The Ultratumba


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lunes, 2 de mayo de 2011

3ª Parte (El Retorno de los Brujos)

El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier


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                                     TERCERA PARTE


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EL HOMBRE, ESTE INFINITO

I

UNA NUEVA INSTITUCIÓN

Lo fantástico en el fuego y en la sangre.-Las barreras de la incredulidad.-El primer cohete.-Burgueses y obreros de la Tierra.-Los hechos falsos y la ficción verdadera.-Los mundos habitados.-Visitantes venidos de más allá.-Las grandes comunicaciones.-Los mitos modernos.-Realismo fantástico en psicología.-Para una exploración de lo fantástico interior.-Exposición del método.-Otro concepto de la libertad.

Cuando salí del subterráneo, Juvisy, el pueblo de mi infancia, había desaparecido. Una espesa niebla amarilla cubría un océano de cascotes, de donde brotaban llamadas y gemidos. El mundo de mis juegos, de mis amistades, de mis amores, y la mayoría de los testigos del comienzo de mis días yacían en este vasto campo lunar. Un poco más tarde, cuando se organizó el socorro, algunos pájaros, engañados por los proyectores, se pusieron a cantar creyendo que había llegado el día.

Otro recuerdo: una mañana de estío, tres días antes de la Liberación, me encontraba con diez camaradas en una mansión particular próxima al bosque de Bolonia. Procedentes de diversos campamentos juveniles bruscamente abandonados, el azar nos había reunido en esta última «escuela de cuadros», donde instruyéndonos, de manera imperturbable, mientras cambiaba el ruido de armas y cadenas, el arte de fabricar marionetas, de hacer comedia y de cantar. Aquella mañana, de pie en el vestíbulo de falso estilo gótico, bajo la dirección de un maestro de coro romántico, cantábamos a tres voces un aire folklórico: «Dadme agua, dadme agua, agua, para mis dos cántaros...» Nos interrumpió el teléfono. Unos minutos más tarde, nuestro maestro de coros nos hacía penetrar en un garaje. Otros muchachos, empuñando metralletas, guardaban las salidas. Entre los viejos coches y las barricas de aceite, yacían varios jóvenes, acribillados de balas y de cascos de granada: el grupo de resistentes torturados por los alemanes en la Cascada del Bois. Habían logrado rescatar los cadáveres. Habían traído ataúdes. Habían partido mensajeros a avisar a las familias. Teníamos que lavar los cadáveres, secarlos, abrochar las chaquetas y los pantalones abiertos por las granadas, cubrirlos con papel blanco y colocar en sus cajas a los asesinados, cuyos ojos, bocas y heridas gemían de espanto, dar a sus semblantes y a sus cuerpos una apariencia de muerte digna. Y, respirando un vaho de carnicería, con la esponja o el cepillo en la mano, dábamos agua, dábamos agua, agua, agua...

Pierre Mac Orlan, antes de la guerra, viajaba en busca de lo «fantástico social», que encontraba en el ambiente pintoresco de los grandes puertos: tabernas de Hamburgo bajo la lluvia, muelles del Támesis, fauna de Amberes. ¡Encantador anacronismo! Lo fantástico ha dejado de ser cosa de artistas, para convertirse en experiencia vivida por el mundo civilizado, en el fuego y en la sangre. El dueño de la tienda del bolsos de nuestra calle aparece una mañana en el umbral de su puerta luciendo una estrella amarilla sobre el corazón. El hijo de la portera recibe de Londres mensajes surrealistas y lleva galones invisibles de capitán. Una guerra secreta pende ahorcados en los balcones del pueblo. Varios universos, violentamente distintos, se superponen; un soplo de la casualidad nos hace pasar del uno al otro.

-En el campo de Mauthausen -me explica Bergier- llevábamos la enseña N. N., noche y niebla.

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Ninguno de nosotros pensaba sobrevivir. El 5 de mayo de 1945, cuando el primer jeep americano subió la colina, un deportado ruso, encargado de la lucha antirreligiosa en Ucrania, que estaba tumbado a mi lado, incorporándose sobre un codo exclamó: «¡Dios sea loado!»

»Todos los hombres aptos fueron repatriados en fortalezas volantes, y por esto me encontré, al amanecer del 19, en el aeródromo de Heinz, Austria. El avión venía de Birmania. "Es una guerra mundial, ¿no es cierto?", me dijo el radiotelegrafista. Transmitió un mensaje que le encargué para el cuartel general aliado de Reims; después me mostró el equipo de radar. Había allí toda clase de aparatos cuya realización había creído imposible antes del año 2000. En Mauthausen, los médicos americanos me hablaron de la penicilina. En dos años, las ciencias adelantaron un siglo. Se me ocurrió una idea disparatada: "¿Y la energía atómica?" "Se habla de ella -me respondió el radiotelegrafista-. Es un asunto secreto, pero corren rumores..."

»Unas horas más tarde, me encontraba en el bulevar de la Madeleine, con mi traje a rayas. ¿Era esto París? ¿O era un sueño? La gente me rodeaba, haciéndome preguntas. Me refugié en el "Metro" y llamé por teléfono a mis padres: "Iré dentro de un momento." Pero volví a salir. Había algo más importante que todo lo restante. Tenía que encontrar antes que nada, mi lugar favorito de antes de la guerra: la librería americana "Brentano's", de la avenida de la Ópera. Hice en ella una gran entrada. Todos los periódicos, todas las revistas, a puñados... Sentado en un banco de las Tullerías, traté de conciliar el Universo actual con el que yo conocí. Mussolini había sido colgado de un gancho. Hitler había ardido. Existían tropas alemanas en la isla de Oleron y en los puertos del Atlántico. ¿No había terminado, pues, la guerra en Francia? Las revistas técnicas ponían la piel de gallina. Sir Alexander Fleming había triunfado con la penicilina... ¡Luego era verdad! Había nacido una nueva química, la de las siliconas, cuerpos intermedios entre lo orgánico y lo mineral. El helicóptero, cuya imposibilidad había sido demostrada en 1940, se construía en serie. La electrónica acababa de hacer fantásticos progresos. La televisión estaría pronto tan extendida como el teléfono. Acababa de apearme en un mundo formado con mis sueños del año 2000. Algunos textos eran para mí incomprensibles. ¿Quién sería ese mariscal Tito? ¿Y las Naciones Unidas? ¿Y el DDT?

»Bruscamente, empecé a darme cuenta, en carne y en espíritu, de que ya no era un prisionero ni un condenado a muerte y que me sobraba tiempo y libertad para comprender y para actuar. Por lo pronto, tenía toda la noche, si me venía en gana... Debí de palidecer. Una mujer se acercó a mí y quiso llevarme a un médico. Escapé y me fui corriendo a casa de mis padres, a los que encontré llorando. Sobre la mesa del comedor, había un montón de sobres que trajeron los ciclistas: telegramas militares y civiles. Lyon se disponía a dar mi nombre a una calle; me habían nombrado capitán; había sido condecorado por varios países, y una expedición americana para la busca de armas secretas en Alemania solicitaba mi concurso. A medianoche, mi padre me obligó a acostarme. En el momento antes de dormirme, dos palabras latinas asaltaron mi memoria sin razón alguna: magna mater. Al día siguiente por la mañana, al despertarme, volví a pensar en ellas y comprendí su sentido. En la antigua Roma, los candidatos al culto secreto de magna mater debían pasar por un baño de sangre. Si sobrevivían, nacían por segunda vez.»

En esta guerra, se abrieron todas las puertas de comunicación entre todos los mundos. Una corriente de arre formidable. Después, la bomba atómica nos lanzó a la Era del átomo. Todo fue ya posible. Las barreras de la incredulidad, tan fuertes en el siglo XIX, habían sido gravemente conmovidas por la guerra. Ahora, acabarían de hundirse totalmente.

En marzo de 1954, Mr. Ch. Wilson, secretario de Guerra americano, declaró: «Los Estados Unidos, lo mismo que Rusia, tienen de ahora en adelante el poder de aniquilar el mundo entero.» La idea del fin de los tiempos penetró en las conciencias. Aislado del pasado, dudando del porvenir, el hombre descubrió el presente como valor absoluto, volvió a hallar la eternidad en esta débil frontera. Algunos viajeros de la desesperación, de la soledad y de la eternidad, se hicieron a la mar en almadías, como Noés experimentales, como adelantados del próximo diluvio, alimentándose de

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plancton y de peces voladores. Al propio tiempo, llegaban de todos los países testimonios sobre la aparición de platillos volantes. El cielo se poblaba de inteligencias exteriores.

Un pequeño vendedor de bocadillos, llamado Adamsky, que tenía su tienda al pie del gran telescopio del Monte Palomar, en California, se otorga el título de profesor, declara que le han visitado los venusianos, explica sus conversaciones en un libro que alcanza el mayor éxito de venta después de la guerra y se convierte en el Rasputín de la Corte de Holanda. En un mundo en que lo trágico y lo extraño se suceden de este modo, cabe preguntarse de qué estará hecha la gente que no tiene fe y que tampoco quiere divertirse.

Cuando le hablaban del fin del mundo, Chesterton respondía: « ¿Por qué tengo que preocuparme? Esto ya ha ocurrido varias veces.» Después de un millón de años de vagar por el mundo, sin duda los hombres han conocido más de un apocalipsis. La inteligencia se ha apagado y ha vuelto a encenderse varias veces. El hombre camina a lo lejos por la noche, con una linterna en la mano, es alternativamente sombra y fuego. Todo nos invita a pensar que el mundo ha llegado una vez más y que hacemos un nuevo aprendizaje de la existencia inteligente en un mundo nuevo: el mundo de las grandes masas humanas, de la energía nuclear, del cerebro electrónico y de los cohetes interplanetarios. Tal vez necesitaríamos un alma y un espíritu distintos para esta Tierra diferente.

