permite prever otras separaciones de un elemento químico que las siguientes:
- La molécula de un elemento puede tomar varios estados: ortohidrógeno y parahidrógeno, por ejemplo.
- El núcleo de un elemento puede tomar cierto número de estados isotópicos caracterizados por un número de neutrones diferentes. En el litio 6, el núcleo contiene tres neutrones, y en el litio 7, el núcleo contiene cuatro.
Nuestra técnica requiere la puesta en marcha de un enorme material para separar los estados alotrópicos de la molécula y los diversos estados isotrópicos del núcleo.
Los medios del alquimista son, en comparación, irrisorios, y, sin embargo, habría logrado con ellos, no ya un cambio de estado de la materia, sino la creación de una materia nueva, o, al menos, una descomposición y recomposición diferente de la materia. Todo nuestro conocimiento del átomo y del núcleo se basa en el modelo «saturnino» de Nagaoka y Rutherford: el núcleo y su anillo de electrones. No es imposible que, en el porvenir, otra teoría nos conduzca a realizar cambios de estado y separaciones de elementos químicos inconcebibles en este momento.
Así, pues, nuestro alquimista ha abierto su recipiente de cristal de roca y obtenido, por enfriamiento del líquido fluorescente en contacto con el aire, uno o varios elementos nuevos. Queda la escoria, que lavará durante meses, con agua tridestilada. Después conservará esta agua resguardada de la luz y de los cambios de temperatura.
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A dicha agua se atribuyen cualidades químicas y medicinales extraordinarias. Es el disolvente universal y el elixir de larga vida de la tradición, el elixir de Fausto32.
Aquí la tradición alquimista parece armonizarse con la ciencia de vanguardia. En efecto, para la ciencia moderna, el agua es una mezcla extraordinariamente completa y reactiva. Los investigadores dedicados a la cuestión de los oligoelementos, y especialmente el doctor Jacques Ménétrier, han comprobado que, prácticamente, todos los metales son solubles en el agua en presencia de ciertos catalizadores, como la glucosa, y bajo ciertas variaciones de temperatura. El agua formaría, además, verdaderos compuestos químicos, hidratos, con gases inertes tales como el helio y el argón. Si se supiera cuál es el constituyente del agua al cual se debe la formación de los hidratos en contacto con un gas inerte, sería posible estimular el poder disolvente del agua y obtener un verdadero disolvente universal. La seria revista rusa Saber y Fuerza escribía en su número 11 de 1957 que tal vez un día se llegaría a este resultado bombardeando el agua con radiaciones nucleares y que el disolvente universal de los alquimistas sería una realidad antes del fin de siglo. Esta revista preveía cierto número de aplicaciones e imaginaba la perforación de túneles por medio de un chorro de agua activada.
Nuestro alquimista se encuentra, pues, ahora en posesión de cierto número de cuerpos simples desconocidos en la Naturaleza y de unos cuantos frascos de un agua capaz de prolongar considerablemente su vida por el rejuvenecimiento de los tejidos.
Ahora intentará combinar de nuevo los elementos simples que ha obtenido. Los mezcla en su mortero y los funde a bajas temperaturas en presencia de catalizadores sobre los cuales los textos se muestran muy vagos. Cuanto más se avanza en el estudio de las manipulaciones alquimistas tanto más difíciles son de descifrar los textos. Este trabajo le ocupará unos cuantos años más.
Así obtendría, según se asegura, sustancias absolutamente parecidas a los metales conocidos, y en particular a los metales, buenos conductores del calor y de la electricidad. Éstos serían el cobre alquímico, la plata alquímica, el oro alquímico. Las pruebas clásicas y la espectroscopia no permitirían descubrir la novedad de estas sustancias, y, sin embargo, tendrían propiedades nuevas, diferentes de las de los metales conocidos, y sorprendentes.
Si nuestras informaciones son exactas, el cobre alquímico, aparentemente semejante al cobre conocido y, no obstante, muy diferente, tendría una resistencia eléctrica infinitamente débil, comparable a la de los superconductores que el físico obtiene en las cercanías del cero absoluto. Un cobre tal, si pudiera utilizarse, transformaría la electroquímica.
Otras sustancias, nacidas de la manipulación alquimista, serían todavía más sorprendentes. Una de ellas sería soluble en el vidrio, a baja temperatura y antes del momento de fusión de éste. Esta sustancia, al tocar el vidrio ligeramente reblandecido, se dispersaría en su interior, dándole una coloración roja de rubí, con fluorescencia malva en la oscuridad. Los textos de alquimia llaman «polvo de proyección» o «piedra filosofal» al polvo obtenido al machacar este vidrio modificado en el mortero de ágata. «Con lo cual -escribe Bernard, conde de la Marca Trevisana, en su tratado filosófico- queda lograda esta preciosa piedra que supera a toda piedra preciosa, la cual es un tesoro infinito para la gloria de Dios que vive y reina eternamente.»
Se conocen leyendas maravillosas relativas a esta piedra o «polvo de proyección», capaz de provocar transmutaciones de metales en cantidades ponderables. Principalmente, transformaría ciertos metales viles en oro, plata o platino, pero éste no sería más que uno de los aspectos de su poder. Sería una especie de depósito de energía nuclear en suspensión, manejable a voluntad.
En seguida volveremos a las cuestiones que plantean al hombre moderno ilustrado las
32 El profesor Ralph Milne Farley, senador de los Estados Unidos y profesor de física moderna de la Escuela militar de West Point, ha llamado la atención sobre el hecho de que ciertos biólogos opinan que el envejecimiento es debido a la acumulación de agua pesada en el organismo. El elixir de larga vida de los alquimistas sería una sustancia que eliminase selectivamente el agua pesada. Tales sustancias existen en el vapor de agua. ¿Por qué no pueden existir en el agua líquida tratada de cierta manera? Pero, un descubrimiento de esta importancia, ¿podría ser divulgado sin peligro? Mr. Farley imagina una sociedad secreta de inmortales, o casi inmortales, que existiría desde hace siglos y se conservaría por sustitución. Una sociedad tal, que no se mezclara en política ni interviniera en modo alguno en los asuntos de los hombres, tendría todas las probabilidades de pasar inadvertida...
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manipulaciones del alquimista, pero detengámonos ahora en el lugar donde se detienen los propios textos de alquimia. «La gran obra» se ha realizado. Entonces se produce en el propio alquimista una transformación que evoca los textos, pero que somos incapaces de describir, pues sólo tenemos de ellos ligeros atisbos analógicos. Esta transformación sería como la promesa, a través de un ser privilegiado, de lo que espera a la Humanidad entera al término de su contacto inteligente con la tierra y sus elementos: su fusión en Espíritu, su concentración en un punto espiritual fijo y su enlace con otros hogares de conciencia a través de los espacios cósmicos.
Progresivamente, o en un súbito relámpago, el alquimista, según la tradición, descubre el sentido de su largo trabajo. Le son revelados los secretos de la energía y de la materia, y al propio tiempo se le hacen visibles las infinitas perspectivas de la vida. Posee la llave de la mecánica del Universo. Él mismo establece nuevas relaciones entre su propio espíritu, en adelante animado, y el espíritu universal en eterno progreso de concentración. ¿Son ciertas radiaciones del polvo de proyección la causa de la transmutación del ser psíquico?
La manipulación del fuego y de ciertas sustancias permite, pues, no sólo transmutar los elementos, sino también transformar al propio experimentador. Éste, bajo la influencia de fuerzas emitidas por el crisol (es decir, radiaciones emitidas por núcleos que sufren cambios de estructura) entra en otro estado. Se operan mutaciones en él. Su vida se prolonga, su inteligencia y sus percepciones alcanzan un nivel superior.
La existencia de tales «mutandos» es uno de los fundamentos de la tradición de la Rosacruz. El alquimista pasa a otro estado del ser. Se encuentra izado a otro estado de conciencia. Sólo él se siente despierto, y tiene la impresión de que todos los demás hombres siguen durmiendo. Escapa a lo humano ordinario, como Mallory en la cima del Everest, y desaparece, después de haber tenido su minuto de verdad.
«La piedra filosofal representa, así, el primer peldaño que puede ayudar al hombre a elevarse hacia el Absoluto»33. Más allá, comienza el misterio. Más acá, no hay misterio, no hay esoterismo, no hay más sombras que las que proyectan nuestros deseos y, sobre todo, nuestro orgullo. Pero como es más fácil contentarse con ideas y palabras que hacer algo con las manos, con dolor y con fatiga, en el silencio y en la soledad, también es más cómodo buscar un refugio en el pensamiento llamado «puro» que luchar cuerpo a cuerpo contra el peso y las tinieblas de la materia. La alquimia prohíbe a sus discípulos toda evasión de este género. Los deja frente a frente con el gran enigma... Nos asegura solamente que, si luchamos hasta el fin para desprendernos de la ignorancia, la misma verdad luchará por nosotros y vencerá finalmente a todas las cosas. Entonces comenzará tal vez la VERDADERA metafísica.
33 René Alleau: Prólogo a la obra de M. Le Bretón: Les Clés de ¡a Philosophie Spagyrique. Éditions Caracteres, París.
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V
Hay tiempo para todo.-Incluso hay tiempo para que los tiempos se junten.
Los viejos textos de alquimia afirman que en Saturno se encuentran las llaves de la materia. Por singular coincidencia, todo lo que se sabe hoy de física nuclear se apoya en la definición del átomo «saturnino». El átomo sería, según la definición de Nagaoka y Rutherford, «una masa central que ejerce una atracción, rodeada de anillos, de electrones que giran».
Esta concepción «saturnina» del átomo es admitida por todos los sabios del mundo, no como verdad absoluta, sino como la más eficaz hipótesis de trabajo. Es posible que los físicos del porvenir la consideren una ingenuidad. La teoría de los quanta y la mecánica ondulatoria son aplicables al comportamiento de los electrones. Ninguna teoría y ninguna mecánica explican con exactitud las leyes que rigen el núcleo. Se cree que éste está compuesto de protones y neutrones y esto es todo. No se sabe nada preciso sobre las fuerzas nucleares. No son eléctricas ni magnéticas, ni de naturaleza gravitatoria. La última y prudente hipótesis hace depender estas fuerzas de partículas intermedias entre el neutrón y el protón, llamadas mesones. Esto sólo sirve mientras se espera otra cosa. Dentro de dos o de diez años, las hipótesis habrán tomado sin duda otros rumbos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que estamos en una época en que los sabios carecen absolutamente de tiempo y carecen absolutamente de derecho a hacer física nuclear. Todos los esfuerzos y todo el material disponible se concentran en la fabricación de explosivos y en la producción de energía. La investigación fundamental ha sido relegada a segundo término. Lo urgente es sacar el máximo de lo que ya sabemos. El poder importa más que el saber. Parece que los alquimistas tuvieron siempre buen cuidado en esquivar este apetito de poder.
¿Adonde hemos llegado? El contacto con los neutrones vuelve radiactivos a todos los elementos. Las explosiones nucleares experimentales envenenan la atmósfera del planeta. Este envenenamiento, que progresa en proporción geométrica, aumentará extraordinariamente el número de niños nacidos muertos, de cánceres y de leucemias, estropeará las plantas, trastornará los climas, producirá monstruos, nos romperá los nervios y nos ahogará. Los Gobiernos, sean totalitarios o demócratas, no renunciarán. Y no renunciarán, por dos razones. La primera es que la opinión pública no ha alcanzado el nivel de conciencia planetaria que se necesita para reaccionar. La segunda es que no hay Gobiernos, sino sociedades anónimas del capital humano, encargadas, no de hacer Historia, sino de expresar aspectos diversos de la fatalidad histórica.
Ahora bien, si creemos en la fatalidad histórica, también creemos que ésta no es más que una de las formas del destino espiritual de la Humanidad, y que este destino es bello. No pensamos, pues, que la Humanidad perezca, aun cuando tenga que sufrir mil muertes, sino que, a través de sus dolores inmensos y espantosos, nacerá -o renacerá- la alegría de sentirse «en marcha».
La física nuclear, orientada hacia el poder, «¿derrochará -como dice M. Jean Rostand- el capital genético de la Humanidad?» Sí, es posible que así sea, durante algunos años. Pero no podemos imaginarnos a la ciencia incapaz de deshacer el nudo gordiano que ella misma acaba de hacer.
Los métodos de transmutación conocidos actualmente no permiten ahogar la energía y la radiactividad. Son transmutaciones estrechamente limitadas, cuyos efectos nocivos son ilimitados. Si los alquimistas están en lo cierto, existen medios sencillos, económicos e innocuos de producir transmutaciones masivas. Tales medios deben pasar por una «disolución» de la materia y su reconstrucción en un estado diferente del inicial. Ninguna conquista de la física actual permite creer en ello. Sin embargo, los alquimistas lo afirman desde hace milenios. Ahora bien, nuestra ignorancia de la naturaleza de las fuerzas nucleares y de la estructura del núcleo nos obliga a abstenernos de hablar de las imposibilidades radicales. Si la transmutación alquímica existe, es que el núcleo tiene propiedades que no conocemos. Lo que se halla en juego es demasiado importante
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para no intentar un estudio realmente serio de la literatura alquimista. Si este estudio no conduce a observaciones de hechos irrefutables, al menos habrá alguna probabilidad de que sugiera ideas nuevas. Y lo que faltan son ideas en el estado presente de la física nuclear, sometida al afán de poder y abrumada bajo la enormidad del material.
Se empiezan a entrever estructuras infinitamente complicadas en el interior del protón y del neutrón, y a comprender que las leyes llamadas «fundamentales», como, por ejemplo, el principio de una paridad, no son aplicables al núcleo. Se empieza a hablar de una «antimateria», de la posible coexistencia de varios universos en el seno de nuestro Universo visible, de suerte que todo es posible en el porvenir y, especialmente, el desquite de la alquimia. Sería estupendo y conforme a la noble postura del lenguaje alquimista, que nuestra salvación se produjere por la interpretación de la filosofía.
Hay tiempo para todo, e incluso hay tiempo para que los tiempos se junten.
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LAS CIVILIZACIONES DESAPARECIDAS
I
Donde los autores hacen el retrato del extravagante y maravilloso señor Fort.-El incendio del sanatorio de las coincidencias exageradas.-El señor Fort, presa del conocimiento universal.-Cuarenta mil notas sobre las tempestades de vincapervincas, las lluvias de ranas y los chaparrones de sangre.-El libro de los Condenados.-Un cierto profesor Kreyssler.-Elogio e ilustración del intermediarismo.-El eremita del Bronx o el Rabelais cósmico.-Donde los autores visitan la catedral de San Masallá.-¡Buen provecho, señor Fort!
Había en Nueva York, allá por el año de 1910, en un pisito burgués del Bronx, un buen hombre ni joven ni viejo, que se parecía a una foca tímida. Se llamaba Charles Hoy Fort. Tenía piernas redondas y gordas, vientre y caderas, nada de cuello, cráneo grande y medio desplumado, ancha nariz asiática, gafas de hierro y mostacho a lo Gurdjieff. Se le habría podido tomar también por un profesor menchevique. Apenas salía de casa, como no fuese para ir a la Biblioteca Municipal, donde consultaba una gran cantidad de periódicos, revistas y anales de todos los Estados y de todas las épocas. Alrededor de su buró de persiana, se acumulaban cajas de zapatos vacías y montones de Periódicos: el American Almanach de 1833, el London Times de los años 1800-1893, el Anual Record of Science, veinte años de "Philosophical Magazine, los Annales de la Société Entomologique de France, laMonthly Weather Review, el Observatory, el Meteorological Journal, etc. Usaba una visera verde, y siempre que su mujer encendía el hornillo para el almuerzo, iba a la cocina para asegurarse de que no se pegara fuego a la casa. Esto era lo único que irritaba a la señora Fort, de soltera Anna Filan, elegida por él por razón de su falta absoluta de curiosidad intelectual, y a la que apreciaba, siendo por ella tiernamente correspondido.
Hasta los treinta y cuatro años, Charles Fort, hijo de unos tenderos de comestibles de Albany, había campado gracias a un mediocre talento de periodista y a una verdadera habilidad para disecar mariposas. Muertos sus padres y liquidada la tienda, disponía ahora de una renta minúscula que le permitía entregarse exclusivamente a su pasión: la acumulación de notas sobre acontecimientos inverosímiles y, sin embargo, comprobados.
Lluvia roja en Blankenbergue, el 2 de noviembre de 1819; lluvia de barro en Tasmania, el 14 de noviembre de 1902. Copos de nieve grandes como platos de café en Nashville, el 24 de enero de 1891. Lluvia de ranas en Birmingham, el 30 de junio de 1892. Aerolitos. Bolas de fuego. Huellas de un animal fabuloso en Devonshire. Platillos volantes. Huellas de ventosas en unos montes. Aparatos extraños en el cielo. Caprichos de cometas. Extrañas desapariciones. Cataclismos inexplicables. Inscripciones en meteoritos. Nieve negra. Lunas azules. Soles verdes. Chaparrones de sangre.
Así llegó a reunir veinticinco mil notas, archivadas en cajas de cartón. Hechos que, no bien mencionados, habían vuelto a caer en el foso de la indiferencia. Y, sin embargo, hechos. Llamaba a esto su «sanatorio de las coincidencias exageradas». Hechos de los que uno no se atrevía a hablar. Él oía brotar de sus ficheros «un verdadero clamor de silencio». Les había tomado una especie de cariño a esas realidades incongruentes, arrojadas del campo del conocimiento y a las que acogía en su pobre despacho del Bronx, mimándolas mientras las ordenaba: «Putillas, arrapiezos, jorobados, bufones... y, sin embargo, su desfile por mi casa tendrá la impresionante solidez de las cosas que pasan, y pasan, y no cesan de pasar.»
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Cuando estaba cansado de ordenar los datos que la ciencia ha juzgado oportuno suprimir (un iceberg volante cae en pedazos sobre Ruán, el 5 de julio de 1853. Carracas de viajeros celestes. Seres alados a 8.000 metros en el cielo de Palermo, el 30 de noviembre de 1880. Ruedas luminosas en el mar. Lluvias de azufre, de carne. Restos de gigantes en Escocia. Ataúdes de pequeños seres venidos de otro mundo, en los roquedales de Edimburgo...), cuando estaba fatigado, descansaba su espíritu jugando, él solo, interminables partidas de superajedrez en un tablero de su invención compuesto de 1.600 casillas.
Después, un día, Charles Hoy Fort se dio cuenta de que aquella labor formidable no servía para nada. Inutilizable. Dudosa. Una simple ocupación de hombre maniático. Entrevió que no había hecho más que patalear en el campo de lo que buscaba oscuramente, que no había hecho nada de lo que en realidad tenía que hacer. Aquello no era una investigación. Era su caricatura. Y el hombre que tanto temía el peligro de incendio arrojó al fuego sus cajas y sus fichas.
Acababa de descubrir su verdadero carácter. El maníaco de las realidades singulares era un fanático de las ideas generales. ¿Qué había empezado a hacer, inconscientemente, en el transcurso de aquellos años perdidos a medias? Acurrucado en el fondo de su grupo de mariposas y papeles viejos, se había enfrentado con una de las mayores fuerzas del siglo: el convencimiento que tienen los hombres civilizados de que saben todo lo del Universo en que viven. ¿Por qué se había ocultado Charles Hoy Fort, como si se avergonzara de algo? Es que la menor alusión al hecho de que podían existir en el Universo campos inmensos y desconocidos, turba desagradablemente a los hombres. Charles Hoy Fort se había conducido, a fin de cuentas, como un erotómano: guardemos en secreto nuestros vicios, con el fin de que la sociedad no se enfurezca al enterarse de que deja sin cultivar la mayor parte de los terrenos de la sexualidad. Ahora se trataba de pasar de la manía a la profecía, de la delectación solitaria a la declaración de principios. Se trataba, en adelante, de hacer obra verdadera, es decir, revolucionaria.
El conocimiento científico no es objetivo. Es, como la civilización, una conjuración. Se rechaza un gran número de hechos porque trastocarían los razonamientos establecidos. Vivimos bajo un régimen inquisitorial, cuya arma más empleada contra la realidad disconforme es el desprecio acompañado de risas. ¿Qué es el conocimiento, en tales condiciones? «En la topografía de la inteligencia -dice Fort-, se podría definir el conocimiento como una ignorancia envuelta en risas.» Habrá, pues, que pedir una adición a las libertades garantizadas por la constitución: la libertad de dudar de la ciencia. Libertad de dudar de la evolución (¿y si la obra de Darwin no fuese más que una novela?), de la rotación de la Tierra, de la existencia de una velocidad de la luz, de la gravitación, etc. De todo, salvo de los hechos; de los hechos no escogidos, sino tal como se presentan, nobles o innobles, bastardos o puros, con su cortejo de cosas chocantes y sus concomitancias incongruentes. No rechazar nada que sea real: una ciencia futura descubrirá las relaciones desconocidas entre hechos que nos parecían inconexos. Es necesario sacudir la ciencia con espíritu ávido, aunque no crédulo, nuevo, salvaje. El mundo necesita una enciclopedia de los hechos excluidos, de las realidades condenadas. «Mucho temo que habrá que entregar a nuestra civilización mundos nuevos en que las ranas blancas tengan derecho a vivir.»
La foca tímida del Bronx se impuso el deber de aprender, en ocho años, todas las artes y todas las ciencias... y de inventar media docena para su uso personal. Arrastrado por un delirio enciclopédico, se entrega a este trabajo gigantesco, que consiste menos en aprender que en tener conciencia de la totalidad de lo viviente. «Me maravilla que cualquiera pudiese contentarse con ser novelista, sastre, industrial o barrendero.» Dirigió principios, fórmulas, leyes y fenómenos de la Biblioteca Municipal de Nueva York, en el British Museum y, gracias a una copiosa correspondencia, en las más grandes bibliotecas y librerías del mundo. Cuarenta mil notas, distribuidas en mil trescientas secciones, escritas a lápiz, en cartoncitos minúsculos y en un lenguaje taquigráfico de su invención. Sobre esta empresa de locura resplandece el don de considerar cada tema desde el punto de vista de una inteligencia superior que acaba de enterarse de su existencia:
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«Astronomía.
»Un vigilante nocturno vela sobre media docena de linternas rojas en una calle obstruida. Hay mecheros de gas, lámparas y ventanas iluminadas en el barrio. Se frotan cerillas, se encienden fuegos, se declara un incendio, hay rótulos de neón y faros de automóviles. Pero el vigilante nocturno sigue con su pequeño sistema...»
Al propio tiempo, reanuda su búsqueda de hechos rechazados, pero sistemáticamente y esforzándose en comprobar cada uno de ellos. Somete su empresa a un plan que abarca la astronomía, la sociología, la psicología, la morfología, la química, el magnetismo. Ya no hace una simple colección: trata de obtener el dibujo de la rosa de los vientos exteriores, de construir la brújula para navegar por los océanos del otro lado, de reconstruir el rompecabezas de los mundos ocultos detrás de este mundo. Necesita cada una de las hojas que se agitan en el árbol inmenso de lo fantástico: unos aullidos conmueven el cielo de Nápoles el 22 de noviembre de 1821; unos peces caen de las nubes sobre Singapur en 1861; sobre Indre-et-Loire, un 10 de abril, se vierte una catarata de hojas muertas; junto con el rayo, caen hachas de piedra en Sumatra; caídas de materia viva; raptos cometidos por Tamerlanes del espacio; restos de mundos vagabundos circulan por encima de nosotros... «Soy inteligente y, por ello, estoy en fuerte contraste con los ortodoxos. Como no siento el desdén aristocrático de un conversador neoyorquino o de un hechicero esquimal, me veo obligado a concebir otros mundos...»
La señora Fort no se interesa, en absoluto, en todo esto. Su indiferencia es tal, que ni siquiera advierte su extravagancia. Él no habla de sus trabajos, o lo hace sólo a unos cuantos amigos encandilados. Prefiere no verles. Les escribe de vez en cuando. «Tengo la impresión de entregarme a un nuevo vicio recomendable a los amantes de los pecados inéditos. Al principio, algunos de mis datos eran tan espantosos o tan ridículos que, al ser leídos, sólo merecían repulsa o desprecio. Ahora la cosa va mejor; queda un poco de lugar para la piedad.»