El 16 de setiembre de 1959, a las 22 h. 2 m., las radios de todos los países anunciaron que, por vez primera, un cohete lanzado desde la Tierra acababa de llegar a la Luna. Yo estaba escuchando Radio Luxemburgo. El locutor dio la noticia y pasó a la emisión de variedades difundida todos los domingos a dicha hora y que lleva por título: «La Puerta Abierta...» Salí al jardín a contemplar la Luna brillante, el Mar de la Serenidad en el que descansaban desde hacía unos segundos los restos del cohete. El jardinero también había salido. «Es tan hermoso corno los Evangelios, señor...» Daba espontáneamente a la cosa su verdadera grandeza, colocaba el acontecimiento en su dimensión. Y me sentí muy cerca de aquel hombre, de todos los nombres sencillos que alzaban la vista al cielo en aquel minuto, dispuestos a maravillarse y a sentir una enorme y confusa emoción. «¡Dichoso el hombre que pierda la cabeza, pues la encontrará en el Cielo!» Al mismo tiempo, me sentía extraordinariamente alejado de las gentes de mi ambiente, de todos esos escritores, filósofos y artistas que se hurtan a tales entusiasmos bajo un pretexto de lucidez y de defensa del humanismo. Mi amigo Jean Dutourd, por ejemplo, notable escritor enamorado de Stendhal, me había dicho unos días antes: «Bueno, toquemos con los pies en el suelo y no nos dejemos distraer por esos trenes eléctricos para adultos.» Otro amigo muy querido, Jean Giono, a quien fui a visitar a Manosque, me había explicado que, al pasar por Colmar-les-Alpes un domingo por la mañana, vio al capitán de los gendarmes y al cura jugando a los bolos en el atrio de la iglesia. «Mientras haya curas y capitanes de gendarmes que jueguen a los bolos, tendremos felicidad en la Tierra y estaremos mejor en ella que en la Luna...» Sí; todos mis amigos eran burgueses atrasados en un mundo en que los hombres, solicitados por inmensos proyectos a escala del Cosmos, empiezan a sentirse obreros de la Tierra. « ¡Quedémonos en tierra!», decían. Reaccionaban como los tejedores en Lyon cuando se descubrió el telar mecánico: temían perder su empleo. En la Era que comienza, mis amigos escritores sienten que las perspectivas sociales, morales, políticas y filosóficas de la literatura humanista, de la novela psicológica, parecerán pronto insignificantes. El gran efecto de la literatura llamada moderna es que nos impide ser realmente modernos. En vano se empeñan en hacer creer que «escriben para todo el mundo». Sienten que se acerca el tiempo en que el espíritu de las masas experimentará la atracción de los grandes mitos, de los proyectos de formidables aventuras, y que, si siguen escribiendo sus historietas «humanas», engañarán a las gentes con hechos falsos en vez de contarles ficciones verdaderas.

Aquella noche del 16 de setiembre de 1959, cuando bajé al jardín y contemplé, con mis ojos de hombre maduro, con mis ojos fatigados y ávidos, la Luna que, en el cielo profundo, llevará ya para siempre rastros humanos, fue doble mi emoción, porque pensé en mi padre. Levanté la mirada e

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hinché el pecho, como hacía él antaño, todas las noches, en nuestro mísero jardincillo de arrabal. Y, como él, me formulé la más importante de las preguntas: «Los hombres de esta Tierra, ¿somos los únicos?» Mi padre hacía esta pregunta porque tenía un alma de y también porque había leído obras de un espiritualismo dudoso, fábulas primarias. Yo la hacía leyendo la Pravda y las obras de ciencia pura, y frecuentando a gentes sabias. Pero, bajo las estrellas, se encontraban nuestros rostros invertidos, llevados por la misma curiosidad que acompaña a una infinita dilatación del espíritu.

Hace un momento he mencionado el origen del mito de los platillos volantes. Es un hecho social significativo. Sin embargo, ni que decir tiene que no puede prestarse crédito a esas astronaves de las que desembarcan unos hombrecillos dispuestos a discutir con guardabarreras o vendedores de bocadillos. Los marcianos, los saturninos y los jupiterianos son muy improbables. Pero, resumiendo la suma de los conocimientos reales sobre la cuestión, nuestro amigo Charles-Noël Martin escribe: «La multiplicidad de los habitantes posibles en las galaxias, y particularmente en la nuestra, trae consigo casi la certeza de la existencia de formas de vida excesivamente numerosas.» En todo planeta de otro sol, aunque diste centenares de años luz de la Tierra, si la masa y la atmósfera son idénticas, deben de existir seres semejantes a nosotros. Ahora bien, el cálculo demuestra que, sólo en nuestra galaxia pueden existir de diez a quince millones de planetas más o menos comparables a la Tierra. Harlow Shapley, en su obra Estrellas y hombres, calcula en el Universo conocido 1011 probables hermanas de nuestra Tierra. Todo nos inclina a suponer que hay otros mundos habitados y que otros seres pueblan el Universo. A fines del año 1959, se instalaron unos laboratorios en la Universidad de Cornell, Estados Unidos. Bajo la dirección de los profesores Coccioni y Moarrison, adelantados de las grandes comunicaciones, se buscan en ellos las señales que tal vez nos dirigen otros seres vivientes del Cosmos.

Más que el envío de cohetes a los astros cercanos, el contacto de los hombres con otras inteligencias y acaso con otros psiquismos, podría ser el acontecimiento que trastornase toda nuestra Historia.

Si existen otras inteligencias, en otro lugar, ¿conocen nuestra existencia? ¿Captan y descifran el eco lejano de las ondas de radio y televisión que nosotros emitimos? ¿Contemplan, con ayuda de aparatos, las perturbaciones producidas en nuestro Sol por los planetas gigantes Júpiter y Saturno? ¿Envían ingenios a nuestra galaxia? Nuestro sistema solar puede haber sido cruzado innumerables veces por cohetes de observación sin que tengamos de ello la menor sospecha. Ni siquiera logramos, en la hora en que escribo, encontrar nuestro «Lunik III», cuya emisora está averiada. Ignoramos lo que pasa a nuestro alrededor.

¿Acaso algunos seres, habitantes del Más Allá, han venido ya a visitarnos? Es muy probable que haya planetas que hayan recibido visitas. ¿Por qué la Tierra, en particular? Hay miles de millones de astros desparramados en el campo de los años de luz. ¿Somos nosotros los más próximos? ¿Somos los más interesantes? Sin embargo, es lícito imaginar que los «grandes extranjeros» han podido venir a contemplar nuestro Globo, a posarse en él, a pasar una temporada. La vida existe en la Tierra desde hace, al menos, mil millones de años. El hombre apareció en ella hace más de un millón de años, y nuestros recuerdos apenas se remontan a cuatro mil. ¿Qué sabemos? Tal vez los monstruos prehistóricos levantaron su largo cuello al paso de las astronaves y se perdió la huella de un acontecimiento tan fabuloso.

El doctor Ralph Stair, del N. B. S. americano, analizando unas extrañas rocas hialinas dispersas en la región del Líbano, las tektites, admite que podrían proceder de un planeta desaparecido y que pudo estar situado entre Marte y Júpiter. En la composición de las tektites se han descubierto isótopos radiactivos de aluminio y de berilio.

Varios sabios dignos de crédito opinan que el satélite de Marte, Phobos, es hueco. Se trataría de un asteroide artificial colocado en órbita alrededor de Marte por inteligencias exteriores a la Tierra. Tal era la conclusión a que llegaba un artículo de la seria revista Discovery, de noviembre de 1959. Tal es también la hipótesis del profesor soviético Chatlovski, especialista en radioastronomía.

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En un ruidoso estudio de la Gaceta Literaria de Moscú, de febrero de 1960, el profesor Agrest, maestro en ciencias físico-matemáticas, declaró que las tektites, que sólo han podido formarse en condiciones de temperatura muy elevada y de potentes radiaciones nucleares, pueden ser huellas del aterrizaje de proyectiles-sonda venidos del Cosmos. Hace un millón de años, pudimos tener visitantes. Según el profesor Agrest (que no vacilaba, en dicho estudio, en plantear hipótesis tan fabulosas, mostrando así que la ciencia, en el marco de una filosofía positiva, puede y debe abrirse lo más posible a la imaginación creadora, a las suposiciones atrevidas), la destrucción de Sodoma y Gomorra pudo deberse a una explosión termonuclear provocada por viajeros del espacio, ya fuese deliberadamente, ya a consecuencia de una destrucción necesaria de sus depósitos de energía antes de su partida hacia el Cosmos. En los manuscritos del mar Muerto se lee lo siguiente:

«Se elevó una columna de humo y de polvo, parecida a una columna de humo que brotase del corazón de la Tierra. Vertió una lluvia de azufre y de fuego sobre Sodoma y Gomorra y destruyó la ciudad, el llano entero, todos los habitantes y la vegetación. Y la mujer de Lot se volvió y se convirtió en estatua de sal. Y Lot vivió en Isoar, y después se instaló en las montañas, porque tenía miedo de permanecer en Isoar.

»Las gentes fueron avisadas para que abandonaran el lugar de la futura explosión, de que no se detuvieran en lugares descubiertos, de que no contemplaran la explosión y de que se ocultaran bajo tierra... Los fugitivos que se volvieron fueron cegados y murieron.»

En esta misma región del Anti-Líbano se levanta uno de los monumentos más misteriosos, que es la «terraza de Baalbeck». Se trata de una plataforma construida con bloques de piedra, algunos de los cuales miden más de veinte metros de lado y pesan dos mil toneladas. Jamás se ha podido explicar por qué, ni cómo ni por quién fue construida esta plataforma. Según el profesor Agrest no es inverosímil que se tratara de los restos de una pista de aterrizaje construida por astronautas venidos del Cosmos.

En fin, unos informes de la Academia de Ciencias de Moscú sobre la explosión del 30 de junio de 1908, en Siberia, sugiere la hipótesis de la desintegración de una nave interestelar que sufriera un accidente.

Aquel 30 de junio de 1908, a las siete de la mañana, surgió una columna de fuego en la taiga siberiana, que se elevó hasta kilómetros de altura. El bosque quedó volatilizado en zona de cuarenta kilómetros de radio como consecuencia del contacto de una enorme bola de fuego contra la Tierra Durante varias semanas, flotaron sobre Rusia, Europa Occidental y África del Norte, unas extrañas nubes doradas que, por la noche, reflejaban la luz solar. En Londres se fotografiaba a la gente leyendo el periódico en la calle a la una de la madrugada. Todavía hoy, aquella zona siberiana sigue sin vegetación. Las mediciones hechas en 1960 por una comisión científica rusa revelan que la radiactividad es allí tres veces mayor que la normal.

Y, si hemos sido visitados, ¿se habrán paseado entre nosotros los fabulosos exploradores? El sentido común protesta: lo habríamos advertido. Nada menos seguro. La primera regla de la ecología es no perturbar a los animales que se quiere observar. Zimanski, sabio alemán de Tubinga, discípulo del genial Konrad Lorenz, estudió durante tres años los caracoles asimilando su lenguaje y su comportamiento psíquico, de suene que los caracoles lo tomaban realmente por uno de los suyos. Nuestros visitantes podían emplear el mismo procedimiento con los humanos. Es una idea escandalosa, pero que, sin embargo, tiene fundamento.

¿Habrán venido a la Tierra exploradores de buena voluntad antes de la historia humana conocida? Una leyenda india habla de los Señores de Dyzan, venidos del exterior para traer a los hombres el fuego y el arco. La vida misma, ¿ha nacido en la Tierra o ha sido depositada en ella por los Viajeros del Espacio?85. «¿Habremos venido de fuera -se pregunta el biólogo Loren Eiseley-, habremos

85 La mayoría de los astrónomos y de los teólogos piensan que la Vida de la Tierra comenzó en la Tierra. Pero no lo cree así el astrónomo Cornell Thomas Gold. En una comunicación leída en Los Ángeles, en el congreso de sabios del espacio celebrado en 1960, Gold sugirió que la vida puede haber existido en otro lugar del Universo durante innumerables miles de millones de años antes de arraigar en la Tierra. ¿Cómo llegó la vida a la Tierra para comenzar su larga ascensión hacia lo humano? Tal vez fue traída por las naves del espacio.

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venido de fuera y nos estamos preparando para volver a nuestro país con ayuda de nuestros instrumentos...?»

Una palabra más sobre el cielo: la dinámica estelar muestra que una estrella no puede capturar otra. Las estrellas dobles o triples, cuya existencia observamos, deberían tener, pues, la misma edad. Ahora bien, la espectroscopia revela componentes de edades diversas en los sistemas dobles o triples. Una enana blanca y vieja, de diez mil millones de años, acompaña, por ejemplo, a un gigante rojo, de tres mil millones. Es imposible, y, sin embargo, es así. Sobre este particular, Bergier y yo hemos interrogado a una gran cantidad de astrónomos y de físicos. Algunos de ellos, y no los menos, no excluyen la hipótesis según la cual estas agrupaciones de estrellas anormales pueden haberse realizado por Voluntades, por inteligencias. Voluntades e Inteligencias capaces de desplazar las estrellas y agruparlas artificialmente, dando así a conocer al Universo que la vida existe en tal o cual región del cielo, para mayor gloria del espíritu.

En una asombrosa premonición de la espiritualidad venidera, Blanc de Saint-Bonnet86 escribió: «La religión nos será demostrada por el absurdo. Ya no será la doctrina desconocida la que se oirá, ya no. Será la conciencia no escuchada la que gritará. Los hechos hablarán a grandes voces. La verdad abandonará las alturas de la palabra y entrará en el pan que comeremos. ¡Y la luz será fuego!»

A la idea desconcertante de que acaso la inteligencia humana no es la única que vive y que actúa en el Universo, ha venido a sumarse la idea de que nuestra propia inteligencia es capaz de recorrer mundos diferentes del nuestro, de comprender sus leyes, de ir, en cierto modo, a viajar y a trabajar al otro lado del espejo. Este orificio fantástico ha sido realizado por el genio matemático. Sólo la falta de curiosidad y de conocimiento nos hace tomar la experiencia poética, desde Rimbaud, por el hecho capital de la revolución intelectual del mundo moderno. El hecho capital es la explosión del genio matemático, según comprendió Valéry con gran acierto. De ahora en adelante, el hombre se encuentra ante su genio matemático como ante un habitante del exterior. Las entidades matemáticas modernas viven, se desarrollan, se fecundan, en mundos inaccesibles, extraños a toda experiencia humana. En Men like Gods, H. G. Wells supone que existen tantos universos como páginas en un grueso volumen. Nosotros sólo habitamos en una de estas páginas. Pero el genio matemático recorre la obra entera: constituye el real e ilimitado poder de que dispone el cerebro humano. Porque, viajando de este modo por otros universos, vuelve de sus exploraciones cargado de útiles eficaces para la transformación del mundo en que vivimos. Posee a la vez el ser y el hacer. El matemático estudia, por ejemplo, las teorías de espacios que requieren dos vueltas completas para volver al punto de partida. Ahora bien, gracias a este trabajo completamente ajeno a toda actividad en nuestra esfera de existencia, se pueden descubrir las propiedades a que obedecen las partículas elementales en los espacios microscópicos y se puede hacer progresar la física nuclear que transforma nuestra civilización. La intuición matemática, que abre el camino hacia otros universos, cambia concretamente el nuestro. El genio matemático, tan próximo al genio de la música pura, es, al propio tiempo, aquel cuya eficacia sobre la materia es mayor. Del «más allá absoluto» ha nacido «el

La vida existe en la Tierra desde hace aproximadamente mil millones de años, observó Gold. Comenzó con formas simples de tamaño microscópico.

Después de mil millones de años, según la hipótesis de Gold, el planeta sembrado puede haber desarrollado criaturas lo bastante inteligentes para viajar mas lejos en el espacio, visitando planetas fértiles pero vírgenes y sembrándolos a su vez de microbios adaptables. De hecho, esta contaminación es el probable principió normal de la vida en todo planeta, comprendida la Tierra. «Ciertos viajeros de espacio -dice Gold- pueden haber visitado la Tierra hace mil millones de años, y sus formas residuales de vida abandonadas habrían proliferado de tal suerte que los microbios tendrían pronto otro agente (los humanos viajeros del espacio), capaces de llevarlos más lejos en el campo de batalla.»

¿Y qué acontece en las otras galaxias que flotan en el espacio mucho más allá de los límites de la Vía Láctea? El astrónomo Gold es uno de los mantenedores de la teoría del universo fijo.

¿Cuándo, pues, ha comenzado la vida? La teoría del universo fijo pretende que el espacio no tiene límites y que el tiempo no tiene principio ni fin. Si la vida se propaga de las viejas a las nuevas galaxias, su historia puede remontarse a la eternidad: no tiene principio ni fin.

86 1815-1880, filósofo injustamente ignorado. Su obra principal: L'Unité Spirituelle.

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arma absoluta».

En fin, al elevar el pensamiento matemático a su más alto grado de abstracción, el hombre se da cuenta de que este pensamiento no es tal vez de su propiedad exclusiva. Descubre que los insectos, por ejemplo, parecen tener conciencia de propiedades del espacio que se nos escapan, y que acaso existe un pensamiento matemático universal, y que tal vez un cántico del espíritu superior brota de la totalidad de lo viviente...

De este mundo en que, para el hombre, ya no hay nada seguro, ni él mismo, ni el mundo tal como lo definían las leyes y los hechos antaño admitidos, nace a toda velocidad una mitología. La cibernética ha hecho nacer la idea de que la inteligencia humana ha sido rebasada por la del cerebro electrónico, y el hombre ordinario sueña en el ojo verde, la máquina «que piensa» con la misma preocupación y el mismo espanto con que el antiguo egipcio soñaba con la Esfinge. El átomo se ha aposentado en el Olimpo, empuñando el rayo. Apenas se había empezado cuando ya las gentes de los alrededores decían que se secaban sus tomates. La bomba descompone los tiempos y nos hace engendrar monstruos. Una literatura llamada de «ciencia-ficción», más abundante que la literatura psicológica, compone una Odisea de nuestro siglo, con marcianos y seres mudables, y un Ulises metafísico que vuelve a su país después de vencer al tiempo y al espacio.

A la pregunta: « ¿Somos los únicos?», viene a añadirse otra: «¿Somos los últimos?» ¿Se detiene la evolución en el hombre? ¿No estará ya formándose el Superior? ¿No estará ya entre nosotros? Y este Superior, ¿tenemos que imaginarlo como un individuo o como un ser colectivo, como la masa humana entera en vías de fermentar y coagularse, arrastrada toda ella al logro de la conciencia de su unidad y de su ascensión? En la era de las masas, el individuo muere, pero es la muerte salvadora de la tradición espiritual: morir para nacer al fin. Muere a la conciencia psicológica para nacer a la conciencia cósmica. Siente la formidable presión del dilema: morir resistiéndose, o morir obedeciendo. Del lado de la negativa, de la resistencia, está la muerte total. Del lado de la obediencia, está la muerte-rellano que conduce a la vida total, pues se trata de preparar a la multitud para la creación de un psiquismo unánime regido por la conciencia del Tiempo, del Espacio y del afán de descubrimiento.

Mirándolo de cerca, todo esto refleja mejor el fondo de los pensamientos y de las inquietudes del hombre de hoy que los análisis de la novela neonaturalista o los estudios político-sociales; pronto nos daremos cuenta de ello, cuando los que usurpan la función de testigos y ven las cosas nuevas con ojos antiguos, sean fulminados por los hechos.

En este mundo abierto sobre lo extraño, el hombre ve surgir a cada paso puntos de interrogación tan desmesurados corno eran los animales y vegetales antediluvianos. No están hechos a su medida. Pero, ¿cuál es la medida del hombre? La sociología y la psicología han evolucionado mucho más despacio que la física y las matemáticas. Es el hombre del siglo XIX el que se encuentra de pronto en presencia de un mundo diferente. Pero, el hombre de la sociología y de la psicología del siglo XIX, ¿es el hombre verdadero? Nada menos seguro. Después de la revolución intelectual provocada por el Discurso del método, después del nacimiento de las ciencias y del espíritu enciclopédico, después de la gran aportación del racionalismo y del cientificismo optimista del siglo XIX, nos hallamos en un momento en que la inmensidad y la complejidad de lo real, que acaba de descubrirse, deberían modificar necesariamente lo que pensábamos hasta hoy de la naturaleza del conocimiento humano, conmover las ideas sobre las relaciones del hombre con su propia inteligencia; en una palabra, exigir una actitud muy diferente de lo que todavía ayer llamábamos actitud moderna. A una invasión de lo fantástico exterior debería corresponder una exploración de lo fantástico interior. ¿Existe lo fantástico interior? Y lo que el hombre ha hecho, ¿no sería proyección de lo que es o de lo que llegará a ser?

Vamos, pues, a proceder a esta exploración de lo fantástico interior. O, al menos, nos esforzaremos en hacer sentir la necesidad de esta exploración, y esbozaremos un método.

Naturalmente, no hemos tenido tiempo ni medios de realizar mediciones y experimentos que nos

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parecieron deseables y que tal vez serán intentados por investigadores más calificados. Pero el objeto de nuestro trabajo no era medir ni experimentar. Se limitaba, aquí, como en todo el grueso volumen, a recoger hechos y relaciones entre los hechos, que la ciencia oficial olvida a veces, y otras les niega el derecho a la existencia. Esta manera de trabajar puede parecer insólita y despertar sospechas. Sin embargo, a ella se han debido los grandes descubrimientos.

Darwin, por ejemplo, no procedió de otra manera, coleccionando y comparando informaciones despreciadas por los demás. La teoría de la evolución nació de esta colección aparentemente absurda. De la misma manera, y salvando las debidas proporciones, nosotros hemos visto nacer en el curso de nuestro trabajo una teoría del hombre interior verdadero, de la inteligencia total y de la conciencia despierta.