Tiene la vista cansada. Se volverá ciego. Interrumpe su trabajo y se pasa varios meses meditando, comiendo sólo queso y Pan moreno. Al aclararse de nuevo la vista, emprende la exposición de su visión personal, antidogmática, del Universo, procurando abrir la comprensión de los demás con grandes humoradas. «A veces, me sorprendo a mí mismo al no pensar lo que Preferiría creer.» A medida que progresaba en el estudio de las diversas ciencias, progresaba también en el descubrimiento de su insuficiencia. Hay que demostrarlas hasta en sus cimientos: su espíritu es lo malo. Hay que empezar todo de nuevo, introduciendo los hechos excluidos, sobre los cuales ha reunido una documentación ciclópea. Ante todo, introducirlos. Después, explicarlos, si es posible. «No creo hacer un ídolo del absurdo. Pienso que, en los primeros tanteos, no hay medio de saber lo que será después aceptable. Si uno de los pioneros de la zoología (que habrá que rehacer) oyese hablar de pájaros que nacen en los árboles, tendría que consignar que ha oído decir que hay pájaros que nacen de los árboles. Después, y sólo después, tendría que pasar este dato por el tamiz.»
Hay que señalar, hay que señalar, y un día acabaremos por descubrir que algo nos hace señales.
Hay que revisar las estructuras mismas del conocimiento. Charles Hoy Fort siente estremecerse en su interior numerosas teorías que aleteaban con las plumas de ángel de lo chocante. Considera la Ciencia como un coche muy civilizado lanzado en una autopista. Pero a ambos lados de la maravillosa pista de asfalto y neón, se extiende un país salvaje, lleno de prodigios y de misterio. ¡Alto! ¡Explorad también el país a lo ancho! ¡Dad un rodeo! ¡Corred en zigzag! Por consiguiente, hay que hacer grandes gestos desordenados, a lo payaso, como cuando se intenta detener un coche. Poco importa que le tomen a uno por un payaso. Es urgente.
El señor Charles Hoy Fort, eremita del Bronx, entiende que tiene que realizar, lo más de prisa y con la mayor eficacia posible, cierto número de «monadas» absolutamente necesarias.
Persuadido de la importancia de su misión y liberado de su documentación, emprende la tarea de reunir en trescientas páginas los mejores de sus explosivos. «Alumbradme con el tronco de una
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secoya, pasadme las páginas de los candiles gredosos, multiplicadme por mil; entonces podré escribir con la amplitud que mi tema exige.»
Compone su primera obra, El libro de los Condenados, en el cual, dice, se expone «cierto número de experimentos sobre la estructura del conocimiento». Esta obra apareció en Nueva York, en 1919, y produjo una revolución en los medios intelectuales. Antes de las primeras manifestaciones del dadaísmo y del surrealismo, Charles Hoy Fort introdujo en la Ciencia lo que Tzara, Bretón y sus discípulos iban a introducir en las artes y en la literatura: la rotunda negativa a jugar al juego en que todo el mundo hace trampa, la furiosa afirmación de que «hay otra cosa». Un enorme esfuerzo, tal vez no para pensar lo real en su totalidad, sino para impedir que lo real sea pensado de un modo falsamente coherente. Una ruptura esencial. «Soy un tábano que martiriza el cuero del conocimiento para impedirle que se duerma.»
¿Qué es El libro de los Condenados? «Un ramo de oro para los flagelados por la crítica», declaró John Winterich. «Una de las monstruosidades de la literatura», escribió Edmund Pearson. Para Ben Hecht, «Charles Hoy Fort es un apóstol de la excepción y el sacerdote engañador de lo imposible». Martin Gardner, sin embargo, reconoce que «estos sarcasmos están en armonía con las críticas más admisibles de Einstein y de Russell». John W. Campbell asegura que «hay en esta obra, al menos, los gérmenes de seis ciencias nuevas». «Leer a Charles Hoy Fort es cabalgar en un cometa», confiesa Maynard Shipley, y Théodore Dreiser ve en él «la más grande figura literaria desde Edgar Poe».
El libro de los Condenados no fue publicado en Francia34 hasta 1955, y ello gracias a mis gestiones, que no fueron, por otra parte, demasiado diligentes. A despecho de las excelentes traducciones y presentaciones de Robert Benayoun y de un mensaje de Tiffany Thayer, que preside en los Estados Unidos la sociedad de Amigos de Charles Hoy Fort35, esta obra extraordinaria pasó casi inadvertida. Bergier y yo nos consolamos de la desgracia de uno de nuestros más queridos maestros, pensando que éste, en lo más profundo del supermar de los Sargazos celeste, donde sin duda mora, disfrutaría con este clamor del silencio que sube hacia él desde el país de Descartes.
Nuestro antiguo coleccionista de mariposas sentía horror por lo fijo, lo clasificado, lo definido. La Ciencia aísla los fenómenos y las cosas para observarlos. La gran idea de Charles Hoy Fort es que nada es aislable. Toda cosa aislada deja de existir.
Una mariposa liba en un clavel: es la mariposa más el jugo del clavel; es un clavel menos el apetito de la mariposa. Toda definición de una cosa en sí es un atentado contra la realidad. «Entre las tribus llamadas salvajes, se rodea de respetuosos cuidados a los simples de espíritu. Generalmente, se tiene la debilidad de espíritu. Todos los sabios empiezan sus trabajos con esta clase de definiciones, y en nuestras tribunas, se rodea a los sabios de atenciones respetuosas.»
He aquí que Charles Hoy Fort, amante de lo insólito, escriba de los milagros, empeñado en una
34 Éditions des Deux-Rives, París. Colección «Lumiére interdite», dirigida Por Louis Pauwels.
Después de El libro de los Condenados, Fort publicó, en 1923, Tierras nuevas. Aparecidos después de su muerte: Lo!, en 1931, y Talentos salvajes, en 1932. Estas obras gozan de cierta celebridad en América, Inglaterra y Australia.
He tomado numerosos datos del estudio de Robert Benayoun.
35 Mr. Tiffany declaraba, especialmente:
«Las cualidades de Charles Hoy Fort sedujeron a un grupo de escritores americanos que resolvieron proseguir, en su honor, el ataque que había lanzado contra os omnipotentes sacerdotes del nuevo dios: la Ciencia, y contra todas las formas dogmáticas. Con esta finalidad se fundó la sociedad "Charles Fort", el 26 de enero de 1931.
»Entre sus fundadores se cuentan Théodore Dreiser, Booth Tarkington, Ben Hecht, Harry León Wilson, John Cowper Powys, Alexander Woollcott, Burton Rascoe, Aaron Sussman, y el secretario infrascrito, Tiffany Thayer.
«Charles Fort murió en 1932, en vísperas de la publicación de su cuarta obra, Talentos salvajes. Sus innumerables notas, que había recogido en las bibliotecas del mundo entero y por conducto de una correspondencia internacional, fueron legadas a la sociedad "Charles Fon"; constituyen hoy el núcleo de los archivos de esta sociedad y se acreditan diariamente gracias a la contribución de los miembros de cuarenta y nueve países, sin contar los Estados Unidos, Alaska y las islas Hawai.
»La sociedad publica una revista trimestral, Doubt (La duda). Esta revista es, además, una especie de cámara de compensación de todos los hechos "malditos", es decir, que la ciencia ortodoxa no puede o no quiere asimilar: por ejemplo, los platillos volantes. En efecto, los informes y estadísticas que posee la sociedad sobre este tema forman el conjunto más antiguo, más vasto y más completo de todos.
»La revista Doubt publica igualmente las notas de Fort.»
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formidable reflexión sobre la reflexión. Porque Fort arremete contra la estructura mental del hombre civilizado. No está en absoluto de acuerdo con el motor de dos tiempos que aumenta el pensamiento moderno. Dos tiempos: el sí y el no, lo positivo y lo negativo. El conocimiento y la inteligencia modernos se apoyan sobre este funcionamiento binario; justo, falso; abierto, cerrado; vivo, muerto; líquido, sólido; etc. Lo que Fort exige contra Descartes es un punto de vista de lo general, a partir del cual lo particular podría ser definido según sus relaciones con aquél; a partir del cual cada cosa sería percibida como intermediaria de otra cosa. Exige una nueva estructura mental, capaz de percibir como reales los estados intermediarios entre el sí y el no, entre lo positivo y lo negativo. Es decir, un razonamiento por encima del binario. En cierto modo, un tercer ojo de la inteligencia. Para expresar la visión de este tercer ojo, el lenguaje, que es un producto del binario (una conjuración, una limitación organizada), es insuficiente. Fort necesita, pues, utilizar adjetivos de dos caras, epítetos-Jano: «real-irreal», «inmaterial-material», «soluble-insoluble».
Un amigo nuestro, un día que Bergier y yo almorzábamos con él, inventó de los pies a la cabeza a un grave profesor austríaco llamado Kreyssler, hijo del dueño de una posada de Magdeburgo, conocida por Los dos Hemisferios. Herr profesor Kreyssler, del que nos habló largo rato, había realizado un trabajo gigantesco para la refundición del lenguaje occidental. Nuestro amigo pensaba publicar en una revista seria un estudio sobre «el verbalismo de Kreyssler», lo cual habría sido un engaño muy útil. El caso fue que Kreyssler había intentado desatar el corsé del lenguaje, a fin de que éste pudiese respirar los estados intermedios olvidados por nuestra actual estructura mental. Pongamos un ejemplo. El retraso y el adelanto. ¿Cómo podría yo definir el retraso sobre el adelanto que pensaba hacer? No existe palabra para ello. Kreyssler proponía ésta: el arretraso ¿Y el adelanto sobre el retraso que llevaba? El readelanto. Aquí sólo se trata de intermedios en el tiempo. Pasemos ahora a los estados psicológicos. El amor y el odio. Si amo cobardemente, amándome sólo a mí mismo a través de! otro, arrastrado de esta manera al odio, ¿puedo llamarlo amor? No es más que amodio. Si odio a mi enemigo, pero sin perder el hilo de la unidad de todos los seres, cumpliendo mi deber de enemigo, pero conciliando odio y amor, ya no es odio, sino odamor. Pasemos a los intermedios fundamentales. ¿Qué es morir y qué es vivir? ¡Cuántos estados intermedios existen que no queremos ver. Hay el movir, que no es vivir, sino sólo impedir la propia muerte. Y hay el vivir de veras a despecho del deber de morir, que es el vivir. Consideremos, finalmente, los estados de conciencia. ¡Cómo flota nuestra conciencia entre el dormir y el velar! ¡Cuántas veces mi conciencia no hace más que vemir, o sea pensarse que vela cuando se adormece! Dios quiere que, sabiéndose tan bien dispuesta a dormir, procure velar, lo cual no es otra cosa que dorlar.
Nuestro amigo acababa de leer a Fort cuando nos obsequió con esta farsa genial. «En términos metafísicos -dice Fort-, entiendo que todo lo que comúnmente se llama "existencia" y que yo llamo estado intermedio, es una cuasiexistencia ni real ni irreal, sino expresión de una tentativa que apunta a lo real o a la penetración de una existencia real.» Esta empresa no tiene precedentes en los tiempos modernos. Anuncia el gran cambio de estructura del espíritu que exigen a la actualidad los descubrimientos de ciertas realidades psicomatemáticas. Al nivel de la partícula, por ejemplo, el tiempo circula en los dos sentidos a la vez. Hay ecuaciones que son a un tiempo verdaderas y falsas. La luz es a la vez continua y discontinua.
«Lo que llamamos Ser es el movimiento: todo movimiento no es expresión de un equilibrio, sino de un ensayo de puesta en equilibrio, o del equilibrio no alcanzado. Y el simple hecho de ser se manifiesta en el intermedio entre equilibrio y desequilibrio.» Esto data de 1919 y coincide con las reflexiones contemporáneas de un físico biólogo como Jacques Ménétrier sobre la inversión de la entropía.
«Todos los fenómenos, en nuestro estado intermedio o cuasiestado, representan un intento de organización, de armonización, de individualización, es decir, una tentativa de alcanzar la realidad. Pero toda tentativa es puesta en jaque por la continuidad o por las fuerzas exteriores. Por los hechos excluidos, contiguos de los incluidos.» Esto rebasa una de las operaciones más abstractas de la
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física cuántica: la normalización de las funciones, operación que consiste en establecer la función describiendo un objeto físico de tal manera que haya una posibilidad de volver a encontrar este objeto en el Universo entero.
«Concibo todas las cosas como ocupando gradaciones, etapas regulares entre la realidad y la irrealidad.» Por esto le importa poco a Fort apoderarse de tal hecho o de tal otro para empezar a describir la totalidad. Y, ¿por qué elegir un hecho tranquilizador para la razón, más que un hecho inquietante? ¿Por qué excluir? Para calcular un círculo, se puede empezar no importa dónde. Señala, por ejemplo, la presencia de platillos volantes. He aquí un grupo de hechos a partir de los cuales se puede empezar a captar la totalidad. Pero, nos dice en seguida, "una tempestad de vincapervinca nos servirá exactamente igual".»
«No soy realista. No soy idealista. Soy intermediarista.» Pero, ¿cómo hacernos entender, si atacamos la raíz de la comprensión, la base misma del espíritu? Por una aparente excentricidad, que es el lenguaje-choque del genio realmente centralista: va tanto más lejos a buscar sus imágenes, cuanto que está seguro de volverlas a traer al punto fijo y profundo de su meditación. En cierta medida nuestro compadre Charles Hoy Fort procede a la manera de Rabelais. Arma una batahola de humor y de imágenes capaz de despertar a los muertos.
«Colecciono notas sobre todos los temas dotados de alguna diversidad, como las desviaciones de la concentricidad en el cráter lunar Copérnico, la súbita aparición de ingleses purpúreos, los meteoros estacionarios, o el brote repentino de cabellos en la cabeza calva de una momia. Sin embargo, mi mayor interés no recae sobre los hechos, sino sobre las relaciones entre los hechos. He meditado mucho sobre las, por así decirlo, relaciones que suelen llamarse coincidencias. ¿Y si las coincidencias no existieran?»
«En tiempos pasados, cuando yo era un picaron notablemente perverso, me condenaban a trabajar los sábados en la tienda paterna, donde debía rascar los marbetes de las latas de conservas de la competencia, y pegar en ellas las de mis padres. Un día en que se alzaba ante mí una verdadera pirámide de latas de frutas y legumbres, sólo me quedaban rótulos de melocotones. Los fui pegando a las latas de melocotón, hasta que llegué a los albaricoques. Y pensé: ¿Acaso los albaricoques no son melocotones? Y ciertas ciruelas, ¿no son albaricoques? En vista de lo cual, comencé concienzuda o científicamente a pegar mis rótulos de melocotón en las latas de ciruelas, de cerezas, de judías y de guisantes. ¿Cuál era mi motivo? Hoy día, lo ignoro, pues aún no he decidido si era un sabio o un humorista.»
«Aparece una nueva estrella: ¿hasta qué punto difiere de ciertas gotas de origen desconocido que acaban de descubrir sobre un algodonal de Oklahoma?»
«En este momento tengo un ejemplar de mariposa particularmente ruidosa: una esfinge de calavera. Chilla como un ratón y el sonido me parece vocal. Se dice que la mariposa Kalima, semejante a una hoja muerta, imita a las hojas muertas. Pero la esfinge de calavera, ¿imita acaso a las osamentas?»
«Si no hay diferencias positivas, no es posible definir nada como positivamente diferente de otra cosa. ¿Qué es una casa? Una granja es una casa, a condición de que vivan en ella. Pero si la residencia constituye la esencia de una casa, más que el estilo arquitectónico, entonces un nido de pájaros es una casa. La ocupación humana no constituye un criterio, ya que los esquimales tienen casas de hielo. Y así dos cosas tan positivamente diferentes como la Casa Blanca de Washington y la cáscara de un cangrejo ermitaño resultaban contiguas.»
«Islas de coral blanco en un mar azul oscuro.
»Su apariencia definitiva, su apariencia de individualidad o la diferencia positiva que los separa, no son más que protección del mismo fondo oceánico. La diferencia entre tierra y mar no es positiva. En toda agua hay un poco de tierra, en toda tierra hay agua. De suerte que todas las apariencias son falaces, ya que forman parte de un mismo espectro. Una pata de mesa no tiene nada de positivo; no es más que la proyección de algo. Y ninguno de nosotros es una persona, ya que
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físicamente somos contiguos de lo que nos rodea, ya que psíquicamente no nos llega más que la expresión de nuestras relaciones con todo lo que nos rodea.
»Mi posición es la siguiente: todas las cosas que parecen poseer una identidad individual no son más que islas, proyecciones de un continente submarino, y no tienen contornos reales.»
«Por belleza, designaría yo lo que parece completo. Lo incompleto o lo mutilado es totalmente feo. A la Venus de Milo, un niño la encontraría fea. Si un espíritu puro la imagina completa, se convertirá en bella. Una mano concebida como mano puede parecer bella. Abandonada en un campo de batalla, deja de serlo. Pero todo lo que nos rodea es parte de una cosa que a su vez es parte de otra: en este mundo no hay nada bello; sólo las apariencias son intermedias entre la belleza y la fealdad. Sólo es completa la universalidad, sólo es bello el completo.»
El pensamiento profundo de nuestro maestro Fort es, pues, la unidad subyacente de todas las cosas y de todos los fenómenos. Ahora bien, el pensamiento civilizado de finales del siglo XIX pone paréntesis en todas partes, y nuestro modo de razonamiento, binario, no considera más que la dualidad. He aquí al locosabio del Bronx rebelándose contra la ciencia exclusivista de su tiempo, y también contra la estructura misma de nuestra inteligencia. Encuentra necesaria otra forma de inteligencia: una inteligencia en cierto modo mística, desesperada en presencia de la Totalidad. A partir de lo cual, sugerirá otros métodos de conocimiento. Para prepararnos a ello, procede por desgarrones, por estallidos de nuestros hábitos de pensar. «Os enviaré a estrellaros contra las puertas que se abren a otras cosas.»
Sin embargo, el señor Fort no es un idealista. Milita contra nuestra falta de realismo: negamos lo real cuando es fantástico. Fort no predica una nueva religión. Por el contrario, se apresura a levantar una barrera alrededor de su doctrina para impedir la entrada a los espíritus débiles. Está persuadido de que «todo está en todo», de que el Universo está contenido en un grano de arena. Pero esta certeza metafísica sólo puede brillar en el más alto nivel de la reflexión. No podría descender a nivel del ocultismo primitivo sin caer en la ridiculez. No podría permitir las locuras del pensamiento analógico, tan caro a los dudosos esotéricos que os explican sin cesar una cosa por otra: la Biblia por los números, la última guerra por la Gran Pirámide, la revolución por los naipes, mi porvenir por los astros, y que ven señales de todo en todas partes. «Probablemente existe una relación entre una cosa y un hipopótamo; sin embargo, jamás se le ocurrirá a un joven ofrecer a su prometida un ramo de hipopótamos.» Mark Twain, denunciando el mismo vicio de razonamiento, declaraba jocosamente que se puede explicar La canción de primavera por las Tablas de la Ley, puesto que Moisés y Mendelssohn son un mismo nombre: basta con sustituir Moisés por Mendelssohn. Y Charles Hoy Fort vuelve a la carga con esta caricatura: «Se puede identificar un elefante a un girasol: los dos tienen un largo apéndice. No se puede distinguir un camello de un cacahuete, si sólo se tienen en cuenta las jorobas.»
Así es nuestro buen hombre, sólido y de saber alegre.
Veamos ahora cómo su pensamiento toma un vuelo cósmico.
¿Y si la propia Tierra no fuese real más que como a tal? ¿Si no fuese más que algo intermedio en el Cosmos? Tal vez la Tierra no es en modo alguno independiente, y tal vez la vida sobre la Tierra no es independiente en modo alguno de otras vidas, de otras existencias en los espacios...
Cuarenta mil notas sobre las lluvias de todas clases caídas aquí abajo, invitaron desde hace tiempo a Charles Hoy Fort a admitir la hipótesis de que la mayoría de ellas no son de origen terrestre. «Propongo que se considere la idea de que, más allá de nuestro mundo, hay otros continentes de los que caen objetos, igual que las pavesas de América son arrastradas sobre Europa.»
Digámoslo inmediatamente: Fort no es un ingenuo. No lo cree todo. Sólo se subleva contra la costumbre de negar a priori. No señala con el dedo a las verdades: da puñetazos para demoler el edificio científico de su tiempo, constituido por verdades tan parciales que parecen errores. ¿Se ríe?
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Es que no comprende que el esfuerzo humano para adquirir el conocimiento no pueda nunca ser alegrado por la risa, que también es humana. ¿Inventa? ¿Sueña? ¿Exagera? ¿Es un Rabelais cósmico? Él lo reconoce. «Este libro es una ficción, como los Viajes de Gulliver o El origen de las especies.»
«Lluvias y nieve negras, copos de nieve negros como el azabache. Escoria de fundición cae del cielo en el mar de Escocia Se encuentra en tan gran cantidad que podría representar el rendimiento global de todas las fundiciones del mundo. Pienso en una isla próxima a una ruta comercial transoceánica. Podría recibir muchas veces al año los detritos procedentes de las naves de paso.» ¿Y por qué no restos o desperdicios de naves interestelares?
Lluvias de sustancia animal, de material gelatinoso, acompañadas de un fuerte olor a podrido. « ¿Admitiremos que en los espacios infinitos flotan vastas regiones viscosas y gelatinosas?» ¿Se trataría de cargamentos alimenticios depositados en el cielo por los Grandes Viajeros de otros mundos? «Tengo la impresión de que, encima de nuestras cabezas, una región estacionaria, en la cual las fuerzas gravitatorias y meteorológicas terrestres son relativamente inertes, recibe del exterior productos análogos a los nuestros.»
Lluvias de animales vivos: peces, ratas, tortugas. ¿Venidos de otra parte? En este caso, tal vez los seres humanos vinieron ancestralmente de otros mundos... A menos que se trate de animales arrancados a la Tierra por huracanes o trombas y depositados en una región del espacio donde no actúa la gravitación, especie de cámara frigorífica donde se conservan indefinidamente los objetos de estos raptos. Arrancados de la Tierra y cruzando la puerta que se abre al más allá, reunidos en un supermar de los Sargazos celeste. «Los objetos arrancados por los huracanes pueden haber entrado en una zona de suspensión situada encima de la Tierra, flotar uno tras otro largo tiempo, y caer al fin...» «Tienen ustedes los datos; hagan con ellos lo que quieran...» « ¿Adonde van las trombas, y de qué están hechas...?» «Un supermar de los Sargazos: pavesas, detritos, viejos restos de naufragios interplanetarios, objetos arrojados al que llamados espacio por las convulsiones de los planetas vecinos, reliquias de los tiempos de los Alejandros, los Césares y los Napoleones de Marte, de Júpiter y de Neptuno. Objetos elevados por nuestros ciclones: granjas y caballos, elefantes, moscas, pterodáctilos y moas, hojas de árboles recientes o de la edad carbonífera, todo tendiendo a desintegrarse en lodos o polvos homogéneos, rojos, negros o amarillos, tesoros para paleontólogos o arqueólogos, acumulaciones de siglos, huracanes de Egipto, de Grecia, de Asiría...»
«Caen piedras con el rayo. Los campesinos creyeron en los meteoritos, pero la Ciencia excluyó a los meteoritos. Los campesinos creen en la piedra del rayo, la Ciencia excluye la piedra del rayo. Es inútil recalcar que los campesinos surcan el campo mientras los sabios se encierran en sus laboratorios.»
Piedras del rayo esculpidas. Piedras llenas de marcas, de señales. ¿Y si desde otros mundos intentasen de esta forma comunicarse con nosotros, o al menos con algunos de nosotros? « ¿Con una secta, acaso con una sociedad secreta, o tal vez con ciertos habitantes muy esotéricos de esta Tierra?» Hay mulares y millares de testimonios sobre estas tentativas de comunicación. «Mi prolongada experiencia de la supresión y de la indiferencia me inclina a pensar, incluso antes de entrar en el tema, que los astrónomos han visto estos mundos, que los meteorólogos, los sabios y los observadores especializados los han percibido en muchas ocasiones. Pero que el Sistema ha excluido todos los datos.»
Recordemos una vez más que esto se escribía alrededor de 1910. Hoy, rusos y americanos construyen laboratorios para el estudio de las señales que pudieran enviarnos de otros mundos.