Este trabajo es incompleto: habríamos necesitado diez años más. Aparte de ello, sólo ofrecemos un resumen, o mejor una imagen, a fin de no cansar al lector, pues contamos precisamente con su frescura de espíritu, ya que nosotros hemos procurado mantenernos siempre en este clima.

Inteligencia total, conciencia despierta; nos parece bien que el hombre se encamine a estas conquistas esenciales, en el seno del mundo en pleno renacimiento y que parece exigirle ante todo la renuncia a la libertad. Pero, la libertad, ¿para hacer qué?, preguntaba Lenin. Efectivamente, la libertad de ser lo que era, le está siendo retirada poco a poco. La única libertad que pronto le será otorgada es la de ser otro, la de pasar a un estado superior de inteligencia y de conciencia. Esta libertad no es de esencia psicológica, sino mística, al menos ateniéndonos a los esquemas de antaño, al lenguaje de ayer. En cierto sentido, pensamos que la civilización consiste en que el avance llamado místico se extienda, sobre la tierra humeante de fábricas y vibrante de cohetes, a la Humanidad entera. Y se verá que este avance es práctico, que es, en cierto modo, el «segundo soplo» necesario a los hombres para acoplarse a la aceleración del destino de la Tierra.

«Dios nos ha creado lo menos posible. La libertad, este poder de ser la causa, esta facultad del mérito, quiere que el hombre se rehaga él mismo.»

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II

LO FANTÁSTICO INTERIOR

Los pioneros: Balzac, Hugo, Flammarion.-Jules Romains y la cuestión más vasta. Fin del positivismo.-¿ Qué es la parapsicología?-Hechos extraordinarios y experimentos ciertos.-El ejemplo del Titanio.-Visión.-Precognición y sueño. Parapsicología y psicoanálisis.-Nuestro trabajo excluye el ocultismo y las falsas ciencias.-En busca de la maquinaria de las profundidades.

El crítico literario filósofo Albert Béguin sostenía que Balzac era un visionario más que un observador. Esta tesis me parece exacta. En una novela admirable, Le Réquisitionnaire, Balzac prevé el nacimiento de la parapsicología, que se realizará en la segunda mitad del siglo XX e intentará fundar como ciencia exacta el estudio de los «poderes psíquicos» del hombre.

«A la hora precisa en que Madame De Dey moría en Carentan, su hijo era fusilado en el Morbihan. Podemos sumar este hecho trágico a todas las observaciones sobre las simpatías que desconocen las leyes del espacio; documentos que coleccionan con sabia curiosidad algunos hombres solitarios y que servirán un día para asentar las bases de una ciencia nueva a la que falta hasta el día presente un hombre de genio.»

En 1891, Camille Flammarion declaraba87: «Nuestro fin de siglo se parece un poco al del siglo precedente. El espíritu empieza a cansarse de las afirmaciones de la filosofía que se califica de positiva. Creemos adivinar que se equivoca... "¡Conócete a ti mismo!", decía Sócrates. Desde hace millares de años, hemos aprendido una enorme cantidad de cosas, excepto la que más nos interesa. Parece que el espíritu humano actual tiende, por fin, a obedecer la máxima socrática.»

Una vez al mes, Conan Doyle venía de Londres a visitar a Flammarion en el Observatorio de Juvisy y a estudiar con el astrónomo fenómenos de evidencia, de apariciones y materializaciones, por lo demás bastante dudosos. Flammarion creía en los fantasmas y Conan Doyle coleccionaba «fotografías de hadas». La «ciencia nueva» presentida por Balzac no había nacido aún, pero se sentía ya su necesidad.

Víctor Hugo había dicho, formidablemente, en su desconcertante estudio sobre William Shakespeare: «Todo hombre lleva su Patmos dentro de sí. Es libre de subir o no subir a este terrible promontorio del pensamiento, desde el cual se perciben las tinieblas. Si no va a él, permanece en la vida ordinaria, en la conciencia ordinaria, en la fe ordinaria, en la duda ordinaria, y así está bien. Para el descanso interior es sin duda lo mejor. Si sube a la cima, queda preso en ella. Se le aparecen las profundas olas del prodigio. Y nadie puede ver impunemente aquel océano... Se obstina en el abismo absorbente, en el sondeo de lo inexplorado, en el desinterés de la tierra y de la vida, en la entrada de lo prohibido, en el esfuerzo por palpar lo impalpable, por mirar lo invisible; y vuelve allí, y vuelve de nuevo, y se acoda, y se abalanza, y da un paso, después dos, y así es como uno penetra en lo impenetrable, y así es como uno avanza en el ensanchamiento sin límites de la condición infinita.»

En cuanto a mí, tuve en 1939 la visión precisa de una ciencia que, al aportar testimonios irrecusables sobre el hombre interior, obligaría pronto al espíritu a una nueva reflexión sobre Ja naturaleza del conocimiento, y, poco a poco, llegaría a modificar los métodos de toda la investigación científica en todos los terrenos. Tenía yo diecinueve años, y la guerra me sorprendía cuando había decidido consagrar mi vida al establecimiento de una psicología y de una fisiología de los estados místicos. En aquel entonces, leí en la Nouvelle Revue Française un ensayo de Jules Romains: «Respuesta a la cuestión más vasta», que vino inesperadamente a reforzar mi posición.

87 Le Fígaro Illustré, noviembre de 1891.

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Este ensayo fue, también, profético. Después de la guerra nació, en efecto, una ciencia del psiquismo, la parapsicología, que está hoy en pleno desarrollo, mientras que en el seno mismo de las ciencias oficiales, como las matemáticas o la física, el espíritu cambiaba en cierto modo de plano.

«Yo creo -escribía Jules Romains- que la principal dificultad del espíritu humano reside menos en alcanzar conclusiones verdaderas dentro de un cierto orden o en ciertas direcciones, que descubrir el medio de acordar las conclusiones a que llega trabajando en diversos órdenes de realidad, o emprendiendo diversas direcciones que varían según las épocas. Por ejemplo, le resulta muy difícil poner de acuerdo las ideas, en sí mismas muy exactas, a que le ha llevado la ciencia moderna sobre la base de los fenómenos físicos, con las ideas, tal vez también muy ciertas, que había encontrado en las épocas en que se ocupaba principalmente de las realidades espirituales o psíquicas, y que aún hoy en día reclaman para sí los que, ajenos a los métodos físicos, se consagran a investigaciones de orden espiritual o psíquico. No pienso en absoluto que la ciencia moderna, a la que a menudo se acusa de materialismo, se vea amenazada por una revolución que arruinaría los resultados de que se siente segura (sólo pueden estar amenazadas las hipótesis demasiado generales o prematuras de las que no está segura). Pero sí que puede encontrarse un día frente a resultados tan coherentes, tan decisivos, alcanzados por los métodos llamados en general "psíquicos", que le será imposible considerarlos, como hasta ahora, nulos y sin valor. Muchas personas se imaginan que, llegado aquel momento, las cosas se arreglarán fácilmente, limitándose la ciencia llamada "positiva" a conservar tranquilamente su campo actual, y dejando que se desarrollen fuera de sus fronteras aquellos otros conocimientos que trata ahora de supersticiones o relega al terreno de lo "incognoscible", abandonándose despectivamente a la metafísica. El día en que se confirmen -si llegan a confirmarse- muchos de los resultados más importantes de la experimentación psíquica, se llamarán oficialmente "verdades" y atacarán a la ciencia positiva en el interior de sus fronteras; y será necesario que el espíritu humano, que hasta ahora, y por miedo a las responsabilidades, finge no ver el conflicto, se decida a realizar un arbitraje. Será una crisis muy grave, tan grave como la provocada por la aplicación de los descubrimientos físicos a la técnica industrial. La vida misma de la Humanidad sufrirá una transformación. Creo esta crisis posible, probable e incluso muy próxima.»

Una mañana de invierno, acompañé a un amigo a la clínica donde debían operarle de urgencia. Empezaba a clarear, y caminábamos bajo la lluvia, buscando ansiosamente un taxi. La fiebre había hecho presa en mi vacilante amigo, el cual, de pronto, me señaló un naipe cubierto de barro que yacía en la acera.

-Si es un comodín -me dijo-, todo irá bien.

Levanté la carta y le di la vuelta. Era un comodín.

La parapsicología trata de sistematizar el estudio de hechos de esta naturaleza, por acumulación experimental. ¿Está el hombre normal dotado de un poder que no utiliza casi nunca, simplemente, según parece, porque le han persuadido de que no lo tiene? La experimentación realmente científica parece eliminar completamente la noción del azar. Tuve ocasión de participar, en compañía de Aldous Huxley, como miembro destacado, en el Congreso Internacional de Parapsicología de 1955, y después he seguido los trabajos americanos, suecos y alemanes de los médicos y psicólogos dedicados a esta investigación. No puede dudarse de la seriedad de estos trabajos. Si la ciencia con reticencia desde luego legítima, se mostraba reacia a los poetas, la parapsicología podría sacar de Apollinaire una excelente definición:

Todo el mundo es profeta, querido André Billy,

pero hace tanto tiempo que se dice a la gente

que no tiene porvenir, que es ignorante para siempre

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idiota de nacimiento,

que se lo ha creído y nadie piensa siquiera

en preguntarse si conoce o no el porvenir.

No hay espíritu religioso en todo esto

ni en las supersticiones ni en las profecías

ni en todo lo que llaman ocultismo;

hay ante todo una manera de observar la Naturaleza

de interpretar la Naturaleza

que es muy legítima88.

La experimentación parapsicológica parece demostrar que existen, entre el Universo y el hombre, relaciones distintas de las establecidas por los sentidos habituales. Todo ser humano normal podría percibir los objetos a distancia o a través de los muros, influir en el movimiento de los objetos sin tocarlos, proyectar sus pensamientos y sus sentimientos en el sistema nervioso de otro ser humano, y, en fin, conocer a veces el porvenir.

Sir H. R. Haggard, escritor inglés muerto en 1925, en su novela Maiwa's Revenge, hace una descripción detallada de la evasión de su héroe, Alian Quatermain. Este es capturado por los salvajes cuando escala una pared rocosa. Sus perseguidores le tienen agarrado por un pie: él se libra disparándoles un pistoletazo paralelamente a su pierna derecha. Algunos años después de la publicación de la novela, se presentó un explorador inglés en casa de Haggard. Vino especialmente de Londres para preguntar al escritor cómo había podido enterarse de su aventura en todos sus detalles, pues no había hablado de ella a nadie y quería ocultar aquella muerte.

En la biblioteca del escritor austriaco Karl Hans Strobl, muerto en 1946, su amigo Willy Schrodter hizo el siguiente descubrimiento: «Abrí sus propias obras, alineadas en un estante. Entre sus páginas, había numerosos artículos de Prensa. No eran críticas, como pensé en un principio, sino hechos diversos. Y advertí con un estremecimiento, que relataban acontecimientos descritos con mucha anticipación por Strobl.»

En 1898 un escritor de «ciencia-ficción» americano, Morgan Robertson, describió el naufragio de un navio gigante. Este navio gigante desplazaba 70.000 toneladas, medía 800 pies y transportaba 3.000 pasajeros. Su motor estaba equipado con tres hélices. Una noche de abril, durante su primer viaje, chocó en la niebla con un iceberg y se fue a pique. Se llamaba: Titán.

El Titanic, que más tarde se hundiría en las mismas circunstancias, desplazaba 66.000 toneladas, medía 828'5 pies, transitaba 3 000 pasajeros y tenía tres hélices. La catástrofe ocurrió una noche de abril.

Estos son hechos. Veamos ahora unos cuantos experimentos realizados por los parapsicólogos: en Durham, Estados Unidos, el experimentador tiene en la mano un juego de cinco cartas especiales. Las baraja y las saca una detrás de otra. Una cámara registra la operación. En el mismo instante, en Zagreb, Yugoslavia, otro experimentador trata de adivinar el orden en que el otro ha sacado las cartas. Esto se repite millares de veces. La proporción de las adivinaciones es mucho mayor de lo que permite la casualidad.

En Londres, en una habitación cerrada, el matemático J. S. Soal saca cartas de un juego parecido. Detrás de una pared opaca, el estudiante Basil Shakelton trata de adivinar. Cuando se comparan los resultados, se advierte que el estudiante ha adivinado también en proporción superior al azar, la carta que saldría en la manipulación siguiente.

En Estocolmo, un ingeniero construye una máquina que, automáticamente, arroja unos dados en el aire y registra en una película su caída. Los espectadores, miembros de la Universidad, intentan mentalmente forzar un número determinado, deseándolo intensamente. Y lo logran en una proporción que el azar no podrá justificar.

88 Apollinaire: Calligrammes.

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Al estudiar los fenómenos de precognición durante el sueno, el inglés Dunne ha demostrado científicamente que algunos sueños son capaces de descubrir un porvenir, incluso lejano89, y dos investigadores alemanes, Moufand y Stevens, en una obra titulada El misterio de los sueños90, citan numerosos casos precisos y comprobados, en que los sueños habían revelad acontecimientos futuros y conducido descubrimientos científicos importantes.

El célebre atomista Niels Bohr, siendo estudiante, tuvo un sueño extraño. Se vio en un sol de gas ardiente. Los planetas pasaban silbando. Estaban sujetos al sol por débiles filamentos y giraban a su alrededor. De pronto, el gas se solidificó, el sol y los planetas se contrajeron. Niels Bohr se despertó en aquel momento y tuvo conciencia de que acababa de descubrir el modelo del átomo, tan buscado. El «sol» era el centro fijo alrededor del cual giran los electrones. Toda la física atómica moderna y sus aplicaciones han salido de aquel sueño.

El químico Auguste Kékulé explica: «Una noche de verano, me dormí en la plataforma del autobús que me conducía a casa. Vi claramente cómo, en todas partes, los átomos se unían en parejas que eran arrastradas por grupos más importantes, los cuales eran a la vez atraídos por otros todavía más poderosos: y todos estos corpúsculos giraban en desenfrenado torbellino. Pasé una parte de la noche transcribiendo la visión de mi sueño. La teoría de la estructura había sido descubierta.»

Después de haber leído en los periódicos los relatos de los bombardeos de Londres, un ingeniero de la «Compañía Americana de Teléfonos Bell» tuvo, en una noche de otoño de 1940, un sueño en el cual se vio dibujando el plano de un aparato merced al cual se podía apuntar el cañón antiaéreo al lugar exacto por el que pasaría un avión cuyas trayectoria y velocidad fuesen conocidas. Al despertarse, trazó el esquema «de memoria». El estudio de este aparato, que debía utilizar por primera vez el radar, fue realizado por el gran sabio Narbert Wiener, y las reflexiones de Wiener a este respecto iban a ser causa del nacimiento de la cibernética.

«Decididamente -decía Lovecraft-, no hay que subestimar la importancia gigantesca que pueden tener los sueños»91. De ahora en adelante, tampoco hay que despreciar los fenómenos de preconocimiento, ya sea en el estado de sueno, ya en el de vigilia. Rebasando en mucho el terreno de la psicología oficial, la comisión de energía atómica propuso, en 1958, la utilización de «videntes» que intentasen adivinar los puntos que caerían los proyectiles rusos en caso de guerra92.

El misterioso pasajero subió a bordo del submarino atómico Nautilus el 25 de julio de 1959. El submarino se hizo inmediatamente a la mar y durante dieciséis días, recorrió las profundidades del océano Atlántico. El pasajero sin nombre se había encerrado en su camarote. Sólo el marinero que le llevaba la comida y el capitán Anderson, que le hacía una visita diaria, le habían visto la cara. Dos veces al día, enviaba una hoja de papel al capitán Anderson. En tales hojas aparecía una combinación de cinco signos misteriosos: una cruz, una estrella, un círculo, un cuadrado y tres líneas onduladas. El capitán Anderson y el pasajero desconocido estampaban sus firmas en la hoja, y el capitán Anderson la encerraba en un sobre sellado después de haber introducido dos tarjetas en su interior. Una de ellas llevaba la hora y la fecha. La otra, las palabras «Muy secreto. Destruirlo en caso de peligro de captura del submarino». El lunes 10 de agosto de 1959, el submarino atracaba en Croyton. El pasajero subió a un coche oficial, que, bajo escolta, lo trasladó al aeródromo militar más próximo.

Algunas horas más tarde, el avión aterrizaba en el pequeño aeródromo de la ciudad de Friendship, en Maryland. Un automóvil esperaba al viajero. Le condujo ante un edificio que

89 Le Temps et le Rêve. Traducción francesa de las Éditions du Seuil.

J. W. Dunne soñó, en 1901, que la ciudad de Lowestoft, en la costa de la Mancha, era bombardeada por una flota extranjera. Este bombardeo tuvo lugar en 19l4 con todos los detalles consignados por Dunne en 1901.

El propio Dunne vio en sueños los titulares de los periódicos anunciando la erupción del Monte Pelado, unos meses antes del suceso.

90 Traducción: francesa de las Éditions des Deux Rives, París.

91 En su novela: Más allá del muro del sueño.

92 31 de agosto de 1958. Informe de la «Rand Corporatión».

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ostentaba el rótulo «Centro de investigaciones especiales Westinghouse. Prohibida la entrada a toda persona no autorizada». El coche se detuvo ante el puesto de guardia, y el viajero preguntó por el coronel William Bowers, director de ciencias biológicas de la Oficina de Investigaciones de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos.

El coronel Bowers le esperaba en su despacho.

-Siéntese, teniente Jones -le dijo-. ¿Trae el sobre?

Sin decir palabras. Jones tendió el sobre al coronel, que se dirigió a una caja fuerte, la abrió y sacó de ella un sobre idéntico, a excepción únicamente de que el sello no llevaba la inscripción «Submarino Nautilus», sino «Centro de Investigaciones X, Friendship, Maryland».

El coronel Bowers abrió los dos sobres y extrajo de ellos sendos paquetes de sobres más pequeños, que abrió a su vez Los dos hombres, en silencio, juntaron las hojas que tenían igual fecha. Después, las cotejaron. Con una coincidencia de más del 70 por 100 los signos eran los mismos y estaban colocados en el mismo orden en las dos hojas que llevaban la misma fecha.

-Estamos en un recodo de la Historia -dijo el coronel Bowers-. Por primera vez en el mundo, en condiciones que no permitían el menor truco y con una precisión suficiente para la aplicación práctica, el pensamiento humano ha sido transmitido a través del espacio, sin ningún intermediario material, de un cerebro a otro cerebro.

Cuando se conozcan los nombres de los dos hombres que participaron en este experimento, serán ciertamente retenidos por la historia de las ciencias.

Por lo pronto, no son más que el «teniente Jones», oficial de Marina, y «un tal Smith», estudiante de la Universidad de Duke, en Durham (Carolina del Norte, Estados Unidos).

Dos veces al día, durante los dieciséis que duró el experimento, el tal Smith, encerrado en una habitación de la que no salió en absoluto, se colocaba ante un aparato automático de barajar cartas. En el interior de éste, en un tambor era barajado un millar de naipes. No eran naipes ordinarios de jugar, sino simplificados. Estas cartas, llamadas de Zener, se emplean desde hace tiempo en experimentos de parapsicología y son todas del mismo color. Llevan uno de los cinco símbolos siguientes: tres líneas onduladas, un círculo, una cruz, un cuadrado, y una estrella. Dos veces al día, accionado por un mecanismo de relojería, el aparato arrojaba una carta, al azar, y con un intervalo de un minuto. El tal Smith contemplaba fijamente la carta, pensando en ella con gran intensidad. A la misma hora, a 2.000 kilómetros de distancia y a centenares de metros de profundidad en el océano, el teniente Jones trataba de adivinar cuál era el naipe que miraba el tal Smith. Anotaba el resultado y hacía que el capitán Anderson firmase la hoja. Siete veces de cada diez, el teniente Jones acertó. Ningún truco era posible. Aun suponiendo las complicidades más inverosímiles, no podía haber ningún enlace entre el submarino sumergido y el laboratorio en que se hallaba Smith. Las propias ondas de T. S. H. no pueden cruzar varios centenares de metros de agua de mar. Por primera vez en la historia de la ciencia, se había obtenido la prueba indiscutible de la posibilidad de que los cerebros humanos se comuniquen a distancia. El estudio de la parapsicología entraba al fin en su fase científica.

Este gran descubrimiento se realizó bajo la presión de las necesidades militares. A principios de 1957, la famosa organización «Rand», que se ocupa de las investigaciones más secretas del Gobierno americano, había dirigido un informe sobre el asunto al presidente Eisenhower. «Nuestros submarinos -rezaba- resultan ahora inútiles, pues es imposible comunicar con ellos cuando están sumergidos y, sobre todo, cuando se encuentran bajo el casquete polar. Todos los medios nuevos deben ser empleados.» Durante un año, el informe «Rand» no produjo ningún efecto. Los consejeros científicos del presidente Eisenhower pensaban que la idea se aproximaba demasiado a los veladores que bailaban. Pero cuando el «bip-bip» del «Sputnik I» resonó como una campanita encima del mundo, los más grandes sabios americanos decidieron que había llegado el momento de esforzarse en todas direcciones, incluso aquellas que desdeñaban los rusos. La ciencia americana apeló a la opinión pública. El 13 de julio de 1958, el suplemento dominical del New York Herald

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Tribune publicó un artículo del gran especialista militar de la Prensa americana, Ansel Talbert.