¿Y si hubiésemos sido visitados en un pasado remoto? ¿Y si fuese falsa la paleontología? ¿Y si las grandes osamentas descubiertas por los sabios evolucionistas del siglo XIX hubiesen sido juntadas arbitrariamente? ¿Restos de seres gigantescos, o posibles visitantes de nuestro planeta? En el fondo, ¿quién nos obliga a creer en la fauna prehumana de que nos hablan los paleontólogos, que no saben de ello más que nosotros? «Por muy optimista y crédulo que sea, cada vez que visito el
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Museo Americano de Historia Natural mi cinismo se impone en la sección de "Fósiles". Osamentas gigantescas, reconstruidas de manera que sean "verosímiles", como los dinosaurios. En el piso inferior, hay una reconstrucción del "dodo". Es una verdadera ficción, presentada como tal. Pero construida con tal amor con una ansia tal de convencer...»
« ¿Por qué, si fuimos visitados antaño, no lo somos ahora?
«Entreveo una respuesta sencilla e inmediatamente aceptable:
» ¿Educaríamos, civilizaríamos, si pudiésemos, a los cerdos, a las ocas y a las vacas? ¿Obraríamos con prudencia si estableciésemos relaciones diplomáticas con la gallina que funciona para satisfacernos con su sentido absoluto de lo logrado?
»Creo que somos bienes inmuebles, accesorios, ganado.
»Pienso que pertenecemos a algo; que antaño la Tierra era una especie de no man's land que otros mundos exploraron, colonizaron y se disputaron entre ellos.
»Actualmente, algo posee la Tierra y ha alejado de ella a todos los colonos. Nada se nos ha aparecido viniendo de más allá, tan abiertamente como Cristóbal Colón al desembarcar en San Salvador, o como Hudson al remontar el río que lleva su nombre. Pero, en cambio, presentaré pruebas convincentes de visitas subrepticias hechas al planeta de viajeros emisarios venidos tal vez de otro mundo y que se han empeñado en evitarnos.
»Para realizar esta tarea, tendré que descuidar a mi vez ciertos aspectos de la realidad. Me parece difícil, por ejemplo, abarcar en un solo libro los posibles usos de la Humanidad para un modo distinto de existencia, o incluso justificar la ilusión halagadora de que podemos ser útiles para algo. Los cerdos, las ocas y las vacas deben descubrir primero que son poseídos, para preocuparse después de saber por qué se los posee... Acaso somos utilizables, tal vez se ha celebrado ya un convenio entre varias partes interesadas: algo tiene sobre nosotros un derecho legal, después de haber pagado, para obtenerlo, el equivalente de las baratijas que le exigía nuestro propietario anterior. Y esta transacción es conocida desde hace muchos siglos por algunos de nosotros, dirigentes de un culto o de una orden secreta cuyos miembros, a la manera de esclavos distinguidos, nos dirigen de acuerdo con las instrucciones recibidas y nos empujan hacia nuestras misteriosas funciones.
»En otros tiempos mucho antes de que se estableciese la Posesión legal, les habitantes de una multitud de universos aterrizaron en nuestro mundo; saltaron, volaron, navegaron o anduvieron al garete por él, empujados a nuestras orillas o atraídos por ellas, aisladamente o en grupos, visitándonos ocasional. Periódicamente, por razones de caza, de trueque o de prospección, o tal vez incluso para llenar sus harenes. Fundaron en nuestro mundo sus colonias, y se perdieron o tuvieron que marchar. Pueblos civilizados o primitivos, seres o cosas, formas blancas, negras o amarillas.»
No estamos solos, la Tierra no está sola, «todos somos insectos y ratones, y sólo expresiones distintas de un gran queso universal del que percibimos vagamente las fermentaciones y el olor. Hay otros mundos detrás del nuestro, otras vidas detrás de lo que nosotros llamamos vida. Hay que abolir los paréntesis del exclusivismo para abrir la hipótesis de la Unidad fantástica. Y no importa que nos equivoquemos, dibujando, por ejemplo, un mapa de América en el cual el Hudson conduzca directamente a la Siberia: lo esencial, en este momento de renacimiento del espíritu y de los métodos de conocimiento, es que tengamos la convicción de que hay que volver a dibujar los mapas, de que el mundo no es lo que creíamos que era, y de que nosotros mismos debemos transformarnos, en el seno de nuestra propia conciencia, en algo distinto de lo que éramos.
Otros mundos se comunican con la Tierra. Tenemos pruebas de ello. Tal vez las que creemos ver no son las buenas. Pero las hay. ¿Son pruebas las señales de ventosas en los montes? Lo ignoramos. Pero ellas despertaron nuestro espíritu, poniéndolo en condiciones de hallar otras mejores.
«Estas señales parecen simbolizar la comunicación.
»Pero no los medios de comunicación entre los habitantes de la Tierra. Tengo la impresión de
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que una fuerza exterior ha marcado con símbolos las rocas de la Tierra, y lo ha hecho desde muy lejos. No creo que las señales de ventosas sean comunicaciones inscritas entre diversos habitantes de la Tierra, porque parece inaceptable que los habitantes de la China, de Escocia y de América hayan concebido lodos el mismo sistema. Las señales de ventosas son una serie de impresiones sobre las rocas y que hacen pensar irresistiblemente en las ventosas. A veces aparecen rodeadas de un círculo, y otras, de un simple semicírculo. Se encuentran virtualmente en todas partes, en Inglaterra, en Francia, en América, en Argelia, en el Caucazo y en Palestina; en todas partes salvo, acaso, en el Gran Norte. En China, los acantilados están sembrados de ellas. En un cantil próximo al lago de Como existe un laberinto de estas marcas. En Italia, en España y en la India, se encuentran en cantidades increíbles. Supongamos que una fuerza análoga, digamos, a la fuerza eléctrica, puede marcar las rocas desde lejos como el selenio puede ser marcado, a centenares de kilómetros, por los telefotógrafos; pero yo soy hombre de pensamientos dobles.
»Exploradores perdidos, venidos de alguna parte. Desde esta parte se intenta comunicar con ellos, y una lluvia de mensajes cae sobre la Tierra, en la esperanza de que algunos de ellos marquen las rocas en lugar próximo a los exploradores extraviados. También es posible que en algún lugar de la Tierra exista una superficie rocosa de un género muy especial, un receptor, una construcción polar o una colina abrupta y cónica, en la cual, desde hace siglos, se inscriben los mensajes de otro mundo. Pero a veces estos mensajes se pierden y marcan paredes situadas a millares de kilómetros del receptor. Acaso las fuerzas disimuladas detrás de la Historia de la Tierra han dejado en las rocas de Palestina, de Inglaterra, de China y de la India archivos que serán un día descifrados, o instrucciones mal dirigidas a las órdenes esotéricas, a los francmasones y a los jesuitas del espacio.»
Ninguna imagen es demasiado loca, ninguna hipótesis, demasiado audaz: catapultas para hundir la fortaleza. Hay máquinas volantes, hay exploradores en el espacio. ¿Y si, de paso, se llevaran, para estudiarlos, algunos organismos vivos de aquí abajo? «Yo creo que nos pescan. ¿Y si fuésemos un manjar exquisito para los supergourmets de esferas superiores? Me entusiasma pensar, que, a fin de cuentas, yo pueda ser útil para algo. Tengo la seguridad de que muchas redes se han arrastrado por nuestra atmósfera y han sido tomadas por trombas o huracanes. Creo que nos pescan, pero esto sólo lo digo de pasada...»
Ya hemos alcanzado las profundidades de lo inadmisible, murmura con tranquila satisfacción nuestro padrecito Charles Hoy Fort. Se quita la visera verde, se frota los hinchados ojos cansados, se alisa el bigote de foca y se va a la cocina, para asegurarse de que su buena esposa, Anna, al cocer las judías coloradas de la cena, no prenda fuego a la barraca, a los cartones, a las fichas, al museo de la coincidencia, al conservatorio de lo improbable, al salón de los artistas celestes, a la oficina de los objetos caídos, a la biblioteca de los otros mundos, a la catedral de San Masallá, el resplandeciente, el fabuloso disfraz de Locura que viste la Sabiduría.
Anna, querida, apaga de una vez tu hornillo.
Buen provecho, señor Fort.
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II
Una hipótesis para la hoguera.-Donde el clérigo y el biólogo hacen payasadas.-Se necesita un Copérnico de la antropología.-Muchos blancos en todos los mapas.-El doctor Fortune no es curioso.-El misterio del platino fundido.-Cuerdas que son libros.-El árbol y es teléfono.-Un relativismo cultural.- Y ahora, ¿una buena historieta!
Acción militante para la mayor apertura posible del espíritu, iniciación a la conciencia cósmica, la obra de Charles Hoy Fort inspirará directamente al más grande poeta de los universos paralelos, H. P. Lovecraft, padre de lo que se ha convenido en llamar «ciencia-ficción» y que se nos presenta, en realidad, al mismo nivel de las diez o quince obras maestras del género, algo así como la llíada y la Odisea de la civilización en marcha. Hasta cierto punto, el espíritu de Charles Hoy Fort inspira también nuestro trabajo. Nosotros no lo creemos todo. Pero creemos que todo merece ser examinado. A veces el estudio de los hechos conduce a la más amplia expresión de los hechos verdaderos. No se puede alcanzar algo completo practicando la omisión. Como Fort, nos esforzamos en reparar un cierto número de omisiones y aceptamos nuestra parte en el riesgo de ser tenidos por locos. Otros cuidarán de descubrir las buenas pistas de nuestra selva salvaje.
Fort estudiaba todo lo que, aparentemente, había caído del cielo. Nosotros estudiamos las huellas, más o menos probables, que algunas civilizaciones desaparecidas hayan podido dejar sobre la Tierra. Y ello sin excluir ninguna hipótesis: civilización atómica muy anterior a lo que llamamos prehistoria, enseñanza procedente de habitantes de Fuera, etc. Como el estudio científico del pasado remoto de la Humanidad apenas ha empezado y reina en él la mayor confusión, estas hipótesis no son más inverosímiles ni están menos fundadas que las corrientemente admitidas. Lo importante, para nosotros, es dar a la cuestión un máximo de amplitud.
No vamos a proponer una tesis sobre las civilizaciones desaparecidas. Vamos sólo a proponer a ustedes que consideren el problema siguiendo un nuevo método: no inquisitorial.
Según el método clásico, hay dos clases de hechos: los condenados y los otros. Por ejemplo, las descripciones de ingenios volantes en textos antiquísimos, el empleo de fuerzas parapsicológicas entre los «primitivos» o la presencia de níquel en monedas del año 235 a. de J. C.36, son hechos condenados. Excluidos. Estudio negado. Hay dos clases de hipótesis: las molestas y las otras. Los frescos descubiertos en la gruta de Tassili, en el Sahara, representan principalmente personajes tocados con cascos de largos cuernos, de donde parten unos cohetes dibujados a base de millares de puntitos. Se dice que son granos de trigo, testimonio de una civilización campesina. Bien, pero nada lo prueba. ¿Y si se tratase de la representación de campos magnéticos? ¡Horror! ¡Espantosa hipótesis! ¡Brujería! ¡La camisa de azufre! ¡A la hoguera! Llevado al extremo, el método clásico, al que llamamos inquisitorial, conduce a resultados como el siguiente:
Un clérigo indio, el reverendo Pravanananvanda, y un biólogo americano, el doctor Strauss, de la «John Hopkins University», acaban de identificar al abominable hombre de las nieves. Se trata pura y simplemente del oso pardo del Himalaya. Ninguno de los dos competentes sabios ha visto al animal. Pero declaran: «como nuestra hipótesis es la única que no es fantástica, debe de ser la buena». Se faltaría, pues, al espíritu científico, prosiguiendo vanas investigaciones. ¡Gloria al reverendo y al doctor! Sólo falta que comuniquen al yeti que es el oso pardo del Himalaya.
Nuestro método, consecuente con nuestra época (comparable en varios aspectos con el Renacimiento), descansa sobre el principio de tolerancia. Se acabó la inquisición. Nos negamos a excluir hechos y a rechazar hipótesis. Triar lentejas es una acción útil, pues las piedrecitas no son comestibles. Pero nada prueba que ciertas hipótesis excluidas y ciertos hechos condenados no sean
36 Se trata de las monedas acuñadas por el rey Eutidemus II, 235 años antes de J. C. (Scientific American, enero de 1960).
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alimenticios. No trabajamos para los débiles ni para los alérgicos, sino para todos aquellos que, según se dice, tienen estómago.
Estamos persuadidos de que, en el estudio de las civilizaciones pasadas, hay numerosas denegaciones de prueba, exclusiones a priori, ejecuciones inquisitoriales. Las ciencias humanas han progresado menos que las ciencias físicas y químicas, y el espíritu positivista del siglo XIX impera aún como dueño, tanto más exigente cuanto que siente acercarse la muerte.
La antropología espera su Copérnico. Antes de Copérnico, la Tierra era el centro del Universo. Para la antropología clásica, nuestra civilización es el centro de todo pensamiento humano, en el espacio y en el tiempo. Compadezcámonos del pobre primitivo, sumido en las tinieblas de la mentalidad prelógica. Quinientos años nos separan de la Edad Media y sólo empezamos a defenderla de la acusación de oscurantismo. El siglo de Luis XV prepara la Europa moderna, y son precisos los recientes trabajos de Pierre Gaxotte para que deje de considerarse aquel siglo como una barrera de egoísmo levantada contra el movimiento de la Historia. Nuestra civilización, como todas las otras, es una conjuración.
El ramo de oro, de Sir James Frazer, es una obra voluminosa y que pesa. En ella se recoge el folklore de todos los países. Ni un instante ha pasado por las mientes de Sir Frazer que Pudiese tratarse de algo más que de curiosas supersticiones y costumbres pintorescas. Los salvajes atacados de enfermedades infecciosas comen el hongo penicillum notatum; es que buscan, por magia imitativa, aumentar su potencia ingiriendo aquel símbolo fálico. También el empleo de la digitalina es una superstición. La ciencia de los antibióticos, las operaciones en estado hipnótico, la obtención de lluvia artificial mediante la dispersión de sales de plata, por ejemplo, deberían ser causa de que empezasen a suprimirse ciertas prácticas «primitivas» del capítulo de «genuinidades».
Sir Frazer, con la seguridad absoluta de pertenecer a la única civilización digna de este nombre, se niega a considerar que puedan existir técnicas reales, aunque de un orden distinto de las nuestras, entre los hombres «inferiores», y su Ramo de oro se parece a los mapas del mundo diseñados por iluminadores que no conocían más que el Mediterráneo: tapaban los blancos con dibujos e inscripciones: «País de los Dragones», «Isla de los Centauros»... Por otra parte, ¿no se apresura acaso el siglo XIX, en todos los terrenos, a disfrazar todos los blancos de todos los mapas e incluso los geográficos? Hay en el Brasil, entre el río Tapajós y el río Xingú, una tierra desconocida, tan vasta como Bélgica. Ningún explorador ha llegado hasta El Yafri, la ciudad prohibida de Arabia. Un día de 1943, una División japonesa armada desapareció sin dejar rastro en Nueva Guinea.
Y, si las dos potencias que se reparten el mundo llegan a entenderse, el verdadero mapa del planeta nos reservará algunas sorpresas. Desde la existencia de la bomba «H», los militares están realizando en secreto un censo de las cavernas: laberinto subterráneo extraordinario en Suecia, subsuelo de Virginia y de Checoslovaquia, un lago escondido bajo las Baleares... Blancos en el mundo físico, blancos en el mundo humano. Aún no lo sabemos todo sobre las fuerzas del hombre, sobre los recursos de su inteligencia y de su psiquismo, y hemos inventado islas de Centauros y países de los Dragones: mentalidad prelógica, supersticiosa, folklore, magia imitativa.
Hipótesis: otras civilizaciones pudieron ir infinitamente más lejos que nosotros en la exploración de las fuerzas parapsicológicas.
Respuesta: no hay fuerzas parapsicológicas.
Lavoiser declaró que no había meteoritos al declarar: «No pueden caer piedras del cielo, porque en el cielo no hay piedras.» Simón Newcomb demostró que los aviones no podrían volar, porque es imposible una aeronave más pesada que el aire.
El doctor Fortune se va a Nueva Guinea a estudiar a los dobúes. Es un pueblo de magos, con la particularidad de que creen que sus técnicas mágicas sirven en todas partes y para todos. Cuando el doctor Fortune emprende el regreso, un indígena le obsequia con un sortilegio que permite hacerse invisible a los demás. «Yo me he servido de él a menudo para robar un cerdo asado a la luz del día.
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Siga bien mis recomendaciones y podrá birlar todo lo que quiera en las tiendas de Sidney.» «Naturalmente -dice el doctor Fortune-, jamás lo he probado.» Recuerden ahora a nuestro amigo Charles Hoy Fort: «En la topografía de la inteligencia, se podría definir el conocimiento como la ignorancia envuelta en risas.»
Sin embargo, está en vías de crearse una nueva escuela de antropología, y M. Levi-Strauss no vacila en levantar gran polvareda declarando que los negritos están probablemente más fuertes que nosotros en materia de psicoterapia. Adelantado de esta nueva escuela, el americano William Seabrook, al terminar la primera gran guerra, partió para Haití, con el fin de estudiar el culto vudú. No hay que mirar desde el exterior, sino vivir esta magia, entrar sin prevenciones en este otro mundo. Paul Morand escribe magníficamente de Seabrook37:
«Seabrook es tal vez el único blanco de nuestra época que ha recibido el bautismo de sangre. Lo ha recibido sin escepticismo ni fanatismo. Su actitud frente al misterio es la de un hombre de nuestros días. La ciencia de los diez últimos años nos ha llevado al borde del infinito: de ahora en adelante, todo puede ocurrir: viajes interplanetarios, descubrimiento de la cuarta dimensión, T.S.H. con el cielo. Hay que reconocernos esta superioridad sobre nuestros padres: ahora estamos dispuestos a todo, menos crédulos y más creyentes. Cuanto más nos remontamos hacia el origen del mundo, más penetramos en los pueblos primitivos y más descubrimos que sus secretos tradicionales coinciden con las investigaciones actuales. Desde hace POCO se considera a la Vía Láctea como generadora de mundos estelares: ahora bien, los aztecas lo habían afirmado expresamente y nadie les creyó. Los salvajes conservaron lo que la ciencia ha vuelto a encontrar. Creyeron en la unidad de la materia mucho antes de que se aislara el átomo de hidrógeno. Creyeron en el árbol-hombre y en el hierro-hombre mucho antes que Sir J. C. Bose midiera la sensibilidad de los vegetales y envenenara el metal con veneno de cobra. «La fe humana -dice Huxley en Ensayos de un biólogo- se ha desarrollado pasando del Espíritu a los espíritus, de los espíritus a los dioses, y de los dioses a Dios.» Se podría añadir que, «desde Dios, volvemos al Espíritu».
Pero, para descubrir que los secretos tradicionales de los «primitivos», coinciden con nuestras investigaciones actuales, haría falta que se estableciese una comunicación entre la antropología y las ciencias físicas, químicas y matemáticas recientes. El viajero simplemente curioso, inteligente y de formación histórico-literaria, está expuesto a pasar de largo junto a las observaciones más importantes. La exploración no ha sido hasta hoy más que una rama de la literatura, un lujo de la actividad subjetiva. Cuando sea otra cosa, tal vez percibiremos la existencia de civilizaciones dotadas de equipos técnicos tan considerables como los nuestros, aunque diferentes.
J. Alden Masón, antropólogo eminente y muy oficial, afirma, y de ello da referencias debidamente comprobadas, que se han encontrado ornamentos de platino fundido en la altiplanicie peruana. Ahora bien, el platino se funde a la temperatura de 1.730 grados y, para trabajarlo, hay que valerse de una técnica parecida a la nuestra38. El profesor Masón comprende la dificultad: por consiguiente, supone que tales ornamentos fueron fabricados por medio de polvo obtenido por cocción y no fundiéndolos. Esta suposición revela una verdadera ignorancia de la metalurgia. Diez minutos de consulta del Traite des Poudres Frittées, de Schwartzkopf, le hubiesen demostrado que la hipótesis era absurda. ¿Por qué no consultar a los especialistas de otras disciplinas? Todo el proceso de la antropología está en esto. Con la misma inocencia, el profesor Masón asegura que, en
37 Prólogo a La isla mágica, de William Seabrook. ¡Firmin-Didot, editor. París, 1932.)
38 Otros misterios de la historia de la técnica:
El método de análisis espectral ha sido recientemente utilizado por el Instituto de Física aplicada de la Academia de Ciencias china para estudiar un cinturón con ornamentos aplicados, de 1.600 años de antigüedad, y que se encontró enterrado entre muchos otros objetos en la tumba del famoso general de los Tsin del Oeste, Chu Chi, contemporáneo de la caída del Imperio romano (265-316 d. de J. C.)- Resultó que el metal del cinturón estaba compuesto de un 85 % de aluminio, un 10 % de cobre y un 5 % de manganeso. Ahora bien, aunque el aluminio abunde mucho en la tierra, resulta difícil de obtener. El procedimiento electrolítico, que hasta ahora es el único conocido para la extracción del aluminio de la bauxita, no se desarrolló hasta después de 1808; sin embargo, que unos artesanos chinos hayan sido capaces de extraer aluminio de la bauxita, hace 1.600 años, constituye un importante descubrimiento en la historia mundial de la metalurgia. (Horizons, número 89, octubre de 1958.)
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la más antigua civilización del Perú, se encuentra la soldadura de los metales a base de resina y de sales metálicas fundidas. Parece escapársele la circunstancia de que esta técnica se encuentra en la base de la electrónica y forma parte de tecnologías exclusivamente perfeccionadas. No queremos alardear de conocimientos, pero encontramos aquí la necesidad de «la información concomitante», tan agudamente presentida por Charles Hoy Fort.
A despecho de su prudentísima actitud, el profesor John Alden Masón, Curator Emeritus del museo de Antigüedades Americanas de la Universidad de Pensilvania, en su obra The Ancient Civilization o/Perú, abre una puerta al realismo fantástico cuando habla de los quipos. Los quipos son cuerdas que presentan nudos complicados. Se encuentran entre los incas y los preincas. Se supone que se trata de un medio de escritura, que servía para expresar ideas o grupos de ideas abstractas. Uno de los mejores especialistas en el estudio de los quipos, Nordenskiold, ve en ellos cálculos matemáticos, horóscopos, diversos métodos de previsión del porvenir. El problema es capital: pueden existir medios de registro de pensamiento distintos de la escritura.
Pero vayamos más lejos: el nudo, base de los quipos, es considerado por los matemáticos modernos como uno de los más grandes misterios. Sólo es posible en un número impar de dimensiones; es posible en el plano y en los espacios superiores Pares: 4, 6, 2 dimensiones; y los topólogos sólo han conseguido estudiar los nudos más simples. No es, pues, improbable que en los quipos se hallen inscritos conocimientos que nosotros aún no poseemos.
Otro ejemplo: la reflexión moderna sobre la naturaleza del conocimiento y las estructuras del espíritu podría enriquecerse por el estudio del lenguaje de los indios hopis de la América Central. Su lengua se presta más que la nuestra a las ciencias exactas. No se compone de palabras-verbos y de palabras-nombres, sino de palabras-acontecimientos, las cuales se adaptan así más estrechamente al continuo de espacio-tiempo en que sabemos ahora que vivimos. Más aún, la palabra acontecimiento tiene tres modos: certidumbre, probabilidad, imaginación. En vez de decir: un hombre cruzaba el río en canoa, el hopi empleaba el grupo hombre-río-canoa, en una de tres combinaciones diferentes, según se trate de un hecho observado por el narrador, contado por otro o soñado.
El hombre realmente moderno, en el sentido que da a esta palabra Paul Morand, y que le damos nosotros mismos, descubre que la inteligencia es una, bajo estructuras diferentes, de la misma manera que la necesidad de vivir bajo techado es una, manifestada en mil arquitecturas. Y descubre que la naturaleza del conocimiento es múltiple, como la Naturaleza misma.
Es posible que nuestra civilización sea el resultado de un prolongado esfuerzo para obtener de la máquina poderes que el hombre antiguo poseía: comunicarse a distancia, elevarse en el aire, liberar la energía de la materia, anular el peso, etc. También es posible que, al llegar al extremo de nuestros descubrimientos, advirtamos que aquellos poderes pueden manejarse con un equipo tan reducido que la palabra «máquina» cambiará de sentido. Habremos ido, en este caso del espíritu a la máquina y de la máquina al espíritu, y algunas civilizaciones remotas nos lo parecerán mucho menos.
En su discurso de recepción en la Universidad de Oxford, en 1946, Jean Cocteau refirió esta anécdota:
«Mi amigo Pobers, catedrático de parapsicología de Utrecht, fue enviado a las Antillas con la misión de estudiar el papel de la telepatía, muy frecuente entre los hombres sencillos. Cuando una mujer quiere comunicar con el marido o el hijo, que han ido a la ciudad, se dirigen a un árbol, y el marido o el hijo le traen lo que les ha pedido. Un día asistió Pobers a este fenómeno y le preguntó a la campesina por qué se servía de un árbol; su respuesta fue sorprendente y capaz de resolver todo el problema moderno de nuestros instintos atrofiados por las máquinas, a las cuales se confía el hombre. He aquí, pues, la pregunta: ¿Por qué se dirige usted a un árbol? Y he aquí la respuesta: Porque soy pobre. Si fuese rica, tendría teléfono.»
Los electroencefalogramas de yoguis en éxtasis muestran curvas que no corresponden a ninguna de las actividades cerebrales que nos son conocidas en estado de vigilia y de sueño. En el mapa del
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espíritu civilizado hay muchos blancos iluminados: precognición, intuición, telepatía, genio, etcétera. El día en que se realice de veras la exploración de estas regiones, el día en que se abran caminos a través de los diversos estados de conciencia desconocidos de nuestra psicología clásica, tal vez el estudio de las civilizaciones antiguas y de los pueblos llamados primitivos revelará verdaderas tecnologías y aspectos esenciales del conocimiento. Al centralismo cultural sucederá un relativismo que nos hará ver la historia de la Humanidad bajo una luz nueva y fantástica. El progreso no consiste en reforzar los paréntesis, sino en multiplicar los guiones de unión.
Antes de proseguir, y para distraerles un poco, quisiéramos que leyesen una historieta que encontramos deliciosa. Es de Arthur C. Clarke, buen filósofo, a nuestro entender. La hemos traducido para ustedes. Calma, pues, ¡y paso a las puerilidades explosivos!
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III
LOS NUEVE MIL MILLONES DE NOMBRES DE DIOS
por Arthur C. Clarke
El doctor Wagner se contuvo haciendo un esfuerzo. La cosa tenía mérito. Después dijo:
-Su pedido es un poco desconcertante. Que yo sepa, es la primera vez que un monasterio tibetano encarga una máquina de calcular electrónica. No quisiera parecer curioso, pero estaba lejos de pensar que un establecimiento de esta naturaleza tuviese necesidad de aquella máquina. ¿Puedo preguntarle qué piensa hacer con ella?
El lama se ajustó los faldones de su túnica de seda y dejó sobre la mesa la regla de cálculo con la que acababa de hacer la conversión de libras en dólares.
-Con mucho gusto. Su calculadora electrónica tipo cinco puede hacer, si su catálogo no miente, todas las operaciones matemáticas hasta diez decimales. Sin embargo, me interesan letras y no números. Tendría que pedirles que modificasen el circuito de salida, de modo que imprimiese letras en vez de columnas de cifras.
-No acabo de comprender...
-Desde la fundación de nuestro monasterio, hace más de tres siglos, nos hemos venido consagrando a cierta labor. Es un trabajo que acaso le parezca extraño, y por ello le pido que me escuche con espíritu abierto.
-De acuerdo.
-Es sencillo. Estamos redactando la lista de todos los nombres posibles de Dios.
-¿Cómo?
El lama prosiguió, imperturbable:
-Tenemos excelentes razones para creer que todos estos nombres requieren, como máximo, nueve letras de nuestro alfabeto.
-¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?
-Sí. Y hemos calculado que necesitaríamos quince mil años para completar nuestra tarea.
El doctor lanzó un silbido ahogado, como si estuviera un poco aturdido.
-O. K. Ahora comprendo por qué quiere usted alquilar una de nuestras máquinas. Pero, ¿cuál es el objeto de la operación?
El lama vaciló una fracción de segundo, y Wagner temió haber molestado a aquel singular cliente que acababa de hacer el viaje de Lhassa a Nueva York con una regla de calcular y el catálogo de la «Compañía de Calculadoras Electrónicas» en el bolsillo de su túnica de color azafrán.
-Puede llamarlo ritual si así lo quiere -respondió el lama-, pero tiene una gran importancia en nuestra fe. Los nombres del Ser Supremo, Dios, Júpiter, Jehová, Alá, etc., no son más que rótulos escritos por los hombres. Consideraciones filosóficas demasiado complejas para que se las exponga ahora nos han dado la certidumbre de que, entre todas las permutaciones y combinaciones posibles de letras, se encuentran los verdaderos nombres de Dios. Pues bien, nuestro objeto consiste en encontrarlos y escribirlos todos.
-Ya comprendo. Han empezado ustedes con A.A.A.A.A.A.A.A.A. y terminarán con Z.Z.Z.Z.Z.Z.Z.Z.Z.
-Con la diferencia de que utilizamos nuestro alfabeto. Desde luego, supongo que les será fácil modificar la máquina de escribir electrónica adaptándola a nuestro alfabeto. Pero hay otro problema más interesante, la disposición de circuitos especiales que eliminen las combinaciones inútiles. Por
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ejemplo, ninguna de las letras debe aparecer más de tres veces sucesivamente.
-¿Tres? Querrá decir dos.
-No. Tres. Pero la explicación detallada requeriría demasiado tiempo, aunque comprendiera usted nuestra lengua,
Wagner dijo, precipitadamente:
-Claro, claro. Prosiga.
-Le será fácil adaptar su calculadora automática para lograr este punto. Convenientemente dispuesta una máquina de este tipo puede permutar las letras unas tras otras e imprimir el resultado. De esta manera -concluyó el lama tranquilamente-, lograremos en cien días lo que nos habría costado quince mil años más.
El doctor Wagner creyó perder el sentido de la realidad. Las luces y los ruidos de Nueva York parecían esfumarse al llegar a las ventanas del building. Allá, a lo lejos, en su remoto asilo montañoso, los monjes tibetanos componían desde hacía trescientos años, generación tras generación, su lista de nombres desprovistos de sentido... ¿Acaso la locura de los hombres no tenía un límite? Pero el doctor Wagner no debía manifestar sus pensamientos. El cliente tiene siempre razón...
Respondió:
-No cabe duda de que podemos modificar la máquina tipo cinco de manera que imprima las listas como usted desea. Me preocupa más la instalación y el manejo. Además, no será fácil transportarla al Tibet.
-Esto puede arreglarse. Las piezas sueltas son lo bastante pequeñas para que puedan transportarse en avión. Por esto hemos escogido la máquina de ustedes. Envíen las piezas a la India, y nosotros nos encargaremos de lo demás.
-¿Desean los servicios de dos de nuestros ingenieros?
-Sí, para montar la máquina y vigilarla los cien días.
-Enviaré una nota a la dirección de personal -dijo Wagner, escribiendo en un bloc-. Pero aún hay dos cuestiones más que resolver...
Antes de que pudiese terminar la frase, el lama había sacado del bolsillo una hojita de papel.
-Aquí tiene el estado, certificado, de mi cuenta en el Banco Asiático.
-Muchas gracias. Perfectamente... Pero, si me permite, hay otra cuestión, tan elemental que casi no me atrevo a mencionarla. A menudo ocurre que se olvidan las cosas más evidentes... ¿Disponen de energía eléctrica?
-Tenemos un generador Diesel eléctrico de cincuenta kilovatios y ciento diez voltios. Fue instalado hace cinco años y funciona bien. Nos facilita la vida en el monasterio. Lo compramos principalmente para hacer girar los molinos de oración.
-Ah, ya. Naturalmente. Hubiese debido pensarlo...
La vista, desde el parapeto, producía vértigo. Pero uno se acostumbra a todo.
Tres meses habían transcurrido, y a Georges Hanley no le impresionaban ya los seiscientos metros de caída vertical que separaban el monasterio de los campos cuadriculados del llano. Apoyado en las piedras redondeadas por el viento, el ingeniero contemplaba con ojos cansinos las montañas lejanas cuyos nombres ignoraba. «La operación nombre de Dios», según la había bautizado un humorista de la Compañía, era sin duda el trabajo más desconcertante en que jamás hubiera participado.
Semana tras semana, la máquina tipo cinco modificada había llenado miles y miles de hojas con sus inscripciones absurdas. Paciente e inexorable, la máquina calculadora había agrupado las letras del alfabeto tibetano en todas las combinaciones posibles, agotando una serie tras otra. Los monjes recortaban ciertas palabras al salir de la máquina de escribir eléctrica y las pegaban devotamente en unos enormes registros. Dentro de una semana, su trabajo habría terminado.
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Hanley ignoraba qué cálculos oscuros los habían llevado a la conclusión de que no hacía falta estudiar conjuntos de diez, de veinte, de cien o de mil letras, y no tenía ningún empeño en saberlo. En sus pesadillas, soñaba algunas veces que el gran lama decidía bruscamente complicar un poco más la operación y que había que proseguir el trabajo hasta el año 2060. El hombre parecía muy capaz de una cosa así.
Crujió la pesada puerta de madera. Chuk se reunió con él en la terraza. Chuk estaba fumando un cigarro, como de costumbre. Se había hecho popular entre los lamas repartiéndoles habanos. «Aquellos individuos podían estar completamente desquiciados -pensó Hanley-, pero no tenían nada de puritanos.» Las frecuentes excursiones al pueblo no habían carecido de interés.
-Escucha, Georges -dijo Chuk-, estoy preocupado.
-¿Se ha estropeado la máquina?
-No.
Chuk se sentó en el parapeto. Fue algo sorprendente, pues, de ordinario, temía el vértigo.
-Acabo de descubrir el objeto de la operación.
-¡Pero si ya lo sabíamos!
-Sabíamos lo que querían hacer los monjes, pero ignorábamos el porqué.
-¡Bah! Están chalados...
-Escucha, Georges, el anciano acaba de explicármelo. Piensan que cuando se hayan escrito todos estos nombres (que, según ellos, son unos nueve mil millones), se habrá alcanzado el divino designio. La raza humana habrá cumplido la misión para la que fue creada.
-Y después, ¿qué? ¿Esperan, acaso, que nos suicidemos?
-Sería inútil. Cuando la lista esté terminada, intervendrá Dios, y todo habrá acabado.
-¿Se acabará el mundo?
Chuk lanzó una risita nerviosa.
-Esto es lo mismo que le he dicho al anciano. Entonces él me ha mirado de un modo extraño, como el maestro a un discípulo particularmente lerdo, y me ha dicho: «¡Oh, no será una cosa tan insignificante!»
Georges reflexionó un momento.
-Es un tipo que, por lo visto, tiene grandes ideas -dijo-, pero no veo que cambie nada la situación. Ya habíamos convenido en que están locos.
-Si. Pero, ¿no te das cuenta de lo que puede ocurrir? Si, terminadas las listas, no suenan las trompetas del ángel Gabriel, en su versión tibetana, pueden pensar que es por culpa nuestra. A fin de cuentas, utilizan nuestra máquina. No me gusta esto...
-Comprendo... -dijo Georges, muy despacio-, pero ya he visto otros casos parecidos. Cuando yo era pequeñín, hubo en Luisiana un predicador que anunció el fin del mundo para el domingo siguiente. Centenares de personas le creyeron. Incluso algunas se vendieron sus casas. Pero nadie se encolerizo cuando pasó el domingo. La mayoría pensó que había sido sólo un pequeño error de cálculo, y muchos de ellos siguen creyendo igual.
-Para el caso de que no lo hayas notado, debo advertirte que no estamos en Luisiana. Estamos solos, los dos, entre centenares de monjes. Son muy simpáticos, pero preferiría hallarme lejos cuando el viejo lama se dé cuenta del fracaso de la operación.
-Hay una solución: un pequeño sabotaje inofensivo. El avión llega dentro de una semana, y la máquina acabará su trabajo en cuatro días, a razón de veinticuatro horas por día. Sólo tenemos que hacer una reparación que dure tres o cuatro días. Si calculamos bien el tiempo, podemos hallarnos en el aeropuerto cuando salga de la máquina la última palabra.
Siete días más tarde, cuando sus caballitos montañeros descendían la carretera en espiral, Hanley dijo:
-Siento un poco de remordimiento. No huyo porque tenga miedo, sino porque me dan pena. No quisiera ver la cara que pondrá esta buena gente cuando se detenga la máquina.
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-Si no me equivoco -dijo Chuk-, han adivinado perfectamente que huíamos, y les ha tenido sin cuidado. Ahora saben que la máquina es absolutamente automática y que huelga toda vigilancia. Y también creen que no habrá un después.
Georges se volvió en la silla y se quedó dormido. La mole del monasterio recortaba su parda silueta sobre el sol poniente. Unas lucecitas brillaban de vez en cuando bajo la masa sombría de las murallas, como los tragaluces de un navío en ruta. Eran lámparas eléctricas suspendidas en el circuito de la máquina número cinco.
« ¿Qué sucedería con la calculadora eléctrica? -se pregunto Georges-. ¿La destruirían los monjes, a impulsos del furor y el desengaño? ¿O volverían a comenzar de nuevo?»
Como si todavía estuviese allí, veía todo lo que pasaba en aquel momento en la montaña, detrás de las murallas. El gran lama y sus auxiliares examinaban las hojas, mientras los novicios recortaban nombres extravagantes y los pegaban en el enorme cuaderno. Y todo esto se realizaba en medio de un religioso silencio. No se oía más que el tableteo de la máquina, golpeando el papel como una lluvia mansa. La propia máquina calculadora, que combinaba millares de letras por segundo, era absolutamente silenciosa...
La voz de Chuk interrumpió sus sueños.
-¡Míralo! ¡He ahí una visión agradable!
Semejante a una minúscula cruz de plata, el viejo avión de transporte «D. C. 3» acababa de posarse allá abajo, en el pequeño aeródromo improvisado. Esta visión daba ganas de beber un buen trago de whisky helado. Chuk empezó a cantar, pero se interrumpió de pronto. Las montañas parecían restarle ánimos.
Georges consultó su reloj.
-Estaremos en el llano dentro de una hora -dijo. Y añadió-: ¿Crees que habrá terminado el cálculo?
Chuk no respondió, y Georges levantó la cabeza. Vio que el rostro de Chuk estaba muy pálido, vuelto hacia el cielo.
-Mira -murmuró Chuk.
Georges, a su vez, levantó los ojos.
Por última vez, encima de ellos, en la paz de las alturas, las estrellas se apagaban una a una...
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IV
Donde los autores, que no son demasiado crédulos ni excesivamente incrédulos, se interrogan sobre la Gran Pirámide.-¿ Y si había otras técnicas?-El ejemplo hitleriano.-El imperio de Almanzor.-Muchos fines del mundo.-La imposible isla de Pascua.-La leyenda del Hombre Blanco.-Las civilizaciones de América.-El misterio maya.-Del «puente de la luz» a la extraña planicie de Nazca.-Donde los autores no son más que unos pobres picapedreros.
Desde Aristarco de Samos hasta los astrónomos del 1900, la Humanidad ha empleado veintidós siglos en calcular la distancia de la Tierra al Sol: 149.400.000 kilómetros. Habría bastado con multiplicar por mil millones la altura de la pirámide de Cheops, construida 2.900 años antes de Jesucristo.
Sabernos ahora que los faraones consignaron en las pirámides los resultados de una ciencia de la que ignoramos el origen y los métodos. Se encuentra en ellas el número π; el cálculo exacto de la duración del año solar, del radio y del peso de la Tierra; la ley del movimiento retrógrado de los puntos equinocciales; el valor del grado de longitud; la dirección real del Norte, y acaso muchos otros datos todavía no descifrados. ¿De dónde procedían estos informes? ¿Cómo fueron logrados? ¿O fueron transmitidos? Y, en este caso, ¿por quién?
Según el abate Moreux, Dios dio conocimientos a los hombres antiguos. Henos en plena puerilidad. «Escucha, oh hijo mío, el número 3,1416 te permitirá calcular la superficie de una circunferencia.» Según Piazzi Smyth, Dios dictó aquellos datos a los egipcios, demasiado impíos y demasiado ignorantes para comprender lo que grababan en la piedra. ¿Y cómo Dios, que todo lo sabe, podía engañarse hasta tal punto en las cualidades de sus alumnos? Para los egiptólogos positivistas, las mediciones que aparecen en Gizeh son falsificaciones de los investigadores, llevados de su afición a lo maravilloso: ninguna ciencia está allí grabada. Pero la discusión persiste alrededor de los decimales, y nada ha desvirtuado el hecho de que las pirámides revelan una técnica que es para nosotros totalmente incomprensible. Gizeh es una montaña artificial de 6.500.000 toneladas. Bloques de doce toneladas se ajustan entre sí con exactitud milimétrica. Generalmente se admite la idea más vulgar: el faraón debió de disponer de una mano de obra colosal. Pero falta explicar cómo resolvió el problema de la aglomeración de tan enormes multitudes. Y la razón de una empresa tan loca. Y la manera en que los bloques fueron extraídos de las canteras. El egiptólogo no admite más técnica que la introducción de cuñas de madera mojada en las grietas de las rocas. Los constructores no dispondrían más que de martillos de piedra y sierras de cobre, que es un metal blando. Y, lo que aumenta aún más el misterio, ¿cómo fueron izadas y unidas las piedras talladas de diez mil kilos y más?; en el siglo XIX, nos costó un ímprobo trabajo transportar dos obeliscos de los que los faraones trasladaban por docenas. ¿Y cómo se iluminaban los egipcios en el interior de las pirámides? Hasta 1890 conocemos sólo lámparas que humean y ennegrecen el techo. Sin embargo, en los muros de las pirámides no se advierte la menor huella de humo. ¿Captarían la luz solar y la harían penetrar mediante un sistema óptico? No se ha descubierto el menor resto de lente.
No se ha encontrado ningún instrumento de cálculo científico, ningún vestigio de una tecnología desarrollada. Parece que hay que admitir la tesis místico-primaria: Dios dicta informes astronómicos a unos albañiles obtusos, pero aplicados, y, además, les echa una mano. ¿Acaso no hay informes escritos en las pirámides? Los positivistas, poco avisados en cuestión de matemáticas, declaran que se trata de coincidencias. Pero cuando las coincidencias son tan exageradas, habría dicho Fort, ¿cómo hay que llamarlas? En otro caso, hay qué admitir que unos arquitectos y decoradores surrealistas, para satisfacer la megalomanía de su rey y guiados en sus medidas por el azar de su inspiración, hicieron extraer, transportar, decorar, elevar y ajustar con milimétrica
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exactitud, los 2.600.000 bloques de la gran pirámide, por menestrales que trabajaban con pedazos de madera y sierras de cortar cartón, pisándose unos a otros los talones.
Estas cosas ocurrieron hace cinco mil años y poco sabemos de ellas. Pero sí sabemos que las investigaciones han sido realizadas por hombres que opinan que la civilización moderna es la única civilización técnica posible. Partiendo de este criterio, no tienen más remedio que imaginar, o la ayuda de Dios, o un colosal y chocante trabajo de hormigas. Sin embargo, es posible que un pensamiento totalmente distinto del nuestro pudiera concebir técnicas tan perfeccionadas como las nuestras, aunque también diferentes: instrumentos de medición y métodos de manipulación de la materia sin ninguna relación con lo que nosotros conocemos, y que no habrían dejado ningún rastro visible a nuestros ojos. Es posible que una ciencia y una tecnología poderosas aportaran soluciones distintas a las nuestras a los problemas planteados y desaparecieran totalmente con el mundo de los faraones. Resulta difícil de creer que una civilización pueda morir, borrarse. Resulta más difícil todavía creer que haya podido diferenciarse de la nuestra hasta el punto de que nos cueste reconocerla como tal civilización. ¡Y, sin embargo...!
Cuando terminó la última guerra mundial, el 8 de mayo de 1945, las misiones de investigación comenzaron inmediatamente a recorrer la Alemania vencida. Los informes de aquellas misiones fueron publicados. Sólo el catálogo cuenta trescientas Páginas. En doce años, la evolución técnica del Reich había tomado rumbos singularmente divergentes. Si los alemanes estaban atrasados en el campo de la bomba atómica, en cambio Habían logrado cohetes gigantes sin parangón en América ni en Rusia. Si ignoraban el radar, habían construido detectores de rayos infrarrojos no menos eficaces. Si no inventaron las siliconas, habían desarrollado una química orgánica completamente nueva39. Al lado de estas diferencias radicales en materia técnica, había diferencias filosóficas aún más asombrosas... Habían rechazado la relatividad y olvidado, en parte, la teoría de los quanta. Su cosmogonía habría puesto los pelos de punta a los astrofísicos aliados: era la tesis del hielo eterno, según la cual planetas y estrellas eran bloques de hielo que flotaban en el espacio40. Si en doce años pudieron abrirse tales abismos en nuestro mundo moderno, a despecho de los intercambios y de las comunicaciones, ¿qué pensar de las civilizaciones que pudieron desarrollarse en el pasado? ¿Hasta qué punto están calificados nuestros arqueólogos para juzgar sobre el estado de las ciencias, de la técnica, de la filosofía, del conocimiento, entre los mayas o entre los khmers?
No caeremos en la trampa de las leyendas: Lemuria o Atlántida. Platón, en el Crinas, al cantar las maravillas de la ciudad desaparecida; Hornero, antes que él, en la Odisea, al evocar la fabulosa Scheria, describen tal vez Tartesos, la Tarshih bíblica de Joñas y término de su viaje. En la desembocadura del Guadalquivir, Tartesos es la más rica ciudad minera y representa la quintaesencia de una civilización. Florece desde un número ignorado de siglos y es depositaria de una sabiduría y de secretos. Hacia el año 500 antes de Jesucristo se desvanece completamente, no sabemos cómo ni por qué41. Es posible que Numinor, misterioso centro celta del siglo v antes de J. C. no sea una leyenda42, pero nada sabemos de ella. Las civilizaciones cuya existencia pasada nos consta, y que murieron, resultan tan extrañas como Lemuria. La civilización árabe de Córdoba y Granada inventa la ciencia moderna, descubre la investigación experimental y sus aplicaciones prácticas, estudia la química e incluso la propulsión a reacción. Ciertos manuscritos árabes del siglo XII contienen esquemas de cohetes de bombardeo. Si el imperio de Almanzor hubiese estado tan adelantado en biología como en las demás técnicas, si la peste no se hubiese aliado con los españoles para destruirlo, acaso la revolución industrial se habría producido en los siglos XV y XVI en Andalucía, y el siglo XX constituiría una era de aventureros interplanetarios árabes, lanzados a la colonización de la Luna, de Marte y de Venus.
39 La de los anillos de átomos de carbono.
40 Véase la segunda parte de esta obra.
41 Sprague de Camps y Willy Ley: De l'Atlantide a l'Eldorado. Plon. edit., París.
42 Trabajos del profesor Tolkien. de la Universidad de Oxford.
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El imperio de Hitler, como el de Almanzor, se derrumba entre sangre y fuego. Una bella mañana de junio de 1940, el cielo de París se oscurece, el aire se carga de vapores de gasolina, y, bajo la nube inmensa que ennegrece los rostros descompuestos por el estupor, el espanto y la vergüenza, una civilización vacila y millares de seres huyen a la desbandada por las ametralladas carreteras. Quien haya vivido esto y haya conocido también el ocaso de los dioses del III Reich, puede imaginarse el fin de Córdoba y Granada, y otros mil fines del mundo en el transcurso de los milenios. Fin del mundo para los incas, fin del mundo para los toltecas, fin del mundo para los mayas. Esto es toda la historia de la Humanidad: un fin sin fin...