Éste escribía:

«Es indispensable que las fuerzas armadas de los Estados Unidos sepan si la energía emitida por un cerebro humano puede influir, a millares de kilómetros, en otro cerebro humano... Se trata de una investigación absolutamente científica, y los fenómenos comprobados son, como todos los producidos por el organismo viviente, alimentados de energía por la combustión de los alimentos en el organismo...

»La amplificación de este fenómeno podría proporcionar un nuevo medio de comunicación entre los submarinos y la tierra firme, y tal vez también, un día, entre las naves que viajen por el espacio interplanetario y la Tierra.»

Después de este artículo y de numerosos informes de los sabios confirmando la memoria «Rand» se tomaron resoluciones. Hoy existen laboratorios de estudio sobre la nueva ciencia

de parapsicología en el «Rand Corporation», de Cleveland, en la empresa «Westinghouse», de Friendship (Maryland), en la «General Electric», de Schenectady, en la «Bell Telephone» de Boston, e incluso en el centro de investigación del Ejército, de Redstone (Alabama). En este último centro, el laboratorio que estudia la transmisión del pensamiento se encuentra a menos de quinientos metros del despacho de Werner von Braun, el hombre del espacio. Así, la conquista de los planetas y la conquista del espíritu humano están ya dispuestas a darse la mano.

En menos de un año, estos poderosos laboratorios han obtenido más resultados que varios siglos de investigación en el terreno de la telepatía. La razón es bien sencilla: los investigadores han partido de cero, sin ideas preconcebidas. Se enviaron comisiones al mundo entero: a Inglaterra, donde los investigadores establecieron contactos con sabios auténticos que verificaron los fenómenos de transmisión de pensamiento. El doctor Soal, de la Universidad de Cambridge, pudo ofrecer a los investigadores demostraciones de comunicaciones, a varios centenares de kilómetros de distancia, entre dos jóvenes mineros del País de Gales.

En Alemania, la comisión investigadora se entrevistó con sabios de absoluto crédito, como Hans Bender y Pascual Jordán, que no sólo habían observado fenómenos de transmisión de pensamiento sino que no temían escribirlo. En la propia América se multiplicaron las pruebas. Un sabio chino, el doctor Chink Yu Wang, pudo, con ayuda de algunos colegas igualmente chinos, dar a los expertos de la «Rand Corporation» pruebas aparentemente concluyentes de la transmisión del pensamiento.

¿Cómo se procede en la práctica para obtener resultados tan asombrosos como el experimento del teniente Jones y el individuo llamado Smith?

Para ello hay que encontrar un par de experimentadores, es decir, dos sujetos, uno de los cuales actúa de emisor, y el otro, de receptor. Sólo empleando dos sujetos cuyos cerebros estén de algún modo sincronizados (los especialistas americanos emplean el término resonancia, tomado de la T. S. H... aun sabiendo la vaguedad de este término), se obtienen resultados realmente sensacionales.

Lo que se observa, pues, en los trabajos modernos, es una comunicación en un solo sentido. Si se invierte la dirección, si se hace emitir por el sujeto que recibía, o viceversa, no se obtiene nada en absoluto. Para obtener comunicaciones eficaces en los dos sentidos, hará falta, pues, «dos» parejas emisoras-receptoras, o, dicho en otras palabras:

- Un sujeto emisor y un sujeto receptor a bordo del submarino.

- Un sujeto emisor y un sujeto receptor en un laboratorio en tierra.

¿Cómo se eligen estos sujetos?

Por lo pronto, es un secreto. Lo único que se sabe es que la elección se realiza examinando los electroencefalogramas, es decir, los registros eléctricos de la actividad cerebral de los voluntarios que se presentan. Esta actividad cerebral, bien conocida de la ciencia, no va acompañada de ninguna emisión de ondas. Pero detecta las emisiones de energía del cerebro, y Grey Walter, célebre cibernético inglés, ha sido el primero en demostrar que el electroencefalograma puede servir para detectar las actividades cerebrales anormales.

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Mrs. Gertrude Schmeidler, psicóloga americana, ha aportado una nueva precisión sobre el terna. La doctora Schmeidler ha demostrado que los voluntarios que se presentan para servir de sujetos en los experimentos de parapsicología pueden dividirse en dos categorías, que ella denomina «corderos» y «cabras». Son corderos los que creen en la percepción extrasensorial, y cabras los que no creen en ella. Al parecer, en la comunicación a distancia hay que asociar un cordero con una cabra.

Lo que hace esta clase de trabajo extraordinariamente difícil es que, en el momento en que se establece la comunicación a distancia por el pensamiento, ni el emisor ni el receptor sienten nada. La comunicación se realiza en un plano inconsciente, y nada de ello se trasluce en la conciencia. El emisor ignora si el mensaje llega a destino. El receptor no sabe si recibe señales procedentes de otro cerebro o si sólo está inventando. Por esto, en vez de ensayar la transmisión de imágenes complicadas o discutibles, los investigadores se limitan a emplear los cinco símbolos sencillos de las tablas de Zener. Cuando esta transmisión se haya perfeccionado, podrán emplearse fácilmente aquellas cartas como clave, a la manera del alfabeto Morse, y transmitir mensajes inteligibles. Por lo pronto, la cuestión es perfeccionar el modo de comunicación, hacerlo más seguro. Se trabaja en ello desde muchas direcciones, y se buscan en particular medicamentos de acción psicológica que faciliten la transmisión del pensamiento. Un especialista americano de farmacología, el doctor Humphrey Osmond, ha obtenido ya algunos resultados en este terreno, y los ha hecho públicos en un informe cursado a la Academia de Ciencias de Nueva York, en marzo de 1947.

Sin embargo, ni el teniente Jones ni el tal Smith utilizaban droga alguna. Pues el fin de estos experimentos de las fuerzas armadas americanas es explorar a fondo las posibilidades del cerebro humano normal. A excepción del café, que parece mejorar la transmisión, y la aspirina que, por el contrario, la inhibe, la paraliza, no se autoriza ninguna droga para los experimentos del proyecto «Rand».

Estos experimentos abren una nueva era en la historia de la Humanidad y de la ciencia93.

En el terreno de las «curaciones paranormales», es decir, obtenidas por un tratamiento psicológico, ya se trate del curandero «poseedor del fluido» o del psicoanalista (salvadas las distancias entre los métodos), los parapsicólogos han llegado a conclusiones del más alto interés. Nos han aportado un concepto nuevo: el de la pareja médico-enfermo. El resultado del tratamiento vendría determinado por la existencia o inexistencia de su lazo telepático entre el facultativo y el paciente. Si esta relación se establece -y es semejante a una relación amorosa-, produce la hiperlucidez y la hiperactividad que se observan en las parejas apasionadas: la curación es posible. En otro caso, médico y enfermo pierden el tiempo. La noción del «fluido» ha sido rebasada por la noción de la «pareja». Se cree que llegará a ser posible dibujar el perfil psicológico profundo de médico y del paciente. Ciertos tests permitirán determinar la clase de inteligencia y de sensibilidad de ambos y la naturaleza de los planos inconscientes que pueden establecerse entre ellos. El médico, al comparar su perfil con el del enfermo, podría saber desde el principio si le es o no posible actuar.

En Nueva York, un psicoanalista rompe la llave del archivo en que guarda sus fichas. Corre a casa de un cerrajero y consigue que éste le confeccione otra llave en el acto. No habla a nadie de este incidente. Unos días más tarde, en el curso de una sesión de sueño en vigilia, aparece en el sueño del paciente una llave que éste describe. Está rota y lleva el número de la llave del archivo: verdadero fenómeno psicológico.

El doctor Lindner, célebre psicoanalista americano, tuvo que tratar, en 1953, a un famoso sabio atomista94. Este último se desinteresaba de su trabajo, de su familia, de todo. Se evadía, confesó a Lindner, a otro universo. Cada vez más a menudo, su pensamiento viajaba por otro planeta, del cual era uno de los jefes, y donde la ciencia estaba más avanzada que en el nuestro. Tenía una visión

93 Jacques Bergier: Constellation, n.° 140, diciembre de 1959.

94 El doctor Lindner describe esta experiencia en un libro de recuerdos: La hora de cincuenta minutos.

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precisa de aquel mundo, de sus leyes, de sus costumbres, de su cultura. Y, cosa extraordinaria, Lindner se sintió poco a poco contagiado de la locura de su enfermo, se unió en pensamiento a éste en su Universo y perdió en parte su personalidad. Entonces, el enfermo empezó a librarse de su visión y entró en franca vía de curación. Lindner se curó, a su vez, unas semanas más tarde. Acababa de obedecer, en el campo experimental, al inmemorial mandato hecho al taumaturgo de «tomar sobre sí» el mal ajeno, de redimir el pecado ajeno.

La parapsicología no tiene la menor relación con el ocultismo ni con las falsas ciencias: por el contrario, procura desenmascararlas. Sin embargo, los sabios, vulgarizadores y filósofos que la condenan, ven en ella un fomento de la charlatanería. Esto es falso, pero es verdad que nuestra época, más que ninguna otra, se presta al desarrollo de esas falsas ciencias «que aparentemente sirven para todo, pero que no tienen las propiedades ni la realidad de nada.» Estamos persuadidos de que existen en el hombre terrenos desconocidos. La parapsicología propone un método de exploración. En las páginas que seguirán, vamos a proponer, a nuestra vez, un método. Esta exploración apenas ha empezado: será, creemos, una de las grandes tareas de la civilización venidera. Sin duda se revelarán, estudiarán y dominarán fuerzas naturales todavía ignoradas, con el fin de que el hombre pueda cumplir su destino en una Tierra en plena transformación. Estamos seguros de ello. Pero también estamos ciertos de que el auge actual del ocultismo y de las falsas ciencias en un inmenso sector de público es una enfermedad. No son los espejos rotos lo que traen desgracia, sino los cerebros cascados.

Hay en los Estados Unidos, después de la última guerra, más de treinta mil astrólogos, y veinte revistas exclusivas dedicadas a la astrología, una de las cuales tira 500.000 ejemplares. Más de 2.000 periódicos tienen su sección astrológica. En 1943, cinco millones de americanos obraban según las directrices de los adivinos y gastaban doscientos millones de dólares al año para conocer el porvenir. Sólo en Francia hay más de 40.000 curanderos y más de 50.000 consultorios ocultos. Según cálculos comprobados95, los honorarios de los adivinos, pitonisas, etc., suman, en París, cincuenta mil millones de francos. El presupuesto global de la «magia» sería unos trescientos mil millones al año para toda Francia: mucho mayor que el presupuesto de la investigación científica.

«-Si el que echa la buenaventura hace comercio de la verdad...

»-¿Y bien?

»-Pues bien, creo que comercia con el enemigo»96.

Es absolutamente necesario, aunque sólo sea para limpiar el campo de investigación, rechazar esta invasión. Pero esto debe aprovechar al progreso de la civilización. Es decir, que no hay que volver al positivismo que Flammarion consideraba ya superado en 1891, ni el cientifismo estrecho, cuando la propia ciencia nos conduce hacia una nueva reflexión sobre las estructuras del espíritu. Si el hombre posee poderes hasta hoy ignorados o menospreciados, y si existe, como nos inclinamos a creer, un estado superior de conciencia, importa no rechazar las hipótesis útiles a la experimentación, los hechos verdaderos, las comprobaciones que iluminan, al propio tiempo que aventamos el ocultismo y las falsas ciencias. Dice un proverbio inglés: «Al arrojar el agua sucia de la bañera, cuidad de no arrojar al bebé con ella.»

La propia ciencia soviética admite que «no lo sabemos todo, pero no hay terreno tabú, ni territorio para siempre inaccesible». Los especialistas del Instituto Pávlov, los sabios chinos que se consagran al estudio de la actividad nerviosa superior, trabajan en el yoga. «Por lo pronto -escribe el periodista científico Saparin, en la revista rusa Fuerza y Saber97-, los fenómenos presentados por los yoguis no tienen explicación, pero ésta llegará sin duda alguna. El interés de tales fenómenos es enorme, porque revelan las extraordinarias posibilidades de la máquina humana.»

95 Cifras citadas por François Le Lionnais en su estudio: Une Maladie des Civilisations: les Fausses Sciences, La Nef, n.° 6, junio de 1954.

96 Chesterton: El padre Brown.

97 Moscú. n° 7, 1965, pág. 21.

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El estudio de las facultades extrasensoriales, la «psiónica», como dicen los investigadores americanos por analogía con la electrónica y la nucleónica, es, en efecto, susceptible de desembocar en aplicaciones prácticas de una amplitud considerable. Trabajos recientes sobre el sentido de orientación de los animales, por ejemplo, revelan la existencia de facultades extrasensoriales. El pájaro migratorio, el gato que recorre 1.300 kilómetros para volver a su casa, la mariposa que encuentra a la hembra a mil kilómetros, parecen utilizar el mismo tipo de percepción y de acción a distancia. Si pudiésemos descubrir la naturaleza de este fenómeno y dominarlo, dispondríamos de un nuevo medio de comunicación y de orientación. Tendríamos a nuestra disposición un verdadero radar humano.

La comunicación directa de las emociones tal como parece producirse en la pareja analista-paciente, podría tener aplicaciones médicas preciosas. La conciencia humana es parecida al iceberg que flota en el océano: la parte mayor está debajo del agua. A veces, el iceberg oscila y pone de manifiesto una enorme masa desconocida; entonces decimos: he aquí un loco. Si fuese posible establecer una comunicación directa entre las masas sumergidas, en la pareja médico-enfermo, por medio de algún «amplificador psiónico», las enfermedades mentales podrían desaparecer completamente.

La ciencia moderna nos enseña que los métodos experimentales, en su último grado de perfección, le fijan límites. Por ejemplo, un microscopio suficientemente poderoso para observar un electrón emplearía una fuente de luz tan fuerte que desplazaría al electrón observado, haciendo la observación imposible. Al bombardearlo, no podemos averiguar lo que hay en el interior del núcleo, pues éste se transforma. Pero es posible que el equipo desconocido de la inteligencia humana permita la percepción directa de las estructuras últimas de la materia y de las armonías del Universo. Tal vez podríamos disponer de «microscopios psiónicos» y de «telescopios psiónicos» que nos mostrasen directamente lo que hay en el interior de un astro lejano o en el interior del núcleo atómico.

Tal vez haya un lugar en el hombre desde el cual puede percibirse toda la realidad. Ésta hipótesis parece delirante. Auguste Comte declaraba que jamás se conocería la composición química de una estrella. Al año siguiente, Bunsen inventaba el espectroscopio. Tal vez estamos en vísperas de descubrir un conjunto de métodos que nos permitan desarrollar sistemáticamente nuestras facultades extrasensoriales, utilizar una poderosa maquinaria oculta en nuestras profundidades. Con esta perspectiva hemos trabajado, Bergier y yo, sabiendo, con nuestro maestro Chesterton, que «el fumista no es el que se sumerge en el misterio, sino el que se niega a salir de él».

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III

HACIA LA REVOLUCIÓN PSICOLÓGICA

El «segundo soplo» del espíritu.-Se necesita un Einstein de la psicología.-Renace la idea religiosa.-Nuestra sociedad agoniza.-Jaurès y el árbol lleno de moscas que zumban.-Lo poco que vemos depende de lo poco que somos.

«Tierra humeante de fábricas. Tierra trepidante de asuntos. Tierra vibrante de cien nuevas radiaciones. Este gran organismo no vive, en definitiva, más que por y para un alma nueva. Bajo el cambio de edad, un cambio de Pensamiento. Ahora bien, ¿dónde buscar, dónde situar esta alteración renovadora y sutil, que, sin modificar visiblemente nuestros cuerpos, nos ha convertido en seres nuevos? Sólo en una intuición nueva que ha modificado en su totalidad el Universo en que nos movíamos; dicho de otra manera, en un despertar.»

Así, pues, para Teilhard de Chardin ha comenzado ya la mutación de la especie humana: el alma nueva está naciendo. Esta mutación se opera en las regiones profundas de la inteligencia, y esta «alteración renovadora» nos da una visión total y completamente distinta del Universo. El estado de vigilia de la conciencia se ve sustituido por un estado superior, en comparación del cual el precedente no era más que sueño. Ha llegado el tiempo del verdadero despertar.

Quisiéramos llevar al lector a reflexionar sobre este despertar verdadero. Ya he dicho, al comienzo de esta obra, que mi infancia y mi adolescencia se habían bañado en un sentimiento parecido al que animaba a Teilhard. Cuando contemplo el conjunto de mis acciones, de mis búsquedas, de mis escritos, veo claramente que todo ello fue orientado por el sentimiento –tan violento y profundo en mi padre- de que la conciencia humana tiene una etapa que franquear, de que hay que encontrar un «segundo soplo», y de que ha llegado el tiempo de buscarlo. Este libro, en el fondo, no tiene más objeto que la afirmación, lo más vigorosa posible, de este sentimiento.

La psicología lleva un considerable retraso con respecto a la ciencia. La llamada psicología moderna estudia, según la visión del siglo XIX, al hombre dominado por el positivismo militante. La ciencia realmente moderna explora un Universo que se muestra cada vez más rico en sorpresas y cada vez menos ajustado a las estructuras del espíritu y a la naturaleza del conocimiento oficialmente admitidas. La psicología de los estados conscientes presupone un hombre acabado y estático: el homo sapiens del «siglo de las luces». La física revela un mundo que juega varios juegos a la vez y tiene múltiples puertas abiertas al infinito. Las ciencias exactas desembocan en lo fantástico. Las ciencias humanas siguen encerradas en la superstición positivista. La noción del devenir, de lo evolutivo, domina el pensamiento científico. La psicología se funda aún en una visión del hombre terminado, provisto de funciones mentales jerarquizadas de una vez para siempre. Por el contrario, nosotros pensamos que el hombre no está terminado; nos parece analizar, al través de las formidables sacudidas que transforman el mundo en este momento, sacudidas hacia lo alto en el dominio del conocimiento, sacudidas a lo ancho producidas por la formación de las grandes masas, las primicias de un cambio de estado de la conciencia humana, de una «alteración renovadora» en el interior mismo del hombre. De suerte que una psicología eficaz, adaptada al tiempo en que vivimos, debería fundarse, a nuestro entender, no en lo que es el hombre, o mejor, en lo que parece ser, sino en lo que puede devenir, en su evolución posible. Éste ha sido el objeto de nuestra investigación.

Todas las doctrinas tradicionales descansan sobre la idea que el hombre no es un ser acabado, y los antiguos psicólogos estudian las condiciones en las cuales deben realizarse los cambios, las alteraciones, las transmutaciones, que llevarán al hombre a su verdadera plenitud. Ciertas reflexiones, absolutamente modernas y realizadas según nuestro método, nos inducen a pensar que tal vez el hombre posee facultades que no explota, toda una maquinaria que no utiliza. Ya lo hemos

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dicho antes: el conocimiento del mundo exterior, llevado a su extremo, vuelve a poner sobre el tapete la cuestión de la naturaleza misma del conocimiento, de las estructuras de la inteligencia y de la percepción. Hemos dicho también que la próxima revolución sería psicológica. Esta opinión no es privativa nuestra: es también la de muchos investigadores modernos, de Oppenheimer a Costa de Beauregard, de Wolfgang Pauli a Heisenberg, de Charles-Noël Martin a Jacques Ménétrier.

Sin embargo, es cierto que, en el umbral de esta revolución, ninguno de los altos pensamientos cuasirreligiosos que animan a los investigadores penetra en el espíritu del hombre corriente; nada de ella viene a vivificar las profundidades de la sociedad. Todo ha cambiado en algunos cerebros. Nada ha cambiado, desde el siglo XIX en las ideas generales sobre la naturaleza del hombre y sobre la sociedad humana. En un artículo inédito sobre Dios, Jaurès, en sus últimos días, escribía en forma inigualable lo siguiente:

«Todo lo que queremos deciros hoy, es que la idea religiosa, borrada por un momento, puede volver a los espíritus y a las conciencias porque las conclusiones actuales de la ciencia los predisponen a recibirla. Existe desde ahora, si así puede decirse, una religión a punto, y si no penetra en este instante en las profundidades de la sociedad, si la burguesía es vulgarmente espiritualista o tontamente positivista, si el proletariado se halla repartido entre la superstición servil y un materialismo feroz, es porque el régimen social actual es un régimen de brutalidad y odio, es decir, un régimen antirreligioso. Y no es, como suelen decir los declamadores vulgares y los moralistas sin ideas, que nuestra sociedad sea irreligiosa porque tenga la preocuparon de los intereses materiales. Por el contrario, hay algo de religioso en la conquista de la naturaleza por el hombre, en la apropiación de las fuerzas del Universo para subvenir a las necesidades de la Humanidad. No; la irreligiosidad está en que el hombre sólo conquista la Naturaleza esclavizando a los hombres. No es la preocupación por el progreso material lo que aparta al hombre de los pensamientos elevados y de la meditación sobre las cosas divinas, sino el agotamiento producido por un trabajo inhumano, que no deja, a la mayoría de los hombres, fuerzas para pensar ni siquiera para sentir la vida, es decir, para sentir a Dios. También la sobreexcitación de las malas pasiones, de la envidia y del orgullo, absorbe en luchas impías la energía íntima de los más esforzados y de los más dichosos. Entre la provocación del hambre y la sobreexcitación del odio, la Humanidad no puede pensar en el infinito. La Humanidad es como un gran árbol, lleno de moscas que zumban irritadas bajo un cielo tempestuoso, y, en medio de este zumbido de odio, no puede oírse la voz profunda y divina del Universo.»