La isla de Pascua, a tres mil kilómetros de las costas de Chile, es grande como Jersey. Cuando, en 1722, desembarcó en ella el primer navegante europeo, un holandés, la creyó habitada por gigantes. En esta pequeña tierra volcánica de Polinesia, se levantan quinientas noventa y tres estatuas enormes. ¿Cuándo fueron erigidas? ¿Cómo? ¿Por qué? Gracias al estudio de estos misteriosos documentos, se cree que se pueden distinguir tres niveles de civilización, la más perfecta de las cuales sería la más antigua. Como en Egipto, los enormes bloques de toba, de basalto y de lava, aparecen ajustados con prodigiosa habilidad. Pero la isla tiene un relieve accidentado y sus escasos y mezquinos árboles no podían servir de rodillos: ¿cómo fueron transportadas las piedras? ¿Acaso puede invocarse una mano de obra colosal? En el siglo XIX, los habitantes de la isla de Pascua no Pasaban de doscientos: tres veces menos numerosos que sus estatuas. Jamás pudieron ser más de tres o cuatro mil en esta islas de suelo fértil y desprovista de animales. ¿Entonces?
Como en África, como en América del Sur, los primeros misioneros que desembarcaron en Pascua, cuidaron de hacer desaparecer todos los rastros de la civilización muerta. Al pie de las estatuas había tablillas de madera cubiertas de jeroglíficos: fueron quemadas o enviadas a la biblioteca del Vaticano donde se encierran no pocos secretos. ¿Se trataba de descubrir los vestigios de antiguas supersticiones, o de borrar el testimonio de otro saber? ¿El recuerdo del paso de otros seres por la Tierra? ¿De visitantes venidos de otro mundo?
Los primeros europeos que exploraron la isla de Pascua descubrieron, entre los moradores, unos hombres blancos y barbudos. ¿De dónde procedían? ¿Eran descendientes de alguna raza varias veces milenaria, degenerada, y hoy completamente extinguida? Retazos de leyenda hablaban de una raza de señores, de maestros, surgida del fondo de los tiempos caída del cielo.
Nuestro amigo el explorador y filósofo peruano Daniel Ruzo, parte en 1952 a estudiar la altiplanicie desértica de Marcahuasi, a 3.800 metros de altura, al oeste de la cordillera de los Andes43. Esta planicie sin vida, que sólo puede alcanzarse a lomos de mulo, mide tres kilómetros cuadrados. Ruzo descubre en ella animales y rostros humanos tallados en la roca y visibles únicamente durante el solsticio de verano, gracias al juego de luces y de sombras. Encuentra estatuas de animales de la Era secundaria, como el estegosaurio; leones, tortugas y camellos, desconocidos en la América del Sur. Una colina esculpida representa una cabeza de anciano. El negativo de la fotografía revela un joven radiante. ¿Qué rito de iniciación lo haría visible? No se ha podido aún medir la antigüedad por medio del carbono 14: en Marcahuasi no hay ningún vestigio orgánico. Los indicios geológicos nos remontan hasta la noche de los tiempos. Daniel Ruzo cree que esta altiplanicie es la cuna de la civilización masma, tal vez la más antigua del mundo.
En otra altiplanicie fabulosa, Tiahuánaco, a 4.000 metros, volvemos a encontrar el recuerdo del hombre blanco. Cuando los incas conquistaron esta región del lago Titicaca, Tiahuánaco era ya el campo de ruinas gigantescas, inexplicables, que nosotros conocemos. Cuando llega allí Pizarro, en 1532, los indios dan a los conquistadores el nombre de Viracochas: señores blancos. Su tradición, más o menos perdida ya, habla de una raza de señores desaparecida, de hombres gigantescos y blancos venidos de lejos, surgidos de los espacios, de una raza de Hijos del Sol. Reinaba y enseñaba allí, hace milenios. Desapareció de golpe, pero volverá. En todos los lugares de la América del Sur,
43 Daniel Ruzo: La cultura masma. Revista de la Société d'Etnographie de París, 1956 y 1959.
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los europeos que iban en busca de oro conocieron esta tradición del hombre blanco y se aprovecharon de ella. Sus deseos de conquista fueron auxiliados por el más grande y misterioso recuerdo.
El explorador moderno descubre en el continente americano una civilización formidable y profunda. Cortés advierte, con estupor, que los aztecas son tan civilizados como los españoles. Hoy sabemos que vivían de los restos de una cultura aún más elevada; la de los toltecas. Los toltecas construyeron los monumentos más gigantescos de América. Las pirámides del sol de Teotihuacán y de Cholula son dos veces más importantes que la tumba del rey Cheops. Pero los toltecas eran a su vez descendientes de una civilización más perfecta, la de los mayas, cuyos restos han sido descubiertos en las selvas de Honduras, de Guatemala, del Yucatán. Enterrada bajo una naturaleza exuberante, se revela una civilización muy anterior a la griega y superior a ésta. ¿Muerta, cuándo y cómo? Muerta dos veces, en todo caso, porque también aquí los misioneros se apresuraron a destruir los manuscritos, a romper las estatuas y a hacer desaparecer los altares. Resumiendo las más recientes investigaciones sobre las civilizaciones desaparecidas, Raymond Cartier escribe:
«En muchos terrenos, la ciencia de los mayas sobrepasaba a la de los griegos y los romanos. Poseedores de profundos conocimientos matemáticos y astronómicos, llevaron a una perfección minuciosa la cronología y la ciencia del calendario. Construían observatorios con cúpulas mejor orientadas que el de París en el siglo XVII, como el Caracol sobre tres terrazas de su capital de Chichén Itzá. Conocían el año sagrado de 260 días, el año solar de 365 días y el año venusino de 584 días. La duración exacta del año solar ha sido fijada en 365'2422 días. Los mayas lo habían fijado en 365'2420 días, o sea que, con error de diezmilésimas, habían llegado a la misma cifra que nosotros después de largos cálculos. Es posible que los egipcios alcanzaran la misma aproximación, pero, para admitirlo, hay que reconocer las discutidas concordancias de las Pirámides, mientras que, de los mayas, poseemos el calendario.
»E1 arte admirable de éstos presenta otras analogías con Egipto. En sus pinturas murales, en sus frescos, en las paredes de sus vasijas, vemos representados hombres de violento perfil semita dedicados a todas las actividades de la agricultura, de la pesca, de la construcción, de la política, de la religión. Sólo Egipto ha pintado de esta guisa con la misma verdad cruel, pero la alfarería maya hace pensar en los etruscos, sus bajorrelieves, en la India, y las grandes escaleras rígidas de sus templos piramidales, en Angkor. Si no recibieron los modelos del exterior, es que su cerebro estaba constituido de tal modo que pasó por las mismas formas de expresión artística de todos los grandes pueblos antiguos de Europa y de Asia. ¿Nacería la civilización en una región geográfica determinada y se propagaría poco a poco como un incendio en un bosque? ¿O aparecería espontánea y separadamente en las diversas regiones del Globo? ¿Hubo un pueblo maestro y otros pueblos discípulos, o bien muchos pueblos autodidactas? ¿Hubo semillas aisladas, o un tronco único con brotes en todas partes?»
No se sabe, y no poseemos ninguna explicación satisfactoria de los orígenes de tales civilizaciones... ni de sus finalidades. Algunas leyendas bolivianas, recogidas por Madame Cynthia Fain44 y que parecen remontarse a más de cinco mil años, refieren que las civilizaciones de aquella época se derrumbaron después de un conflicto con una raza no humana y cuya sangre no era roja.
La altiplanicie de Bolivia y del Perú evoca otro planeta. Aquello no es la Tierra, es Marte. La presión del oxígeno es allí la mitad de la del nivel del mar, y, sin embargo, se encuentran hombres hasta los tres mil quinientos metros de altura. Tienen dos litros de sangre más que nosotros, ocho millones de glóbulos rojos en vez de cinco, y su corazón late con mayor lentitud. El método de establecer la antigüedad por medio de radiocarbono revela la presencia humana hace unos nueve mil años. Algunas precisiones recientes nos inclinan a pensar que allí vivían hombres hace 30.000 años. No se excluye la posibilidad de que seres humanos que sabían trabajar los metales, que tenían observatorios y poseían una ciencia, construyeran, 30.000 años atrás, ciudades gigantescas.
44 Cynthia Fain: Bolivie. Ed. Arthaud, París.
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¿Guiados por quién?
Algunas de las obras de irrigación efectuadas por los preincas serían a duras penas realizables con nuestras perforadoras eléctricas. ¿Y por qué unos hombres que no utilizaban la rueda construyeron grandes carreteras pavimentadas?
El arqueólogo americano Hyatt Verrill consagró treinta años a la busca de las civilizaciones desaparecidas de la América Central y de la América del Sur. Según él, los grandes trabajos de los antiguos no fueron realizados con útiles de tallar piedra, sino con una pasta radiactiva que roía el granito: una especie de grabado a escala de las grandes pirámides. Verrill pretendía haber visto en manos de los últimos hechiceros esta pasta radiactiva, legada por civilizaciones todavía más antiguas. En una novela muy buena, The bridge of Light, describe una ciudad preinca a la que se llega por medio de «un puente de luz», un puente de materia ionizada, que aparece y desaparece a voluntad y permite franquear un desfiladero rocoso, de otro medio inaccesible. Hasta sus últimos días (murió a los ochenta años), Verrill afirmó que su libro era mucho más que una leyenda, y su esposa, que le sobrevivió, sigue afirmándolo.
¿Qué significan las figuras de Nazca? Se trata de unas líneas geométricas inmensas trazadas en la llanura de Nazca, visibles solamente desde un avión o desde un globo, y que la exploración aeronáutica ha permitido descubrir recientemente. El profesor Masón, que, como Verrill, no es sospechoso de fantasía, se pierde en conjeturas. Hubiese sido necesario que las construcciones se guiasen desde un aparato flotando en el cielo. Masón rechaza esta hipótesis e imagina que las figuras fueron trazadas partiendo de un modelo reducido o de una cuadrícula. Dado el nivel de la técnica preinca admitida por la arqueología clásica, esto resulta todavía más improbable. ¿Y cuál sería el significado de este trazado? ¿Religioso? Esto es lo que se dice siempre, como último recurso. La explicación por una religión desconocida es el método corriente. Se prefiere suponer toda suerte de desvaríos del espíritu, antes que otros estados de conocimiento y de técnica. Es cuestión de categoría: las luces de hoy son las únicas luces. Las fotografías que tenemos de la llanura de Nazca hacen pensar irresistiblemente en las señales de un campo de aterrizaje. Hijos del Sol, venidos del cielo... El profesor Masón se guarda muy bien de tomar en cuenta estas leyendas e inventa, en su totalidad, una especie de religión de la trigonometría, de la cual la historia de las creencias religiosas no nos da ningún otro ejemplo. Sin embargo, un poco más lejos, menciona la mitología preinca, según la cual las estrellas están habitadas y los dioses han descendido de la constelación de las Pléyades.
Nosotros no negamos la posibilidad de visitas de los habitantes del espacio exterior, de civilizaciones atómicas desaparecidas sin casi dejar rastro, de etapas del conocimiento y de la técnica comparables a la etapa presente, de vestigios de ciencias englobadas en diversas formas de lo que llamamos esoterismo, y de realidades operatorias dentro de lo que nosotros colocamos en el campo de las prácticas mágicas. No decimos que lo creemos todo, pero en el próximo capítulo demostraremos que el campo de las ciencias humanas es probablemente mucho más vasto de lo que se pretende. Sólo integrando todos los hechos, sin exclusión alguna, y aviniéndose a considerar todas las hipótesis derivadas de aquellos hechos sin el menor prejuicio, podrán un Darwin o un Copérnico de la antropología crear una ciencia completamente nueva, por poco que se establezca, además, una comunicación constante entre la observación objetiva del pasado y las sutilezas del conocimiento moderno en materia de parapsicología, de física, de química y de matemáticas. Tal vez comprenderán que la idea de una constante y lenta evolución de la inteligencia, de un prolongado avance del saber, no es una idea segura, sino un tabú que hemos erigido por creernos beneficiarios, hoy, de toda la historia humana. ¿Por qué las civilizaciones pasadas no pudieron conocer bruscos relámpagos, a la luz de los cuales les fuese revelada la casi totalidad del conocimiento? ¿Por qué lo que se produce a veces en la vida del hombre, la iluminación, la intuición fulgurante, la explosión del genio, no pudo producirse muchas veces en la vida de la Humanidad? ¿No interpretamos erróneamente los pocos recuerdos de aquellos instantes,
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calificándolos de mitología, de leyendas, de magia? Si me muestran una fotografía no compuesta de un hombre flotando en el aire, no digo: es la representación del mito de Ícaro, sino que digo: es una instantánea de un salto o de un plongeon. ¿Por qué no puede haber estados instantáneos en las civilizaciones?
Citaremos otros hechos, agruparemos otras ideas, formularemos otras hipótesis. Sin duda, en nuestro libro habrá muchas tonterías, repitámoslo. Pero poco importa, si este libro sirve para despertar algunas vocaciones y para preparar, en cierta medida, caminos más amplios de investigación. No somos más que dos pobres picapedreros: otros construirán la carretera.
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V
La memoria es más vieja que nosotros...-Donde los autores encuentran pájaros metálicos.-Historia de un curiosísimo mapa del mundo.-Bombardeos atómicos y naves interplanetarias en los «textos sagrados».-Otra idea sobre las máquinas.- El culto del «cargo».-Otra división del esoterismo.-Carácter sagrado de la inteligencia. Permítannos otra historieta.
Desde hace diez años, la exploración del pasado se ve facilitada por los nuevos métodos fundados en la radiactividad y por los progresos de la cosmología. De ella se desprenden dos hechos extraordinarios45.
1° La Tierra sería contemporánea del Universo. Tendría, pues, unos 4.500 millones de años. Se habría formado al mismo tiempo o acaso antes que el Sol, por condensación de partículas en frío.
2° El hombre que conocemos, el homo sapiens, existiría desde hace sólo 75.000 años. Este período brevísimo habría bastado para pasar del ser prehumano al hombre. Aquí nos permitimos formular dos preguntas:
a) En el transcurso de estos 75.000 años, ¿conoció la Humanidad otras civilizaciones técnicas además de la nuestra. Los especialistas, a coro, responden que no. Pero no es evidente que sepan distinguir un instrumento de un objeto llamado de culto En este terreno, la investigación no ha comenzado siquiera. Sin embargo, existen problemas desconcertantes. La mayoría de los paleontólogos consideran los eolitos (piedras descubiertas cerca de Orleáns en 1876) como objetos naturales. Pero otros ven en ellos la mano del hombre. ¿De qué «hombre»? No del homo sapiens. Se han encontrado otros objetos en Ipswich, en Norfolk, que demostrarían la existencia de «hombres» terciarios en la Europa occidental.
b) Los experimentos de Washburn y de Dice demuestran que la evolución del hombre pudo ser causada por modificaciones muy triviales. Por ejemplo, un ligero cambio en los huesos del cráneo46. Una sola mutación, y no, como se creía, un conjunto complejo de mutaciones, habría bastado para pasar del ser prehumano al hombre.
En tal caso, ¿se habría producido una sola mutación en 4.500 millones de años? Es posible. Pero, ¿es seguro? ¿Por qué no pudo haber varios ciclos de evolución antes de los setenta y cinco mil años últimos? Han podido aparecer y desaparecer otras formas de Humanidad, o, más bien, otros seres dotados de pensamiento. No habrían dejado huellas visibles por nosotros, pero su recuerdo persistiría en las leyendas. «El busto sobrevivió a la ciudad»: su recuerdo puede haber sobrevivido a las centrales de energía, a las máquinas, a los monumentos de sus civilizaciones extinguidas. Tal vez nuestra memoria se remonta mucho más lejos que nuestra propia existencia, incluso que la existencia de nuestra especie. ¿Qué registros infinitamente lejanos se esconden en nuestros cromosomas y en nuestros genes? «¿De dónde te viene esto, alma del hombre, de dónde te viene esto?»
Todo cambia ya en arqueología. Nuestra civilización acelera las comunicaciones, y las observaciones hechas en toda la superficie del Globo, una vez agrupadas y comparadas, plantean grandes misterios. En junio de 1958, el «Instituto Smithson» publica unos relatos obtenidos por americanos, indios y rusos47. En las excavaciones del lago Baikal y en la cuenca superior del río Lena, en Siberia, se descubren exactamente los mismos objetos de hueso y de piedra. Luego la técnica de elaboración de estos objetos no es exclusiva de los esquimales. En vista de lo cual el
45 Doctor Bowen: La exploración del tiempo. Londres, 1958.
46 Para demostrar lo bien fundado de su tesis, Washburn modificó el cráneo de unos ratones, haciéndolos pasar de una forma «neandertaloide» a la forma «moderna»
47 New York Herald Tribune, 11 de junio de 1958.
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«Instituto Smithson» entiende que se puede llegar a la conclusión de que, hace diez mil años, los esquimales habitaban el Asia Central, Ceilán y Mongolia. Después debieron de emigrar bruscamente hacia Groenlandia. Pero, ¿por qué? ¿Cómo pudieron aquellos hombres primitivos decidir bruscamente, y todos al mismo tiempo, trocar aquellas tierras por el punto más inhospitalario del Globo? ¿Y cómo pudieron llegar hasta él? Todavía hoy, ignoran que la Tierra es redonda y no tienen la menor noción de la geografía. Y abandonar Ceilán, que es un paraíso terrenal... El Instituto no contesta a estas preguntas. Por nuestra parte, no pretendemos imponer nuestra hipótesis, y la formulamos únicamente como ejercicio de espíritu abierto: hace diez mil años, una civilización superior domina el Globo, y establece en el Gran Norte una zona de deportación. Veamos lo que dice el folklore esquimal. Nos habla de tribus transportadas al Gran Norte, en el origen de los tiempos, por pájaros metálicos gigantes.
Los arqueólogos del siglo XIX insistieron mucho en el absurdo de estos «pájaros metálicos». ¿Y nosotros?
Todavía no se ha real izado ningún trabajo comparable al del «Instituto Smithson» sobre objetos mejor definidos. Por ejemplo, sobre las lentes. Se han encontrado lentes ópticas en el Irak y en Australia central. ¿Provienen de la misma fuente, de la misma civilización? No ha sido llamado ningún óptico moderno para que se pronunciara sobre el caso. En nuestra civilización, desde hace veinte años, todos los cristales de óptica son pulimentados con óxido de ceno.
Dentro de mil años, el análisis espectroscópico demostrará, por el análisis de estos cristales, la existencia de una civilización única en el Globo. Y será verdad.
Estudios de este género podrían dar origen a una nueva visión del mundo pasado. Dios quiera que nuestro libraco, ligero y mal documentado, inspire en algún joven todavía ingenuo la idea de un trabajo loco que habrá de darle un día la llave de las antiguas razones.
Hay otros hechos:
En vastas regiones del desierto de Gobi, se observan vitrificaciones del suelo parecidas a las que producen las explosiones atómicas.
Se han encontrado en las cavernas del Bohistán, inscripciones acompañadas de mapas astronómicos que representan las estrellas en la posición que ocupaban hace tres mil años. Y se ven unas líneas que unen a Venus con la Tierra.
A mediados del siglo XIX un oficial de Marina, turco, Piri Reis, regala a la «Library of Congress» un paquete de mapas que ha descubierto en el Oriente. Los más recientes datan del tiempo de Cristóbal Colón; los más antiguos, del siglo I después de Jesucristo, y los unos son copia de los otros. En 1952, Arlington H. Mallery, gran especialista en cartografía, estudia estos documentos48. Y advierte que todo lo que existe en el Mediterráneo, por ejemplo, ha sido consignado, pero no está en su sitio. ¿Pensarían aquellas gentes que la Tierra es plana? La explicación no es suficiente. ¿Trazaron su mapa por proyección, teniendo en cuenta que la Tierra es redonda? Imposible: la geometría proyectiva data de Monge. Mallery confía a continuación el estudio a Walters, cartógrafo oficial, el cual traslada estos mapas a un globo moderno del mundo: son exactos, comprendidas las Américas y el Atlántico. En 1955, Mallery y Walters someten su trabajo al comité del año geofísico. El comité confía el informe al padre jesuita Daniel Lineham, director del observatorio de Weston y responsable de la cartografía de la Marina americana. El padre comprueba que el relieve de la América del Norte, el emplazamiento de los lagos y montañas del Canadá, el trazado de las costas del extremo norte del continente y el relieve de la Antártida (cubierta por los hielos y a duras penas revelada por nuestros instrumentos de medición) son correctos. ¿Serán copias de mapas todavía más antiguos? ¿Habrán sido trazados partiendo de observaciones hechas a bordo de una nave volante o espacial? ¿O serán notas tomadas por visitantes venidos de Fuera?
48 Todo este asunto fue estudiado en el curso de un debate organizado en la Georgetown University en diciembre de 1958. Véase el estudio de Iván T. Sanderson, en Fantastic Universe, enero de 1959.
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¿Nos reprocharán que formulemos estas preguntas? El Popul Vuh, libro sagrado de los quichés de América, habla de una civilización infinitamente antigua que conocía ¡as nebulosas y todo el sistema solar. «Los de la primera raza -leemos- eran capaces de todo saber. Estudiaban los cuatro rincones del horizonte, los cuatro puntos del arco del cielo y la cara redonda de la Tierra.»
«Algunas de las creencias y leyendas que la Antigüedad nos ha legado están tan universal y profundamente arraigadas, que nos hemos habituado a considerarlas casi tan viejas como la misma Humanidad. Sin embargo, nos sentimos inclinados a investigar hasta qué punto la coincidencia de muchas de estas creencias y leyendas es fruto de la casualidad, o bien hasta qué punto podrían ser reflejo de la existencia de una antigua civilización, desconocida e insospechada, y todos cuyos otros vestigios hubiesen desaparecido.»
El hombre que, en 1910, escribía estas líneas, no era ni un escritor de ciencia-ficción, ni un vago ocultista. Era uno de los adelantados de la ciencia, el profesor Frederic Soddy, premio Nóbel, descubridor de los isótopos y de las leyes de transformación en radiactividad natural49.
La universidad de Oklahoma publicó en 1954 los anales de unas tribus indias de Guatemala, que datan del siglo XVI. Relatos fantásticos, apariciones de seres legendarios, costumbres imaginarias de los dioses. Ahora bien, al estudiar la cosa con mayor atención, se advirtió que los indios cachiqueles no referían historias tontas, sino que relataban, a su manera, sus primeros contactos con los invasores españoles. Estos últimos se colocaban, en el espíritu de los «historiadores» cachiqueles, al lado de los personajes de su mitología y de su tradición. De esta manera, se describía la realidad bajo un aspecto fabuloso, y es altamente probable que algunos textos considerados como puramente folklóricos o mitológicos descansasen sobre hechos reales mal interpretados y mezclados con otros hechos, éstos imaginarios. Todavía no se ha hecho la clasificación, y toda una literatura varias veces milenaria descansa en los estantes de «leyendas», sin que nadie quiera pensar ni un instante que tal vez allí se ocultan crónicas iluminadas de sucesos verdaderos.
Lo que sabemos de la ciencia y de la técnica modernas debería, empero, hacernos leer con otros ojos esta literatura. El libro de Dzyan habla de «señores de faz resplandeciente» que abandonan la Tierra, retirando sus conocimientos a los hombres impuros y borrando por desintegración las huellas de su paso. Se marchan en carros voladores, movidos por la luz, a su país «de hierro y de metal».
En su reciente estudio de la Literaturnaya Gazeta50, el profesor Agrest, que admite la hipótesis de una antigua visita de viajeros interplanetarios, encuentra entre los primeros textos introducidos en la Biblia por los sacerdotes judíos, recuerdos de seres venidos de fuera, que, como Enoc, desaparecían para remontar el cielo en arcos misteriosos. Los libros sagrados hindúes, el Ramayana y el Mahabharata, describen aeronaves que circularon por el cielo en el origen de los tiempos, y que parecían «nubes azuladas en forma de huevo o de globo luminoso». Podían dar varias veces la vuelta a la Tierra. Eran impulsadas por «una fuerza etérea que golpea el suelo al partir» o por «una vibración que emana de una fuerza invisible». Emitían «sonidos dulces y melodiosos», irradiaban «brillando como el fuego», y su trayectoria no era recta, sino que parecía «como una larga ondulación que las acercaba o las alejaba de la Tierra». La materia de tales ingenios se describe, en estas obras que datan de más de tres mil años y que sin duda se inspiraron en recuerdos mucho más remotos, como compuesta de varios metales, unos blancos y ligeros, y otros rojos.
En el Mausola Purva figura esta singular descripción, incomprensible para los etnólogos del siglo XIX, pero que ha dejado de serlo para nosotros:
«Es un arma desconocida, un rayo de hierro, gigantesco mensajero de la muerte, que redujo a cenizas a todos los miembros de la raza de los Vrishnis y de los Andhakas. Los cadáveres quemados
49 Profesor en Oxford, miembro de la Real Sociedad de Londres. Estas líneas han sido extraídas de su obra El radium, traducida por Adolphe Lepage jefe del laboratorio de Físico-química del «Instituto de Hidrología y Climatología» de París.
50 1959.
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eran irreconocibles. Los cabellos y las uñas se caían, los objetos de barro se rompían sin causa aparente, los pájaros se volvían blancos. Al cabo de algunas horas, se estropearon todos los alimentos. El rayo se deshizo en un polvo fino.»
Y ésta:
«Cukra, volando a bordo de un vimana de gran potencia, lanzó sobre la triple ciudad un proyectil único cargado con la fuerza del Universo. Una humareda incandescente, parecida a diez mil soles, se elevó esplendorosa... Cuando el vimana hubo aterrizado, apareció como un espléndido bloque de antimonio posado en el suelo...»
Objeción: si admiten ustedes la existencia de civilizaciones tan fabulosamente adelantadas, ¿cómo explican que las innumerables excavaciones, en el Globo entero, jamás hayan revelado un solo resto de objeto capaz de hacernos creer en aquellas existencias?
Respuestas:
1° Apenas hace más de un siglo que se excava sistemáticamente, y nuestra civilización atómica aún no tiene veinte años. Todavía no se ha hecho ninguna exploración arqueológica seria en el sur de Rusia, en China, en el África Central y en África del Sur. Inmensos territorios guardan el secreto del pasado.
2° Fue preciso que un ingeniero alemán, Wilhelm König, visitara por casualidad el museo de Bagdad, para que supiéramos que unas piedras planas encontradas en el Irak y clasificadas como tales, eran en realidad pilas eléctricas, utilizadas dos mil años antes de Galvani. Los museos arqueológicos rebosan de objetos clasificados como «objetos de culto» o «varios», sobre los cuales nadie sabe nada. Los rusos descubrieron recientemente, en unas cavernas del Gobi y del Turkestán, hemisferios de cerámica o de vidrio rematados por un cono que contenía una gota de mercurio. ¿De qué se trataba? En fin, pocos arqueólogos tienen conocimientos científicos y técnicos. Y menos aún son capaces de advertir que un problema técnico puede resolverse de varias maneras diferentes y que hay máquinas que en nada se parecen a lo que solemos llamar máquinas: sin bielas, ni manivelas, ni ruedas. Algunas líneas trazadas con una tinta especial en un papel debidamente preparado constituyen un receptor de ondas electromagnéticas. Un simple tubo de cobre sirve de resonador en la producción de ondas de radar. El diamante es un detector sensible a la radiación nuclear y cósmica. Ciertos cristales pueden contener registros complejos. ¿Se encerrarán bibliotecas enteras en unas piedrecitas talladas? Si dentro de mil años, extinguida nuestra civilización unos arqueólogos encontrasen, por ejemplo, bandas magnéticas, ¿qué harían con ellas? ¿Y cómo verían la diferencia entre una banda virgen y una banda registrada?
Hoy estamos en camino de descubrir los secretos de la antimateria y de la antigravitación. Mañana, el manejo de estos secretos, ¿exigirá una máquina pesada, o, por el contrario, de una asombrosa ligereza? Al desarrollarse, la técnica no se complica, sino que se simplifica y reduce su equipo hasta hacerlo casi invisible. En su libro Magia caldea Lenormand, refiriéndose a una leyenda que recuerda el mito de Orfeo, escribe: «En los tiempos antiguos, los sacerdotes de On, valiéndose de sonidos, provocaban tempestades y levantaban en el aire, para construir sus templos, piedras que mil hombres no hubiesen podido trasladar.» Y Walter Owen: «Las vibraciones sonoras son fuerzas... La creación cósmica está sostenida por vibraciones que podrían igualmente suspenderla.» Esta teoría no está muy alejada de los conceptos modernos. Mañana será fantástica: todo el mundo lo sabe. Pero tal vez lo será doblemente al desmentir la futilidad del ayer.
Tenemos un concepto exclusivamente literario, religioso y filosófico de la Tradición, es decir, del conjunto de los textos más antiguos de la Humanidad. ¿Y si se tratase de recuerdos inmemoriales, registrados por gentes ya muy alejadas del tiempo en que se desarrollaron, y que los alterasen y exagerasen, recuerdos inmemoriales de civilizaciones técnica y científicamente tan avanzadas o mucho más avanzadas que la nuestra? ¿Qué nos dice la Tradición, considerada en este aspecto?
Ante todo, que la ciencia es peligrosa. Esta idea podía sorprender a un hombre del siglo XIX.
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Ahora sabemos que han bastado dos bombas, arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, para matar a 300.000 personas; que estas bombas están ya muy anticuadas, y que un proyectil de cobalto, de quinientas toneladas, podría eliminar todo rastro de vida en la mayor parte del mundo.
En segundo lugar, que pueden existir contactos con seres no terrestres. Un absurdo para el siglo XIX, pero no para nosotros. Ya no es inconcebible que pueda haber universos paralelos al nuestro, con los cuales pueda establecerse comunicación51. Los radiotelescopios reciben ondas emitidas a diez mil millones de años luz, moduladas de tal forma que parecen mensajes. El astrónomo John Kraus, de la Universidad de Ohio, asegura haber captado, el 2 de junio de 1956, señales procedentes de Venus. Se dice que otras señales, procedentes de Júpiter, fueron recibidas en el Instituto de Princeton.
En fin, asegura la Tradición que todo lo que ha pasado desde el principio de los tiempos, ha sido registrado en la materia, en el espacio, en las energías, y, tal vez, revelado. Es exactamente lo que dice un gran sabio como Bowen en su obra La exploración del tiempo, y es una idea compartida hoy en día por la mayoría de los investigadores.
Nueva objeción: una elevada civilización técnica y científica no desaparece enteramente, no queda del todo aniquilada.
Respuesta: «Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales. Precisamente las técnicas más desarrolladas pueden provocar la desaparición total de la civilización en un futuro próximo. Todas las centrales de energía, todas las armas, todas las emisoras y todos los receptores de telecomunicación, todos los aparatos eléctricos y nucleares, en una palabra, todos los instrumentos tecnológicos, se fundan en el mismo principio de producción de energía. Una reacción en cadena puede hacer estallar todos estos instrumentos, ya sean gigantescos o de bolsillo. En tal caso, desaparece todo el potencial material y la mayor parte del potencial humano de una civilización. Sólo quedan las cosas que no dan testimonio de esta civilización y los hombres que vivían más o menos apartados de ella. Los supervivientes vuelven a caer en la simplicidad. Sólo quedan los recuerdos, consignados torpemente, después de una catástrofe: relatos de tono legendario, mítico, en los que destaca el tema de la expulsión de un paraíso terrenal y el sentimiento de que hay grandes peligros, grandes secretos, ocultos en el seno de la materia. Todo vuelve a empezar, a partir del Apocalipsis: «La luna se volvió como la sangre y los cielos se cerraron como un rollo de pergamino...»
Unas patrullas del Gobierno australiano, al aventurarse en 1946 en las tierras altas e incontrolables de Nueva Guinea, encontraron a la población agitada por un vendaval de excitación religiosa: acababa de nacer el culto del «cargo». El «cargo» es una expresión inglesa que designa las mercancías destinadas a los indígenas: latas de conservas, botellas de alcohol, bujías de parafina, etcétera. Para aquellos hombres, que se encuentran todavía en la Edad de piedra, el súbito contacto con tales riquezas tenía que ser desconcertante. ¿Acaso los hombres blancos podían haber fabricado semejantes riquezas? Imposible. Los Blancos, a quienes conocían, eran sin duda incapaces de hacer brotar de sus manos un objeto maravilloso. Seamos positivos, se decían más o menos los indígenas de Nueva Guinea: ¿habéis visto alguna vez a un hombre blanco fabricar alguna cosa? No. En cambio, los blancos se entregan a misteriosas actividades. Se visten de la misma manera. A veces se sientan ante una caja de metal provista de cuadrantes y escuchan extraños ruidos que salen de aquélla. Y trazan signos en hojas blancas. Todo esto son ritos mágicos, gracias a los cuales obtienen que los dioses les envíen el «cargo». Los indígenas intentaron, pues, copiar estos «ritos»: trataron de vestirse a la europea, empezaron a hablarles a las latas de conservas, plantaron tallos de bambú sobre sus chozas, a manera de antenas, y construyeron supuestas pistas de aterrizaje, esperando el «cargo».
51 Esta idea de la existencia de universos paralelos al Universo visible la encontramos en todos los ámbitos de la investigación contemporánea. Véase, por ejemplo, la revista Industries Atomiques, n.° 1, 1958, pág. 17, artículo de E.C.G. Stuckuelberg.
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Bien. ¿Y si nuestros antepasados hubiesen interpretado de manera sus contactos con civilizaciones superiores? Nos quedaría la Tradición, es decir, la enseñanza de «ritos» que eran realmente maneras muy lógicas de actuar en función de conocimientos distintos. Habría sido la imitación infantil de actitudes, gestos y manipulaciones, sin comprenderlos, sin relacionarlos con una realidad compleja que se nos escapaba, y con la esperanza de que tales actitudes, gestos y manipulaciones nos valieran alguna cosa. Alguna cosa que no venía: un maná «celestial», que seguía en verdad otros caminos que nuestra imaginación no podía concebir. Es más fácil caer en lo ritual que elevarse al conocimiento, inventar dioses que comprender técnicas. Dicho esto, añado que ni Bergier ni yo pretendemos atribuir todo impulso espiritual a la ignorancia material. Todo lo contrario. Para nosotros, la vida espiritual existe. Si Dios supera a toda realidad, encontraremos a Dios cuando conozcamos toda la realidad. Y si el hombre tiene facultades que le permitan comprender todo el Universo, Dios es tal vez todo el Universo y algo más.
Pero prosigamos nuestro ejercicio de apertura del espíritu: ¿y si lo que llamamos esoterismo no fuese en realidad más que un exoterismo? ¿Y si los más viejos textos de la Humanidad, sagrados a nuestros ojos, no fuesen más que traducciones bastardas, vulgarizaciones aventuradas, informes de tercera mano, recuerdos un poco adulterados de realidades técnicas? Interpretamos estos viejos textos sagrados como si fuesen indudablemente expresión de «verdades» espirituales, símbolos filosóficos, imágenes religiosas. Y es que, al leerlos, sólo nos referimos a nosotros mismos, hombres embargados por nuestro pequeño misterio interior: amo el bien y hago el mal, vivo y voy a morir, etc. Los textos se dirigen a nosotros: los aparatos, los rayos, el maná, el apocalipsis, son representaciones del mundo de nuestro espíritu y de nuestra alma. Me hablan, a mí y para mí... ¿Y si se tratase de antiguos recuerdos deformados de otros mundos que han existido, del paso por esta Tierra de otros seres que buscaban, que sabían, que actuaban?
Imaginad un tiempo muy antiguo en que eran captados e interpretados los mensajes procedentes de otras inteligencias del Universo, en que los visitantes interplanetarios habían instalado una red sobre la Tierra, o en que se había establecido un tráfico cósmico. Imaginad que existen todavía, en algún santuario, notas, diagramas e informes, descifrados a duras penas, en el transcurso de los milenios por monjes detentadores de los antiguos secretos, pero en modo alguno capacitados para comprenderlos en su integridad, y que jamás cesaron de interpretar y de interpolar. Exactamente lo mismo que harían los hechiceros de Nueva Guinea al tratar de comprender una hoja de papel en la que se hubiese anotado el horario de los aviones de Nueva York a San Francisco. En último término, ahí tenéis el libro de Gurdjieff: Recits de Belzébuth à son petit Fils, lleno de referencias a conceptos desconocidos y en el que se emplea un lenguaje inverosímil. Gurdjieff declara que tuvo acceso a las «fuentes». Fuentes que no son, en sí, más que desviaciones. Hace una traducción de milésima mano, añadiéndole sus ideas personales, construyendo un simbolismo del psiquismo humano: he aquí el esoterismo.
Tomad una guía de las líneas de aviación interiores de los Estados Unidos: «Pueden ustedes reservar su plaza en cualquier punto. Su petición de reserva será registrada por un robot electrónico. Otro robot efectuará la reserva en el avión que usted desea. El billete que le enviaremos está perforado según..., etc.» Calculad lo que saldría de esto, a la milésima traducción al dialecto amazónico, realizada por personas que jamás hubiesen visto un avión, que ignorasen lo que es un robot y que no conociesen los nombres de las ciudades citadas en la guía. Y ahora imaginaos al esoterista ante este texto, remontándose a las fuentes de la antigua sabiduría y buscando una enseñanza para la orientación del alma humana...
Si hubo en la noche de los tiempos civilizaciones edificadas sobre un sistema de conocimientos, hubo también manuales. Las catedrales serían los manuales del conocimiento alquimista. No se excluye la posibilidad de que algunos de estos manuales, o fragmentos de ellos, hayan sido encontrados, piadosamente conservados e indefinidamente copiados por monjes cuya tarea hubiese consistido más en guardar que en comprender. Copiados indefinidamente, iluminados, alterados
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interpretados, no en función de los conocimientos antiguos, más elevados y completos, sino del escaso saber de la edad siguiente. Pero, a fin de cuentas, todo conocimiento técnico real, científico, llevado a su grado extremo, arrastra un conocimiento profundo de la naturaleza del espíritu, recursos del psiquismo, y lleva a un estado superior de conciencia. Si, partiendo de textos «esotéricos» -aunque no sea más que lo que aquí hemos dicho-, ha habido hombres que han podido remontarse a este estado superior de conciencia, tales han reanudado, en cierto modo, la relación con el esplendor de las civilizaciones extinguidas. Tampoco hay que negar que puede haber dos clases de «textos sagrados»: fragmentos de testimonios de un antiguo conocimiento técnico, y fragmentos de libros puramente religiosos, inspirados por Dios. Ambas clases se habrían confundido, por falta de referencias que permitieran distinguirlas. Pero, en ambos casos, se trata realmente de textos sagrados.
Sagrada es la aventura indefinidamente recomenzada, y, no obstante, indefinidamente progresiva, de la inteligencia en la Tierra. Y sagrada es la mirada de Dios sobre esta aventura, la mirada bajo la cual se tiene esta aventura.
¿Nos permitiréis terminar este estudio, o mejor, este ejercicio con una historieta? Es un relato de un joven escritor americano, Walter M. Miller. Cuando lo descubrimos, Bergier y yo, experimentamos un profundo júbilo. ¡Ojalá os ocurra a vosotros lo mismo!
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VI
CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ por Walter M. Millar
A no ser por aquel peregrino que se le apareció de pronto en medio del desierto donde practicaba su ayuno ritual de Cuaresma, el hermano Francis Gerard de Utah jamás habría descubierto el documento sagrado. Era, desde luego, la primera vez que tenía ocasión de ver un peregrino vistiendo taparrabo, según la mejor tradición; pero una ojeada le bastó al joven monje para convencerse de que el personaje era auténtico. El peregrino era un viejo desgarbado, que cojeaba al apoyarse en el clásico bordón; su enmarañada barba mostraba unas manchas amarillentas alrededor del mentón, y llevaba una pequeña mochila al hombro. Se cubría con un gran sombrero, calzaba sandalias y llevaba atado a la cintura un trozo de arpillera pasablemente sucio y deshilachado. Éste era todo su atavío, y el hombre avanzaba silbando (falso) por el pedregoso camino del Norte. Parecía dirigirse a la abadía de los Hermanos de Leibowitz, que se levantaba a unos diez kilómetros hacia el Sur.
Al percibir al joven monje en su desierto de piedras, el peregrino dejó de silbar y se puso a observarlo con curiosidad. El hermano Francis, por su parte, se guardó muy bien de infringir la regla del silencio establecida por su Orden para los días de ayuno; desviando rápidamente la mirada, continuó su trabajo, que consistía en construir una muralla de grandes piedras para proteger su morada provisional contra los lobos.
Un poco debilitado después de diez días de un régimen compuesto exclusivamente de bayas de cactos, el joven religioso sentía que la cabeza le daba vueltas mientras proseguía su labor. Desde hacía un buen rato, el paisaje parecía bailar ante sus ojos, y veía flotar unas manchas negras a su alrededor; por esto se preguntó si la barbuda aparición no sería un espejismo provocado por el hambre... Pero el propio peregrino se encargó de disipar sus dudas.
-¡Hola-ho! -gritó, a modo de alegre saludo, con voz agradable y melodiosa.
Como la regla del silencio le impedía responder, el joven monje se contentó con dedicar al suelo una tímida sonrisa.
-¿Es éste el camino de la abadía? -preguntó entonces el caminante.
Sin alzar los ojos del suelo, el novicio asintió con la cabeza, y seguidamente se agachó a coger un trocito de piedra blanca, parecida al yeso.
-¿Y qué hace usted aquí, entre tantas rocas? -prosiguió el peregrino, acercándose a él.
El hermano Francis se arrodilló apresuradamente para escribir en una piedra plana las palabras «Soledad y Silencio». Si sabía leer -cosa poco probable, a juzgar por las estadísticas-, el peregrino comprendería que su sola presencia constituía para el penitente ocasión de pecado, y, sin duda, le haría la merced de retirarse sin insistir más.
-¡Ah, bueno! -dijo el barbudo.
Permaneció inmóvil un instante, paseando la mirada a su alrededor, y después golpeó una piedra muy grande con su palo.
-Ahí tiene una -dijo- que le serviría para su trabajo... Bueno, mucha suerte, ¡y ojalá encuentre la Voz que busca!
Por lo pronto, el hermano Francis no comprendió que el desconocido había querido decir «Voz» con V mayúscula; imaginó sólo que el viejo le había tomado por sordomudo. Después de dirigir una rápida mirada al peregrino que se alejaba silbando de nuevo, se apresuró a dedicarle una bendición silenciosa para asegurarle un buen viaje, y reanudó su trabajo de albañil con el fin de construirse un pequeño reducto en forma de ataúd, donde pudiera tenderse a dormir sin que su carne sirviera de banquete a los lobos hambrientos.
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Un rebaño celeste de cúmulos pasó sobre su cabeza: después de haber tentado cruelmente al desierto, aquellas nubes iban ahora a verter en las montañas su húmeda bendición... Su paso refrescó un instante al joven monje, protegiéndole de los rayos ardientes del sol, y el hombre lo aprovechó para dar fin a su trabajo, no sin subrayar sus menores movimientos con oraciones murmuradas entre dientes, para asegurarse una verdadera vocación; porque ésta era, también, la finalidad que esperaba conseguir durante su período de ayuno en el desierto.
Por último, el hermano Francis agarró la enorme piedra que le había indicado el peregrino... pero los saludables colores que le había dado su trabajo de fuerza se borraron de pronto de su semblante, mientras dejaba caer precipitadamente la roca, igual que si acabase de tocar una serpiente.
Una caja de metal oxidado yacía a sus pies, parcialmente hundida entre los guijarros...
Impulsado por la curiosidad, el joven estuvo a punto de cogerla, pero, pensándolo mejor, dio un paso atrás y se santiguó a toda prisa, murmurando unas palabras en latín. Después de lo cual, más tranquilizado, no temió ya dirigirse a la misma caja.
-¡Vade retro, Satanás! -le dijo, amenazándola con el pesado crucifijo de su rosario-. ¡Desaparece, Vil Seductor!
Y, sacando disimuladamente un pequeño hisopo de debajo de su hábito, roció la caja con agua bendita, por lo que pudiera ser.
-Si eres criatura diabólica, ¡márchate!
Pero la caja no dio la menor señal de querer desaparecer, ni de estallar, ni siquiera de encogerse despidiendo olor de azufre... Se contentó con quedarse tranquilamente en su sitio, dejando que el viento del desierto evaporase las gotas benditas que la cubrían.
-¡Así sea! -dijo entonces el religioso, arrodillándose para coger el objeto.
Sentado entre los guijarros, estuvo más de una hora golpeando la caja con una piedra grande para abrirla. Mientras tragaba de esta guisa, se le ocurrió pensar que aquella reliquia a -pues estaba bien claro que de esto se trataba era tal vez una señal enviada por el Cielo para indicarle que la vocación le había sido otorgada. Sin embargo, arrojó inmediatamente esta idea de su mente, recordando a tiempo que el padre abad le había puesto seriamente en guardia contra toda revelación personal directa de carácter espectacular. Si había salido de la abadía para ayunar cuarenta días en el desierto, pensó, era precisamente para que su penitencia le valiera una inspiración de lo alto llamándole a las Sagradas Órdenes. No debía confiar en ver visiones, ni en oírse llamar por voces celestiales: tales fenómenos en él, sólo habrían revelado una vana y estéril presunción. Eran ya demasiados los novicios que habían vuelto de su retiro en el desierto con abundantes historias de presagio, de premoniciones y de visiones celestiales, siendo con ello causa de que el excelente padre abad adoptase una política enérgica frente a los supuestos milagros. «El Vaticano es el único capacitado para pronunciarse en esta materia -había gruñido-, y es preciso guardarse de tomar por revelación divina lo que no es más que efecto de la insolación.»
El hermano Francis no podía, empero dejar de manipular la vieja caja metálica con infinito respeto, mientras la martillaba a más y mejor para abrirla...
De pronto aquélla cedió, su contenido se desparramó por el suelo, y el joven religioso sintió que un escalofrío le recoma la espina dorsal. ¡He aquí que la misma Antigüedad iba a serle revelada! Apasionado por la arqueología, costábale creer lo que veían sus ojos, y pensó de pronto que el hermano Jeris iba a enfermar de envidia, pero pronto se arrepintió de este pensamiento poco caritativo y se puso a dar gracias al Cielo que le regalaba semejante tesoro.
Temblando de emoción, tocó con mano cautelosa los objetos contenidos en la caja, procurando separarlos unos de otros. Sus estudios anteriores le permitieron reconocer un destornillador -especie de instrumento destinado antaño a introducir en la madera puntas de metal estriadas- y algo parecido a una pequeña cizalla de hojas cortantes. Descubrió también un útil extraño, compuesto de un mango de madera podrida y de una lámina de cobre, que tenía aún adheridas unas partículas de plomo fundido y que no pudo identificar. La caja contenía también un pequeño rollo de cinta negra
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y adherente, demasiado deteriorada por los siglos para que pudiera saberse lo que era, y numerosos fragmentos de vidrio y de metal, así como varios de esos pequeños objetos tubulares con bigotes de alambre que los paganos de las montañas consideraban amuletos, pero que ciertos arqueólogos creían que eran restos de la legendaria machina analytica, anterior al Diluvio de Llamas.
El hermano Francis analizó cuidadosamente todos estos objetos, antes de alinearlos a su lado, encima de la gran piedra plana; en cuanto a los documentos, los guardó para el final. Naturalmente, éstos constituían como siempre el descubrimiento más importante dado el reducido número de papeles que habían escapado a los terribles autos de fe realizados en la Edad de la Simplificación, por un populacho ignorante y vengativo que no respetó siquiera los textos sagrados.
La preciosa caja contenía dos de estos inestimables papeles, así como tres hojitas de notas manuscritas. Todos estos venerables documentos eran extremadamente frágiles, pues la antigüedad los había resecado y hecho quebradizos; por ello el joven monje los manejó con las mayores precauciones, teniendo buen cuidado de protegerlos del viento con el faldón de su hábito. Por lo demás eran casi ilegibles y estaban redactados en inglés antediluviano, lengua antigua que, como el latín, se empleaba sólo por los monjes y en el ritual de la liturgia. El hermano Francis se puso a descifrarlos lentamente, reconociendo las palabras pero sin acabar de captar su significado. En una de las hojitas podía leerse: «1 libra de salchichas, 1 lata choucroute para Emma.» La segunda hoja decía: «Pensar en recoger impreso 1.040 para declaración impuestos.» La tercera, en fin, sólo contenía cifras y una larga suma y después un número que evidentemente representaba un porcentaje sustraído del total anterior y seguido de la palabra « ¡Uff!» Incapaz de comprender una palabra de tales documentos, el monje se limitó a comprobar los cálculos y los encontró exactos.
De los otros dos papeles contenidos en la caja, uno, estrechamente enrollado, amenazaba con caer en pedazos si alguien se atrevía a desenrollarlo. El hermano Francis sólo pudo descifrar dos palabras «Apuestas Mutuas», y lo volvió a la caja para examinarlo más tarde, después de sometido a un tratamiento de conservación adecuado.
El segundo documento era un papel muy grande, doblado varias veces sobre sí mismo y tan quebradizo por los pliegues, que el religioso tuvo que contentarse con separar cuidadosamente las hojas para echar una ojeada.
Era un plano, ¡una red complicada de líneas blancas sobre fondo azul!
Un nuevo escalofrío recorrió el espinazo del hermano Francis: ¡era nada menos que un azul, uno de esos documentos antiguos y rarísimos que tanto apreciaban los arqueólogos y que tanto costaban de descifrar a los sabios e intérpretes especializados!
Pero la increíble bendición que constituía semejante hallazgo no acababa aquí: entre las palabras estampadas en uno de los ángulos inferiores del documento, el hermano Francis descubrió de pronto el nombre mismo del fundador de su Orden: ¡el Venerable Leibowitz en persona!
Las manos del joven monje se echaron a temblar con tanta fuerza, a causa de su gozo, que a punto estuvo de romper el inestimable papel. Las últimas palabras que le había dirigido el peregrino volvieron entonces a su memoria: « ¡Ojalá encuentre la Voz que busca!» Y sí que era una Voz lo que acababa de descubrir, una Voz con V mayúscula, semejante a la que forman las dos alas de una paloma al dejarse caer desde lo alto del firmamento, una V muy grande, como en Vere dignum o en Vidi aquam, una V majestuosa y solemne, como las que decoran las grandes páginas del Misal, una V, en suma, como en Vocación.
Después de echar una última mirada al azul para asegurarse de que no estaba soñando, el religioso entonó una acción de gracias: «Beate Leibowitz, ora pro me... Sánete Leibowitz, exaudi me...», y esta última fórmula no carecía de cierta audacia, pues el fundador de su Orden ¡esperaba todavía la canonización!
Olvidando los mandatos expresos del abad, el hermano Francis se levantó de un salto y se puso a escrutar el horizonte, hacia el Sur, en la dirección que había seguido el viejo caminante del taparrabo de arpillera. Pero el peregrino había desaparecido hacía ya rato... Seguramente era un
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ángel del Señor, se dijo el hermano Francis, y, ¿quién sabe?, acaso el bienaventurado Leibowitz en persona... ¿No le había indicado precisamente el lugar donde descubrir el maravilloso tesoro, aconsejándole que levantara determinada piedra en el momento en que le dirigía su profética despedida...?
El joven religioso permaneció sumido en sus entusiastas reflexiones hasta la hora en que el sol poniente vino a ensangrentar las montañas, mientras las sombras crepusculares se agrupaban a su alrededor. Sólo en este momento, la noche que se acercaba vino a arrancarle de su meditación. Se dijo que el inapreciable don que acababa de recibir no le serviría probablemente para defenderse de los lobos, y se apresuró a terminar su muralla protectora. Después, al encenderse las estrellas, reanimó su fogata y cogió las pequeñas bayas violetas que constituían su cena. Éste era su único alimento, a excepción de un puñado de granos de trigo secos que un sacerdote le llevaba todos los domingos. Por esto solía mirar con avidez a los lagartos que pasaban sobre las rocas próximas... y sus sueños se poblaban a menudo de pesadillas de gula.
Aquella noche, empero, el hambre había pasado a un segundo término de sus preocupaciones. Ante todo, habría querido correr a la abadía para comunicar a sus hermanos el maravilloso encuentro y el milagroso descubrimiento. Pero, naturalmente, esto era absolutamente imposible. Con vocación o sin ella, tendría que permanecer allí hasta el fin de la Cuaresma y continuar orando como si nada extraordinario le hubiese ocurrido.
«Construirán una catedral en este lugar», soñaba, mientras se adormilaba junto al fuego. Y ya su imaginación le mostraba el suntuoso edificio que surgiría de las ruinas del antiguo pueblo, con sus altivos campanarios que podrían verse desde muchos kilómetros a la redonda.
Acabó por dormirse y, cuando se despertó sobresaltado, unos vagos tizones resplandecían apenas en la fogata agonizante. De pronto tuvo la impresión de que no se hallaba solo en el desierto... Entornando los párpados, se esforzó en penetrar las tinieblas que le rodeaban, y entonces percibió, detrás de las últimas brasas de su escuálido hogar, las pupilas de un lobo que resplandecían en la oscuridad. El joven monje lanzó un grito de espanto y corrió a refugiarse en su ataúd de piedras resecas.
El grito que acababa de lanzar, se dijo mientras se echaba temblando en el suelo de su refugio, no constituía, hablando con propiedad, una infracción de la regla del silencio... Y se puso a acariciar la caja de metal, estrechándola contra su corazón y rezando para que la Cuaresma se acabase pronto. A su alrededor, unas garras arañaban las piedras del cercado...
Todas las noches rondaban los lobos alrededor del miserable campamento del religioso, llenando las tinieblas con sus aullidos de muerte y, durante el día, se debatía el hombre entre verdaderas pesadillas provocadas por el hambre, el calor y las implacables mordeduras del sol. El hermano Francis pasaba su jornada recogiendo leña para su fogata, y también rezando y ejercitándose en dominar su impaciencia para ver llegar por fin el Sábado Santo, que señalaría el fin de la Cuaresma y de su ayuno.
Sin embargo, cuando amaneció el día feliz, el joven monje, debilitado por las privaciones, no tenía ya fuerzas para alegrarse. Abrumado por una lasitud inmensa, hizo sus alforjas, se cubrió la cabeza con la capucha para resguardarla del sol y tomó la preciosa caja bajo el brazo. Después aligerado en quince kilos desde el miércoles de Ceniza, emprendió con paso vacilante los diez kilómetros que le separaban de la abadía... En el momento justo de llegar a la puerta, se derrumbó, agotado. Los hermanos que le recogieron y que prodigaron sus cuidados a su pobre armazón deshidratado contaron que, durante su delirio, no había cesado de hablar de un ángel con taparrabos de estameña y de invocar el nombre del bienaventurado Leibowitz, dándole fervorosas gracias por haberle mostrado las santas reliquias, así como las «Apuestas Mutuas».
El rumor de estas visiones corrió entre la comunidad y llegó con demasiada rapidez a oídos del padre abad, responsable de la disciplina, el cual apretó fuertemente las mandíbulas. «¡Que me lo
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traigan!», ordenó, en un tono capaz de dar alas al más perezoso.
Mientras esperaba al joven monje, el abad empezó a andar arriba y abajo, mientras iba acumulando cólera. Naturalmente, no se oponía a los milagros, ni mucho menos. Aunque fuesen difícilmente compatibles con las necesidades de la administración interior, el buen padre creía a machamartillo en los milagros puesto que constituían la base misma de su fe. Pero pensaba que, al menos, los milagros debían ser verificados y autentificados en la forma prescrita y según las normas establecidas. Efectivamente, desde la reciente beatificación del venerado Leibowitz, esos jóvenes monjes se empeñaban en ver milagros en todas partes.
Y por muy comprensible que fuese esta propensión a lo maravilloso, no era por ello menos intolerable. Ciertamente, toda orden monástica digna de este nombre debe sentir la viva preocupación de ayudar a la canonización de su fundador, reuniendo con el mayor celo todos los elementos susceptibles de contribuir a ella, ¡pero todo tiene sus límites! El caso era que, desde hacía algún tiempo, el abad había podido comprobar que su rebaño juvenil tendía a hurtarse a su autoridad, y el celo apasionado que ponían los jóvenes hermanos en descubrir y registrar milagros había puesto de tal modo en ridículo a la Orden Albertina de Leibowitz, que hasta en el Nuevo Vaticano se reían a mandíbula batiente...
Por ello estaba decidido el padre abad a mostrarse riguroso: en adelante, todo propagador de noticias milagrosas sería castigado. En el caso de que el milagro fuese falso, el responsable pagaría de este modo el precio de su indisciplina y de su incredulidad; si el milagro era auténtico y resultaba comprobado por verificaciones posteriores, el castigo sufrido constituiría la penitencia obligada que deben cumplir todos los que se benefician del don de la gracia.
En el momento en que el joven novicio llamó tímidamente a la puerta, el buen padre, terminadas sus reflexiones, se había sentado y estaba de un humor muy adecuado a las circunstancias, en un estado de ánimo realmente feroz, aunque disimulado bajo la más benigna apariencia.
-Adelante, hijo mío -dijo, con voz extrañamente suave. ¿Me habéis hecho llamar, reverendo padre? -preguntó el novicio, sonriendo gozoso al advertir la caja de metal sobre la mesa del abad.
Sí -respondió el padre, y pareció vacilar un instante-. Pero tal vez -prosiguió- preferiríais que, en adelante, fuese yo a visitaros, ya que os habéis convertido en un personaje célebre.
-¡Oh, no, padre mío! -exclamó el hermano Francis. muy colorado y con voz ahogada.
-Tenéis diecisiete años y, según todas las apariencias, no sois más que un imbécil.
-Sin duda alguna, reverendo padre.
-Pues, si es así, ¿qué motivos absurdos podéis tener para creeros digno de recibir las Órdenes?
-Absolutamente ninguno, venerable maestro. No soy más que un miserable pecador, cuyo orgullo es imperdonable.
-¡Y todavía añadís a vuestras faltas -rugió el abad- la pretensión de un orgullo tan grande que es imperdonable!
-Es cierto, padre mío. No soy más que un gusanillo.
El abad le dirigió una sonrisa helada y recobró su calma vigilante:
-¿Estáis, pues, dispuesto a retractaros -preguntó-, y a renegar de todas las divagaciones proferidas bajo el influjo de la fiebre, a propósito de un ángel que se os habría aparecido y os habría entregado esta... -señaló con gesto despectivo la caja de metal- esta despreciable pacotilla?
El hermano Francis dio un respingo y cerró los ojos atemorizado.
-Temo... temo no poder hacerlo, oh maestro mío -balbució.
-¿Cómo?
-No puedo negar lo que han visto mis ojos, reverendo padre.
-¿Sabéis cuál es el castigo que os aguarda?
-Sí, padre mío.
-Bien está. Disponeos a recibirlo.
Con un suspiro de resignación, el novicio se levantó el hábito hasta la cintura y se inclinó sobre la
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mesa. Tomando entonces una sólida vara de nogal que guardaba en un cajón, el buen padre le dio diez azotes seguidos en las posaderas. (Después de cada golpe, el novicio pronunciaba, sumiso, el Deo gratias debido a la lección de humildad que le era administrada.)
-Y ahora -interrogó el abad, bajándose las mangas-, ¿estáis dispuesto a retractaros?
-Padre mío, no puedo hacerlo.
Volviéndole bruscamente la espalda, el sacerdote permaneció un instante silencioso.
-Muy bien -dijo al fin, con voz mordaz-. Como queráis. Pero no contéis en modo alguno con pronunciar votos solemnes este año, al mismo tiempo que los otros.
El hermano Francis, anegado en llanto, volvió a su celda. Los otros novicios recibieron el hábito monástico, y él, por el contrario, tendría que esperar otro año y pasar otra Cuaresma en el desierto, entre los lobos, orando por una vocación que sabía ya que le había sido ampliamente otorgada...
En el transcurso de las semanas que siguieron, el desgraciado tuvo al menos el consuelo de comprobar que el abad no había estado del todo en lo cierto al calificar de «despreciable pacotilla» el contenido de la caja de metal. Estas reliquias arqueológicas habían tenido un éxito visible entre los hermanos, que consagraban mucho tiempo a la limpieza y clasificación de los útiles; también se trabajaba en la restauración de los documentos escritos y se trataba de penetrar su sentido. Incluso corría el rumor, entre la comunidad, de que el hermano Francis había realmente descubierto auténticas reliquias del beato Leibowitz, sobre todo bajo la forma del plano, o azul, que llevaba su nombre y en el cual percibíanse todavía unas manchas parduscas. (¿Acaso sangre de Leibowitz? El padre abad opinaba que era jugo de manzana.) En todo caso, el plano estaba fechado en el Año de Gracia de 1956, es decir, parecía coetáneo del venerable fundador de la Orden.
En realidad, se sabía muy poco del beato Leibowitz; su historia se perdía entre las brumas del pasado, y la leyenda acababa de confundirla. Se afirmaba únicamente que Dios, para probar al género humano, había ordenado a los sabios de antaño entre los que figuraba el bienaventurado Leibowitz- que perfeccionaran ciertas armas diabólicas, gracias a las cuales el Hombre, en el lapso de unas pocas semanas, había logrado destruir lo esencial de la civilización, suprimiendo al mismo tiempo un gran número de sus semejantes. Así se había producido el Diluvio de las Llamas, al que habían seguido epidemias y plagas diversas y, por último, la ola de locura colectiva que debía llevar a la Edad de la Simplificación. En el transcurso de esta última época, los últimos representantes de la Humanidad, presos de vengativo furor, habían despedazado a todos los políticos, técnicos y hombres de ciencia; además, habían quemado todas las obras y documentos de los archivos que hubiesen permitido al género humano lanzarse de nuevo por las rutas de la destrucción científica. En aquel tiempo, todos los escritores todos los hombres instruidos, habían sido perseguidos con un odio sin precedentes... hasta el punto de que la palabra «bobo» había llegado a ser sinónimo de ciudadano honrado, íntegro y virtuoso.
Para librarse de las justificadas iras de los bobos supervivientes, muchos sabios y eruditos buscaron refugio bajo el manto de la Santa Madre Iglesia. Ésta los acogió en efecto, los vistió con hábitos monacales y se esforzó en librarlos de la persecución del populacho. Sin embargo, no siempre tuvo éxito este procedimiento, pues algunos monasterios fueron asaltados, arrojados al fuego sus archivos y textos sagrados, y ahorcados los que habían buscado refugio allí. En lo que atañe a Leibowitz, había buscado asilo entre los cistercienses. Pronunció sus votos, se hizo sacerdote y, al cabo de doce años, obtuvo autorización para fundar una nueva orden monástica, la de los «Albertinos», así llamada en recuerdo de Alberto el Magno, profesor del gran santo Tomás de Aquino y patrón de los hombres de ciencia. La congregación recién creada debía consagrarse a la conservación de la cultura, así sagrada como profana, y sus miembros tenían por principal tarea transmitir a las generaciones venideras los escasos libros y documentos que habían escapado a la destrucción y que se mantenían ocultos en todos los rincones del mundo. No obstante, algunos bobos descubrieron que Leibowitz era un antiguo sabio, y éste sufrió el martirio de la horca. La Orden por él fundada siguió, empero, funcionando, y sus miembros, en cuanto volvió a permitirse la
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tenencia de documentos escritos, pudieron incluso dedicarse a reproducir de memoria las numerosas obras de tiempos pasados. Pero, como la memoria de estos analistas era forzosamente limitada (y, por lo demás, pocos de ellos poseían una cultura lo bastante vasta para comprender las ciencias físicas), los hermanos copistas consagraron sus mayores esfuerzos a los textos sagrados, así como a las obras literarias y de cuestiones sociales. Y de este modo fue como, de todo el inmenso repertorio de los conocimientos humanos, no sobrevivió más que una mezquina colección de pequeños tratados manuscritos.
Al cabo de seis siglos de oscurantismo, los monjes seguían estudiando y copiando su mísera cosecha. Ciertamente, la mayoría de los textos salvados por ellos no les eran de ninguna utilidad, e incluso algunos les resultaban totalmente incomprensibles. Pero a los buenos religiosos les bastaba con saber que en ellos se contenía el Conocimiento: su deber consistía en conservarlo y transmitirlo, aunque el oscurantismo universal tuviese que durar diez mil años...
El hermano Francis de Utah volvió al desierto, el año siguiente, y recomenzó su ayuno de la soledad. Y una vez más regresó al monasterio, débil y flaco y fue llevado a presencia del padre abad, el cual le preguntó si estaba al fin dispuesto a retractarse de sus extravagantes declaraciones.
-No puedo hacerlo, padre mío -repitió el novicio-, no puedo negar lo que he visto con mis ojos.
Y el abad, una vez más, le castigó según la regla; igualmente pospuso los votos a fecha ulterior...
Mientras tanto, los documentos contenidos en la caja habían sido confiados a un seminario para su estudio, después de copiados. Pero el hermano Francis seguía siendo un simple novicio; un novicio que no dejaba de soñar en el magnífico santuario que se construiría un día en el lugar de su descubrimiento...
-¡Diabólica contumacia! -fulminaba el abad-. Si el peregrino de que nos habla ese idiota se dirigía, según pretende, a nuestra abadía ¿cómo es posible que no le hayamos visto...? ¡Y nada menos que un peregrino con taparrabo de arpillera!
Sin embargo, esta historia del taparrabo de arpillera no dejaba de preocupar al buen padre. La tradición refería, en efecto, que al beato Leibowitz, antes de ahorcarlo le habían cubierto la cabeza con un saco de yute a guisa de capuchón.
El hermano Francis pasó siete años de noviciado y vivió en el desierto siete Cuaresmas sucesivas. Gracias a este régimen, llegó a ser maestro en el arte de imitar el aullido de los lobos, y así solía, por pura diversión, atraer a las manadas de fieras hasta los muros del convento, en las noches sin luna... Durante el día se contentaba con trabajar en la cocina y fregar las baldosas del monasterio, mientras seguía estudiando los autores antiguos.
Un buen día, un enviado del seminario llegó a la abadía montado en un asno y trayendo una noticia que produjo gran alegría:
-Ahora estamos ya seguros -anunció- de que los documentos encontrados cerca de aquí se remontan a la fecha indicada, y de que el plano, en especial, tiene alguna relación con la carrera de nuestro bienaventurado fundador. Ha sido enviado al Nuevo Vaticano, donde será objeto de un estudio más profundo.
-Así, pues -interrogó el abad-, ¿puede tratarse a fin de cuentas de una reliquia verdadera de Leibowitz?
Pero el mensajero, poco deseoso de contraer responsabilidades, se limitó a enarcar las cejas.
-Se dice que Leibowitz era viudo cuando fue ordenado -dijo, dando un rodeo-. Naturalmente, si se pudiera descubrir el nombre de su difunta esposa...
Entonces el abad, recordando la noticia en que figuraba un nombre de mujer, enarcó a su vez las cejas y sonrió.
Poco después, mandó llamar al hermano Francis.
-Hijo mío -le dijo con aire positivamente satisfecho-, creo que ha llegado el momento de que pronunciéis por fin los votos solemnes. Séame permitido, en esta ocasión, felicitaros por la
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paciencia y la firmeza de intención de que nos habéis dado continuas pruebas. Desde luego, no volverá a hablarse de vuestro... ejem... encuentro con un... ejem... caminante del desierto. Sois un bobo de los buenos, y podéis arrodillaros si queréis recibir mi bendición.
El hermano Francis lanzó un profundo suspiro y se desmayó abrumado de emoción. El padre le bendijo, y después le reanimó y le permitió pronunciar sus votos perpetuos: pobreza, castidad, obediencia... y observancia de la regla.
Algún tiempo después de aquello, el nuevo profesor de la orden albertina de los hermanos de Leibowitz fue destinado a la sala de los copistas, bajo la dirección de un monje anciano llamado Horner, y allí se puso a decorar concienzudamente las páginas de un tratado de álgebra con bellas estampas representando ramos de olivo y querubines mofletudos.
-Si lo deseáis -le anunció el viejo Horner con su voz cascada-, podéis consagrar cinco horas de vuestro tiempo, todas las semanas, a una labor de vuestra elección... previa aprobación, naturalmente. En caso contrario, destinaréis estas cinco horas de trabajo facultativo a copiar la Summa Theologica52, así como los fragmentos de la Encyclopedia Britannica que han llegado hasta nosotros.
Después de reflexionar, el joven monje preguntó:
- ¿Podría consagrar estas horas a sacar una bella copia del plano de Leibowitz?
-No lo sé, hijo mío -respondió el hermano Horner, frunciendo las cejas-. Es éste un asunto en el cual nuestro excelente padre se muestra un poco quisquilloso, ya lo sabéis... En fin -concluyó ante las súplicas del joven copista-, os lo voy a permitir, ya que se trata de un trabajo que no os robará mucho tiempo.
El hermano Francis se proveyó, pues, del mejor pergamino que pudo encontrar y pasó varias semanas rascando y puliendo la piel con una piedra plana, hasta darle la blancura resplandeciente de la nieve. Después consagró otras semanas al estudio de las copias del precioso documento, hasta que se supo de memoria todo el trazado y todo el misterioso embrollo de líneas geométricas y de símbolos incomprensibles. Por fin se sintió capaz de reproducir, con los ojos cerrados, toda la asombrosa complejidad del documento. Entonces, pasó todavía varias semanas hurgando en la biblioteca del monasterio para descubrir documentos que le permitieran hacerse una idea, siquiera vaga, de la significación del plano.
El hermano Jeris, joven monje que trabajaba igualmente en la sala de copistas y se había burlado muchas veces de él y de sus misteriosas apariciones en el desierto, le sorprendió un día que se hallaba entregado a aquella tarea.
¿Puedo preguntaros -le dijo, inclinándose sobre su hombro- lo que significa la frase «Mecanismo de Control Transistorial para Elemento 6-B»?
-Es, evidentemente, el nombre del objeto representado en plano -respondió el hermano Francis, con cierta aspereza, pues el hermano Jeris no había hecho más que leer en alta voz el título del documento.
-Sin duda... Pero, ¿qué representa el diseño?
-Pues... el mecanismo del control transistorial de un elemento «6-B», ¡naturalmente!
El hermano Jeris se echó a reír, y el joven copista enrojeció
-Supongo -prosiguió- que el diseño representa en realidad algún concepto abstracto. En mi opinión, este Mecanismo de Control Transistorial debía ser una abstracción trascendental.
-¿Y en qué orden de conocimiento clasificaréis vuestra abstracción? -quiso saber Jeris, siempre sarcástico.
-Pues bien, veamos... -el hermano Francis vaciló un instante y después prosiguió-: Teniendo en cuenta los trabajos que realizaba el bienaventurado Leibowitz antes de entrar en religión, yo diría que el concepto de que aquí se trata tiene relación con el arte, hoy desaparecido, que antaño llamaban electrónica.
52 Evidentemente, se refiere a la Summa, de santo Tomás de Aquino.
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-Este nombre figura, en efecto, en los textos escritos que nos han sido transmitidos. Pero, ¿qué significa exactamente?
-Nos lo dicen los propios textos: el objeto de la electrónica es la utilización del Electrón, que en uno de los manuscritos que poseemos, desgraciadamente incompleto, se define como una Torsión de la Nada Cargada Negativamente53.
-Vuestros conocimientos me llenan de asombro -encomió Jeris-. ¿Puedo preguntaros ahora lo que significa la negación de la nada?
El hermano Francis, cada vez más sofocado, empezó a balbucear.
-La torsión-negativa de la nada -prosiguió el implacable Jeris- debe llevar forzosamente a algo positivo. Supongo, pues, hermano Francis, que lograréis fabricarnos este algo, si dedicáis a ello todos vuestros esfuerzos. Gracias a vos, llegara indudablemente el día en que poseeremos el famoso Electrón. Pero, ¿qué haremos con él? ¿Dónde lo pondremos? ¿Acaso en el altar mayor?
-No lo sé -respondió el hermano Francis, que empezaba a amoscarse-, como tampoco sé lo que era un Electrón ni para qué servía. Sólo tengo la convicción profunda de que la cosa debió de existir en algún tiempo. Esto es todo.
Con una risa burlona, Jeris, el iconoclasta, le dejó y volvió a su trabajo. El incidente entristeció al hermano Francis, pero sin apartarle lo más mínimo del proyecto que se había trazado. En cuanto hubo asimilado la escasa información que podía proporcionarle la biblioteca del monasterio sobre el arte perdido en que se había inspirado Leibowitz, esbozó algunos anteproyectos del plano que se proponía estampar en su pergamino. En cuanto al propio diseño, como no podía penetrar su significado, lo reproduciría tal cual se mostraba en el documento original. Para ello, emplearía tinta negra; por el contrario, en la reproducción de las cifras y leyendas del plano adoptaría tintas de colores y caracteres de fantasía. Decidió igualmente romper la austera y geométrica monotonía del original, adornando la reproducción con palomas y querubines, verdes hojas de parra, frutos dorados y pájaros multicolores, amén de una astuta serpiente. En la parte alta de su obra, trazaría una representación simbólica de la Santísima Trinidad, y al pie, haciendo juego, el dibujo de la cota de malla que era emblema de su Orden. Así se dignificaría debidamente el Mecanismo de Control transistorial del beato Leibowitz, y su mensaje hablaría a los ojos al mismo tiempo que al espíritu.
Cuando hubo terminado el boceto preliminar, lo sometió tímidamente a la aprobación del hermano Horner.
-Advierto -dijo el viejo monje, en un tono matizado de cierto remordimiento- que este trabajo os ocupará mucho más tiempo de lo que había calculado... Pero, ¡qué importa! Proseguid. El dibujo es bello, bellísimo.
-Gracias, hermano.
El hermano Horner guiñó un ojo al joven religioso.
Me he enterado -le dijo confidencialmente- de que han decidido activar las formalidades necesarias para la canonización del beato Leibowitz. Por lo tanto, es probable que nuestro excelente Padre se sienta ahora mucho menos inquieto acerca de lo que vos sabéis.
Desde luego, todo el mundo estaba al corriente de esta importante noticia. La beatificación de Leibowitz era desde hacía tiempo un hecho consumado, pero las últimas formalidades que debían convertirlo en santo podían requerir aún un buen número de años. Además, siempre era de temer que el Abogado del Diablo descubriese algún motivo que hiciese imposible la canonización proyectada.
Al cabo de largos meses, el hermano Francis puso al fin manos a la obra, trazando amorosamente en el bello pergamino los finos arabescos, las volutas complicadas y las elegantes iluminaciones realizadas con panes de oro. Había emprendido un trabajo muy laborioso, que requería muchos años para ser llevado a buen fin. Naturalmente, los ojos del copista se resintieron de la dura prueba, y
53 Definición exacta (dada por el profesor Léon Brillouin, y utilizada por Robert Andrews Mullikan, Premio Nobel). Resulta incomprensible si se desconoce el contexto, o sea, toda la compleja estructura de nuestra Física
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tuvo que interrumpir a veces su labor durante largas semanas, por miedo de que un error debido a la fatiga echase a perder toda la obra. Sin embargo, el trabajo iba tomando forma poco a poco, y adquiría una belleza tan grandiosa que todos los monjes de la abadía acudían a contemplarlo, admirados. Sólo el escéptico hermano Jeris seguía con sus críticas.
-Me pregunto -decía- por qué no consagráis vuestro tiempo a un trabajo útil.
Esto era, al menos, lo que él hacía, puesto que fabricaba pantallas de pergamino decorado para las lámparas de aceite de la capilla.
Mientras tanto, el viejo hermano Horner cayó enfermo y declinó rápidamente. Llegados los primeros días de Adviento, sus hermanos cantaron para él la Misa de Difuntos, y entregamos sus restos mortales a la tierra original. El abad nombró al hermano Jeris para suceder al difunto en la dirección de los copistas, y el envidioso lo aprovechó en seguida para ordenar al hermano Francis que abandonara su obra maestra. Ya era hora, le dijo, de que dejara sus puerilidades; ahora fabricaría pantallas. El hermano Francis puso a buen recaudo el fruto de sus veladas y obedeció sin chistar. Mientras pintaba sus pantallas, se consolaba pensando que todos somos mortales... Sin duda. un día el alma del hermano Jeris iría a juntarse en el Paraíso con la del hermano Hornes, pues, a fin de cuentas, la sala de los copistas no era más que la antecámara de la Vida Eterna. Entonces, Dios mediante, podría reanudar su interrumpida obra maestra.
Sin embargo, la divina Providencia tomó cartas en el asunto mucho antes de la muerte del hermano Jeris. Durante el verano siguiente, un obispo montado en un mulo y acompañado de un nutrido séquito de dignatarios eclesiásticos llegó a llamar a la puerta del monasterio. El Nuevo Vaticano -anunció- le había nombrado abogado de la canonización de Leibowitz y solicitaba del padre abad todos los informes que podían servirle de ayuda en su misión; en particular, deseaba obtener algunas aclaraciones sobre una aparición del beato, con la que se decía había sido honrado un cierto hermano Francis Gerard de Utah.
El enviado del Nuevo Vaticano fue calurosamente recibido como merecía su dignidad. Fue alojado en el departamento reservado a los prelados que visitaban el monasterio, y seis novicios fueron puestos a su servicio. Se descorcharon en su honor las mejores botellas, se asaron los más delicados volátiles, e incluso se atendió a sus distracciones, contratando todas las noches a varios violinistas y una compañía de payasos.
Hacía tres días que el obispo se encontraba allí cuando el buen padre abad llamó a su presencia al hermano Francis.
-Monseñor Di Simone desea veros -dijo-. Si por desgracia dais rienda suelta a vuestra imaginación, haremos cuerdas de violín con vuestras tripas, arrojaremos vuestro cadáver a los lobos y enterraremos vuestros huesos en tierra no sagrada... Ahora, hijo mío, id en paz. Monseñor os espera.
El hermano Francis no necesitaba la advertencia del buen padre para contener la lengua. Desde el día ya lejano en que la fiebre le había hecho locuaz después de su primera Cuaresma en el desierto, se había guardado muy bien de decir una palabra sobre su encuentro con el peregrino. Pero le emocionaba el comprobar que las altas jerarquías eclesiásticas se interesaban bruscamente por el peregrino, y por ello el corazón le latía fuertemente al llegar a presencia del obispo.
Sin embargo, sus temores resultaron infundados. El prelado era un anciano de aire paternal, que pareció interesado ante todo en la carrera del frailuco.
Y ahora -le dijo al cabo de un rato de amable charla- habladme de vuestro encuentro con el bienaventurado fundador. ¡Oh, Monseñor! Yo no he dicho nunca que se tratase del beato Leibo…
-Claro, claro, hijo mío... Aquí traigo un proceso verbal de la aparición. Ha sido redactado de acuerdo con informaciones recogidas en las mejores fuentes. Sólo os pido que lo leáis. Después, confirmaréis su exactitud, o lo corregiréis, en caso necesario. Este documento se apoya sólo en referencias. En realidad, sólo vos podéis decirnos lo que ocurrió exactamente. Os pido que lo leáis con mucha atención.
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El hermano Francis tomó el grueso legajo que le tendía el prelado y empezó a leer el relato oficia! con creciente aprensión, que no tardó en convertirse en verdadero espanto.
-Parecéis trastornado, hijo mío -observó el obispo-. ¿Habéis observado acaso algún error?
-Es que... es que... no es esto... Las cosas no pasaron así... ¡en absoluto! -gimió el desdichado fraile, aterrado-. Yo no le vi más que una vez, y se limitó a preguntarme el camino de la abadía. Después golpeó con el bastón la piedra bajo la cual descubrí las reliquias...
-Entonces, si he comprendido bien, ¿no hubo coro celestial?
-Oh, no.
-¿Ni una aureola alrededor de su cabeza, ni una alfombra de flores que se iba extendiendo bajo sus pies a medida que andaba?
-Ante Dios que me está viendo, Monseñor, ¡afirmo que nada de esto se produjo!
-Bueno, bueno -dijo el obispo, suspirando-. Ya sé que las historias que cuentan los viajeros son siempre exageradas...
Como parecía desilusionado, el hermano Francis se apresuró a excusarse, pero el abogado del futuro santo le tranquilizó con un ademán.
-No importa, hijo mío -le aseguró-. A Dios gracias, no faltan milagros, debidamente comprobados. Por otra parte, los documentos que descubristeis nos han sido de utilidad, puesto que nos han permitido conocer el nombre de la esposa de nuestro venerable fundador, que murió, como bien sabéis, antes de que él entrase en religión.
-¿De veras, Monseñor?
A pesar de su visible desencanto ante el relato que de su encuentro con el peregrino le había hecho el joven fraile, monseñor Di Simone no pasó menos de cinco días enteros en el lugar en que Francis había descubierto la caja de metal. Le acompañaba una cohorte de jóvenes novicios, armados de palas v picos... Después de mucho cavar, el obispo regresó a la abadía al atardecer del quinto día, con un rico botín de objetos diversos, entre los cuales se contaba una vieja caja de aluminio que aún contenía restos de una masa gelatinosa seca que tal vez había sido antaño berza en conserva.
Antes de partir de la abadía, visitó la sala de los copistas y quiso ver la reproducción hecha por el hermano Francis del famoso azul de Leibowitz. El monje, entre protestas de que la cosa no valía la pena, se la mostró con mano temblorosa.
-¡Canastos! -exclamó el obispo (o al menos esto fue lo que creyeron oír)-. Hay que terminar este trabajo, hijo mío, ¡hay que terminarlo!
Sonriendo, el fraile buscó la mirada del hermano Jeris. Pero el otro se apresuró a volver la cabeza. Al día siguiente, el hermano Francis volvía a su trabajo, con grandes refuerzos de plumas de oca, panes de oro y pinceles diversos.
... Seguía trabajando en ello cuando una nueva delegación del Vaticano se presentó en el monasterio. Esta vez, la comitiva era numerosa, e incluso había en ella guardias armados para rechazar los ataques de los salteadores. Al frente de ella, montado en una mula negra, se erguía un prelado de pequeños cuernos y colmillos acerados (al menos, así lo afirmaron varios novicios). Declaró ser el Advocatus Diaboli, encargado de oponerse por todos los medios a la canonización de Leibowitz, y explicó que el objeto de su visita a la abadía era investigar ciertos rumores absurdos, propalados por frailucos histéricos, que habían llegado hasta las autoridades supremas del Nuevo Vaticano. Sólo con ver al emisario, uno se daba cuenta en seguida de que no era hombre capaz de dejarse engatusar.
El abad le recibió cortésmente y le ofreció una pequeña cama metálica en una celda orientada al Sur, excusándose de no poder aposentarle en el departamento de honor, provisionalmente inhabilitado por razones de higiene. El nuevo huésped tuvo que contentarse, para su servicio, con las personas de su séquito, y compartió, en el refectorio, el yantar ordinario de los monjes: hierbas
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cocidas y caldo de raíces.
-He oído decir que padecéis crisis nerviosas, con pérdida del sentido -le dijo al hermano Francis, cuando el fraile compareció ante él-. ¿Cuántos locos o epilépticos ha habido entre vuestros antepasados o parientes?
-Ninguno, Excelencia.
-¡No me llaméis Excelencia! -rugió el dignatario-. Y tened el convencimiento de que no me costará nada que confeséis la verdad.
Hablaba de esta formalidad como de una intervención quirúrgica de las más vulgares, y pensaba, por lo visto, que habría debido de realizarse muchos años atrás.
-Sabéis sin duda -prosiguió- que existen procedimientos para hacer que los documentos nuevos parezcan antiguos, ¿no es cierto?
El hermano Francis lo ignoraba.
-Sabéis igualmente que la esposa de Leibowitz se llamaba Emily, y que Emma no es en absoluto, el diminutivo de aquel nombre, ¿verdad?
Francis tampoco estaba muy informado de esto. Recordaba únicamente que sus padres, cuando él era niño, empleaban a veces ciertos diminutivos un poco a la ligera... «además -dijo para sí-, si el beato Leibowitz, a quien Dios bendiga, decidió llamar Emma a su mujer, estoy seguro de que tuvo sus razones...»
Entonces el enviado del Nuevo Vaticano la emprendió con un curso de semántica, tan furioso y tan vehemente que el desdichado frailuco creyó perder la razón. Al terminar la tormentosa sesión, no sabía siquiera si era cierto o no que hubiese visto un día un peregrino.
Antes de partir, el Abogado del Diablo quiso ver también la copia iluminada que había hecho Francis, y el desdichado se la mostró, con la muerte en el alma. Por lo pronto, el prelado se quedó asombrado; después tragó saliva y pareció que hacía un esfuerzo para decir algo.
-Ciertamente, no carecéis de imaginación -dijo-. Pero creo que esto lo sabían ya todos los de aquí.
Los cuernos del emisario habían menguado varios centímetros y el hombre partió aquella misma tarde hacia el Nuevo Vaticano.
...Y fueron transcurriendo los años, añadiendo algunas arrugas a los rostros jóvenes y algunas canas a las sienes de los frailes. En el monasterio, la vida seguía su curso, y los monjes continuaban sumidos en sus copias, como en tiempos pasados. Un buen día, el hermano Jeris concibió el proyecto de construir una prensa de imprimir. Cuando el abad le preguntó el motivo, sólo supo responder:
-Para aumentar la producción.
-¿Ah, sí? -replicó el padre-. ¿Y de qué creéis que servirán vuestros papelotes en un mundo en que la gente se considera dichosa de no saber leer? ¿Tal vez pensáis venderlos a los campesinos para encender el fuego, no?
Mortificado, el hermano Jeris encogió tristemente los hombros... y los copistas del monasterio siguieron trabajando con plumas de oca...
Por fin, una mañana de primavera, poco antes de la Cuaresma, se presentó un nuevo mensajero en el monasterio trayendo una buena, excelente noticia: el expediente para la canonización de Leibowitz estaba ya completo; el Sacro Colegio no tardaría en reunirse, y el fundador de la Orden Albertina figuraría pronto entre los santos del calendario.
Mientras se regocijaba toda la comunidad, el padre abad -ahora ya muy viejo y bastante complaciente- hizo llamar al hermano Francis.
-Su Santidad requiere vuestra presencia en las fiestas que van a celebrarse con motivo de la canonización de Isaac Edward Leibowitz -murmuró-. Disponeos a partir.
Y añadió, en tono gruñón:
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-Si queréis desmayaros, ¡hacedlo en otra parte!
El viaje del joven fraile al Nuevo Vaticano le llevaría al menos tres meses, o acaso más: todo dependería de la distancia que pudiese cubrir antes de que los inevitables salteadores le Privaran de su asno.
Partió solo y desarmado, provisto únicamente de unas alforjas de mendicante. Apretaba contra su corazón la copia iluminada del plano de Leibowitz, y rogaba a Dios que no se la robasen. Claro que los bandoleros eran gente ignorante y no habrían sabido qué hacer con ella... Sin embargo, y por precaución, el fraile se había tapado un ojo con un trocito de paño negro. Los campesinos eran supersticiosos y la amenaza de «mal de ojo» bastaba a veces para ponerlos en fuga.
Después de dos meses y algunos días de viaje, el hermano Francis tropezó con un ladrón en un sendero montañoso, rodeado de bosques espesos y lejos de todo lugar habitado. Era un hombre de corta talla, pero robusto como un buey. Separadas las piernas y cruzados los poderosos brazos sobre el pecho, esperaba en medio del sendero la llegada del fraile, que avanzaba hacia él, al paso lento de su montura... Parecía estar solo y no llevaba más arma que un cuchillo, que ni siquiera se sacó de la cintura. Aquel encuentro produjo al monje una profunda desilusión; en lo más hondo de su corazón, a lo largo de todo el camino, no había dejado de esperar que encontraría un día al peregrino de antaño.
-¡Alto! -ordenó el ladrón.
El asno se detuvo por su cuenta. El hermano Francis se alzó la capucha para mostrar el parche negro y se llevó lentamente la mano al ojo, como dispuesto a descubrir un horrible espectáculo disimulado por el paño. Pero el hombre echó la cabeza atrás y lanzó una risotada siniestra y realmente satánica. El fraile se apresuró a mascullar un exorcismo, cosa que tampoco pareció impresionar al ladrón.
-Esto hace ya años que no sirve -le dijo-. Vamos, apéate.
El hermano Francis se encogió de hombros, sonrió y se apeó de su montura sin protestar.
-Buenos días, señor -dijo, en amable tono-. Podéis llevaros el asno. Me sentará bien andar un poco.
Y ya se alejaba cuando el ladrón le cerró el paso.
-¡Espera! ¡Desnúdate completamente y déjame ver lo que llevas en este paquete!
El monje le mostró sus alforjas, con un pequeño ademán de excusa, pero el otro se echó a reír a más y mejor.
-¡También conozco el truco de la pobreza! -dijo a su víctima en tono sarcástico-. El último mendigo que detuve llevaba medio kilo de oro encima... Vamos, pronto, ¡desnúdate!
Cuando el fraile lo hubo hecho, el hombre registró sus vestiduras, no encontró nada y se las devolvió.
-Ahora -prosiguió-, veamos ese paquete.
-No es más que un documento, señor -protestó el religioso-, un documento que carece de valor para quien no sea su dueño.
-¡Abre el paquete, te he dicho!
El hermano Francis obedeció sin rechistar y pronto resplandecieron bajo el sol las iluminaciones del pergamino. El ladrón lanzó un silbido de admiración.
-¡Qué bonito! A mi mujer le gustará para colgarlo en la pared de la choza.
El pobre fraile, al oírlo, sintió que le fallaba el corazón y se puso a murmurar una plegaria silenciosa: «Si lo has enviado Tú, Señor, para probarme -suplicó desde lo más profundo de su alma-, dame al menos el valor de morir como un hombre, pues, si está escrito que tiene que robármelo, ¡tendrá que hacerlo al cadáver de Tu indigno siervo!
-¡Envuélvemelo! -ordenó de pronto el ladrón, que sabía lo que quería.
-Os lo ruego, señor -gimió el hermano Francis-, ¿cómo podéis privar a un pobre hombre de una
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obra en la que ha empleado toda su vida...? Quince años he pasado iluminando este manuscrito y...
-¿Cómo? -le interrumpió el ladrón-. ¿Lo has hecho tú mismo?
Y se desternilló de risa.
-No comprendo, señor -replicó el monje, enrojeciendo ligeramente-, lo que pueda tener de gracioso...
-¡Quince años! -exclamó el hombre, entre dos accesos de risa-. ¡Quince años! ¿Y por qué?, te pregunto. ¡Por un pedazo de papel! ¡Quince años...! ¡Ja, ja!
Y, asiendo con ambas manos la hoja iluminada, se dispuso a desgarrarla. Entonces el hermano Francis se dejó caer de rodillas en medio del sendero.
-¡Jesús, María y José! -exclamó-. ¡Os lo suplico, señor, en nombre del Cielo!
El ladrón pareció ablandarse un poco; arrojando el pergamino al suelo, preguntó burlón:
-¿Estarías dispuesto a luchar por tu pedazo de papel?
-¡Lo que queráis, señor! ¡Haré todo lo que queráis!
Ambos se pusieron en guardia. El fraile se santiguó precipitadamente e invocó al Cielo, recordando que antaño la lucha había sido un deporte autorizado por la divinidad... Después se lanzó al combate.
Tres segundos más tarde yacía sobre los puntiagudos guijarros que le laceraban el espinazo, medio asfixiado bajo una pequeña montaña de duros músculos.
-¡Ya está! -dijo, modestamente, el ladrón, levantándose y cogiendo el pergamino.
Pero el fraile se arrastró de rodillas, juntando las manos y ensordeciéndole con sus súplicas desesperadas.
-Creo -se burló el ladrón- que serías capaz de besarme los zapatos con tal de que te devolviese el dibujo.
Por toda respuesta, el hermano Francis le alcanzó de un salto y empezó a besar fervorosamente las botas del vencedor.
Esto era ya demasiado, incluso para un pillastre de siete suelas. Lanzó un juramento, arrojó el manuscrito al suelo, montó en el asno y se alejó... Inmediatamente, el hermano Francis se lanzó sobre el documento y lo recogió del suelo. Después, trotó detrás del hombre, implorando para él todas las bendiciones del cielo y dando gracias al Señor por haber creado malandrines tan desinteresados.
Sin embargo, cuando el ladrón y su asno hubieron desaparecido en la arboleda, el monje empezó a preguntarse, con un poco de tristeza, por qué razón, en efecto, había consagrado quince años de su vida a este pedazo de pergamino... Las palabras del ladrón resonaban aún en sus oídos: « ¿Y por qué?, te pregunto...» Sí, ¿por qué?, ¿por qué razón?
El hermano Francis reanudó su camino, pensativo y con la cabeza gacha bajo el capuchón... Incluso hubo un momento en que se le ocurrió la idea de arrojar el documento entre los matorrales y dejarlo allí, bajo la lluvia... Pero el padre abad había aprobado su deseo de entregarlo a las autoridades del Nuevo Vaticano, a modo de presente. El monje pensó que no podía presentarse allí con las manos vacías, y, ya serenado, prosiguió el camino.
Había llegado el momento. Perdido en la inmensa y majestuosa basílica, el hermano Francis se hallaba sumido en la prestigiosa magia de colores y sones. Después de invocar al Espíritu infalible, símbolo de toda perfección, se levantó un obispo -el monje advirtió que era monseñor Di Simone, abogado del
santo-, quien pidió a san Pedro que se pronunciara, por medio de S. S. León XXII, y ordenó a todos los reunidos que prestaran oído atento a las solemnes palabras que iban a ser pronunciadas.
Un momento después, el Papa se levantó despacio y proclamó que Isaac Edward Leibowitz debía ser en adelante venerado como santo. Asunto concluido. El oscuro técnico de antaño formaba ya parte de la celeste falange. El hermano Francis dirigió en seguida una devota plegaria a su nuevo
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patrón, mientras el coro entonaba el Te Deum.
Un rato más tarde, y andando con un paso vivo, el Soberano Pontífice apareció tan bruscamente en la sala de audiencias donde esperaba el frailuco, que la sorpresa cortó el resuello al hermano Francis, privándole del uso de la palabra. Se arrodilló apresuradamente para besar el anillo del Pescador y recibir la bendición, y después se levantó torpemente, sin saber qué hacer con el bello pergamino iluminado que sostenía detrás de la espalda. Comprendiendo el motivo de su turbación, el Papa sonrió.
-¿Acaso nuestro hijo nos trae un presente? -preguntó.
El monje farfulló algo ininteligible, asintió estúpidamente con la cabeza y por fin alargó su manuscrito, que el Vicario de Cristo observó largamente sin decir palabra y con rostro impasible.
-No es nada -masculló el hermano Francis, que sentía aumentar su turbación a medida que se prolongaba el silencio del Pontífice-, no es más que una pequeñez, un miserable presente... Incluso me avergüenzo de haber pasado tanto tiempo en...
Se detuvo en seco, ahogado por la emoción.
Pero el Papa parecía no haberle oído.
-¿Comprendes el significado del simbolismo empleado Por san Isaac? -preguntó al fraile, sin dejar de examinar con curiosidad el misterioso trazado del plano.
El hermano Francis, por toda respuesta, sacudió negativamente la cabeza.
Y el fraile se puso a balbucear las gracias, mientras el Soberano Pontífice se perdía de nuevo en la contemplación de los diseños tan bellamente iluminados.
-Sea cual fuere su significación... -comenzó el Papa; pero se interrumpió de golpe y empezó a hablar de otra cosa.
Si habían hecho al fraile el honor de recibirle, le explicó, no era porque las autoridades eclesiásticas se hubiesen formado una opinión oficial sobre el peregrino que el monje había visto... El hermano Francis había sido tratado de esta suerte porque se le quería recompensar por el hallazgo de importantes documentos y reliquias. Así se había juzgado su hallazgo, sin tener absolutamente en cuenta las circunstancias que lo acompañaron.
-Sea cual fuese su significación -repitió al fin-, este fragmento de saber, muerto en la actualidad, recobrará vida algún día.
Sonriendo, dirigió al monje un pequeño guiño.
-Y nosotros lo conservaremos celosamente hasta que aquel día llegue -concluyó.
Sólo entonces advirtió el hermano Francis que la sotana blanca del Papa tenía un agujero y que todas sus vestiduras estaban bastante usadas. La alfombra de la sala de audiencias estaba también muy raída en algunos sitios, y el yeso del techo se caía visiblemente a pedazos.
Pero en las estanterías que se veían a lo largo de los muros, había libros, libros enriquecidos con admirables iluminaciones, libros que trataban de cosas incomprensibles, libros pacientemente copiados por hombres cuya tarea no consistía en comprender, sino en conservar. Y estos libros esperaban que llegase su hora.
-Adiós, mi querido hijo.
El humilde guardián de la llama del saber marchó a pie a su lejana abadía... Cuando se acercó a la comarca en que merodeaba el ladrón, se sintió lleno de alegría. Si aquel día el ladrón estaba de descanso, se sentaría a esperar su regreso. Porque esta vez sabía ya lo que tenía que responder a su pregunta.
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