Cuando descubrí el texto de Jaurès sentí una gran emoción. Emplea los términos de un largo mensaje que le dirigió mi padre. Mi padre esperó ansiosamente la respuesta, que no llegó. Yo la recibí, a través de este escrito inédito, casi cincuenta años después...

Cierto; el hombre no tiene de sí mismo un conocimiento a la altura de lo que hace, es decir, de lo que la conciencia, que es el coronamiento de su oscura labor, descubre del Universo, de sus misterios, de sus fuerzas y de sus armonías. Y si no lo tiene, es que la organización social, fundada en ideas anticuadas, le priva de esperanza, de ocio y de paz. Privado de la vida, en el pleno sentido de la palabra, ¿cómo puede descubrir su extensión infinita? Sin embargo, todo nos invita a pensar que las cosas cambiarán rápidamente; que el empuje de las grandes masas, la formidable presión de los descubrimientos y de la técnica, el movimiento de las ideas en las esferas de verdadera responsabilidad, barrerán los principios antiguos que paralizan la vida en sociedad, y que el hombre, de nuevo disponible al llegar al extremo del camino que conduce de la locura a la rebelión y de la rebelión a la adhesión, sentirá surgir dentro de él esta «alma nueva» de que habla Teilhard, y descubrirá en la libertad este «poder de ser causa» que une al ser con la obra.

Parece demostrado que el hombre posee ciertos poderes; precognición, telepatía, etc. Existen hechos observables. Pero, hasta hoy, tales hechos han sido presentados como presuntas pruebas de «la realidad del alma» o del «espíritu de los muertos». Lo extraordinario, como manifestación de lo

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improbable: es un absurdo. En nuestro trabajo hemos evitado, pues, todo recurso a lo oculto y a lo mágico. Esto no quiere decir que haya que prescindir de la totalidad de los hechos y de los textos de este campo. En esto, hacemos nuestra la actitud tan nueva, tan honrada e inteligente, de Roger Bacon98: «Hay que guiarse en estas cosas por la prudencia, pues es fácil al hombre equivocarse, y nos hallamos en presencia de dos errores: unos niegan todo lo que es extraordinario, y otros, yendo más allá de la razón, caen en la magia. Hay que guardarse, pues, de los numerosos libros que contienen versos, caracteres, oraciones, conjuros y sacrificios, ya que son libros de pura magia, y de otros en número infinito que no tienen ni la fuerza del arte ni de la Naturaleza, sino que son embustes de hechicero. De otra parte, hay que considerar que, entre los libros que son tenidos por mágicos, los hay que no lo son en absoluto y que contienen el secreto de los sabios... Si alguien encuentra en estas obras alguna operación de la Naturaleza o del arte, que la guarde...»

El único progreso, en psicología, ha sido el comienzo de la exploración de las profundidades, de las zonas subconscientes. Nosotros pensamos que también hay cumbres que explorar, una zona superconsciente. O mejor, nuestras búsquedas y reflexiones nos invitan a admitir como hipótesis la existencia de un equipo superior del cerebro, en gran parte no explotado. En el estado de vigilia normal de la conciencia, sólo una décima parte del cerebro está en actividad. ¿Qué ocurre en las nueve décimas aparentemente silenciosas? ¿No puede existir un estado en que la totalidad del cerebro esté en actividad organizada? Todos los hechos que vamos a referir y estudiar ahora pueden ser atribuidos a un fenómeno de activación de las zonas habitualmente dormidas. Sin embargo, no existe todavía ninguna psicología orientada hacia ese fenómeno. Tendremos que esperar sin duda que la neurofisiología progrese para que nazca una psicología de las cumbres. Sin esperar al desarrollo de esta nueva fisiología y sin querer prejuzgar nada sobre sus resultados, vamos sencillamente a llamar la atención sobre este campo. Es posible que su exploración resulte tan importante como la del átomo y la del espacio.

Todo el interés se ha centrado hasta ahora en lo que está debajo de la conciencia; en cuanto a la conciencia misma, no ha dejado de presentarse, en los estudios modernos, como un fenómeno originado en las zonas inferiores: el sexo, en Freud; los reflejos condicionados, en Pávlov, etc. De suerte que toda la literatura psicológica, toda la novela moderna, por ejemplo, nos recuerda la frase de Chesterton: «esa gente que, al hablar del mar, no habla más que del mareo». Pero Chesterton era católico: suponía la existencia de cumbres de la conciencia, porque admitía la existencia de Dios. Era necesario que la psicología se liberase, como toda ciencia, de la teología. Nosotros pensamos simplemente que la liberación no es todavía completa; que hay también una liberación por las alturas: por el estudio metódico de los fenómenos que se sitúan por encima de la conciencia, por el estudio de la inteligencia que vibra a una frecuencia superior.

El espectro de la luz se presenta así: a la izquierda, la ancha banda de las ondas hertzianas y del infrarrojo. En el centro, la faja estrecha de la luz visible; a la derecha, la banda infinita: ultravioleta, rayos X, rayos gamma y lo desconocido.

¿Y si el espectro de la inteligencia, de la luz humana, fuese comparable a aquél? A la izquierda, el infra o subconsciente; en el centro, la estrecha faja de la conciencia; a la derecha, la banda infinita de la ultraconciencia. Hasta ahora, sólo se han realizado estudios sobre la conciencia y la subconciencia. El vasto dominio de la ultraconciencia sólo parece haber sido explorado por los místicos y por los magos: exploraciones secretas, testimonios poco descifrables. La escasa información que ha llegado hasta nosotros hace que se expliquen algunos fenómenos innegables, como la intuición y el genio, correspondientes al principio de la banda de la derecha, por los fenómenos, de la infraconsciencia, correspondientes al final de la banda de la izquierda. Lo que sabemos del subconsciente nos sirve para explicar lo poco que conocemos del superconsciente. Ahora bien, es imposible explicar la derecha del espectro de la luz por izquierda, los rayos gamma por las ondas hertzianas: sus propiedades no son las mismas. De igual manera, pues, pensamos que,

98 1613: Cana sobre los prodigios.

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si existe un estado más allá del estado de conciencia, las propiedades del espíritu tienen que ser en él completamente diferentes. En consecuencia, tienen que descubrirse otros métodos distintos de la psicología de los estados inferiores.

¿En qué condiciones puede el espíritu alcanzar aquel otro estado? ¿Cuáles son entonces sus propiedades? ¿Qué conocimientos puede en tal caso alcanzar? El movimiento formidable del conocimiento nos conduce a un punto en que el espíritu se siente obligado a transformarse, para ver lo que hay que ver, para hacer lo que hay que hacer. «Lo poco que vemos depende de lo poco que somos.» Pero, ¿es que sólo somos lo que creemos ser?

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IV

REDESCUBRIMIENTO DEL ESPÍRITU MÁGICO

El ojo verde del Vaticano.-La otra inteligencia.-La Fábrica Durmiente del Bosque.-Historia de la «relavote».-La Naturaleza hace tal vez un doble juego.-La manivela de la supermáquina.-Nuevas catedrales, nuevo argot.-La última puerta.-La existencia como instrumento.-Algo nuevo y razonable sobre los símbolos.-No todo está en todo.

La ciencia de los mejores lingüistas del mundo no bastó para descifrar ciertos manuscritos encontrados en las orillas del mar Muerto. Se instaló una máquina, un calculador electrónico, en el Vaticano, y se le dio a estudiar un espantoso galimatías, los restos de un pergamino inmemorial, en el que aparecían escritos en todos sentidos, fragmentos de signos indescifrables. La máquina tenía que realizar una labor que no habrían podido ejecutar doscientos cerebros trabajando doscientos años seguidos: comparar los trazos, rehacer todas las series posibles, deducir una ley de similitud entre todos los términos de comparación imaginables, y, después de agotar la lista infinita de combinaciones, establecer un alfabeto partiendo de la única similitud aceptable, volver a crear una lengua, restituir, traducir. La máquina observó los despojos con su ojo verde, inmóvil y frío, empezó a chirriar y a zumbar; innumerables ondas rápidas recorrieron su cerebro electrónico, y al fin extrajo de aquel detrito un mensaje, que era la palabra del viejo mundo enterrado Tradujo. Las sombras de letras cobraron vida sobre el polvo del pergamino, se juntaron, se agruparon, y de aquella masa informe, de aquel cadáver del verbo, brotó una voz llena de promesas. La máquina dijo: «Y en este desierto construiremos un camino hacia vuestro Dios.»

Conocida es la diferencia entre la aritmética y las matemáticas. El pensamiento matemático, desde Evariste Galois, ha descubierto un mundo que es extraño al hombre, que no corresponde a la experiencia humana, al universo tal como lo conoce la conciencia humana ordinaria. La lógica que actúa a base del sí o el no, es reemplazada en él por la superlógica que opera con el sí y el no. Esta superlógica no es del dominio del razonamiento, sino de la intuición. En este sentido, puede decirse que la intuición, es decir, una facultad «salvaje», un poder «insólito» del espíritu, «rige ahora en grandes sectores matemáticos»99.

¿Cómo funciona normalmente el cerebro? Funciona como máquina aritmética. Funciona como máquina binaria: sí, no; conforme, no conforme; verdadero, falso; amo, no amo; bueno, malo. Dentro del sistema binario, nuestro cerebro es invencible. Los grandes calculadores humanos han logrado superar a las máquinas electrónicas.

¿Qué es una máquina electrónica aritmética? Es una máquina que, con rapidez extraordinaria, clasifica, acepta, rechaza y ordena en series los factores diversos. En una palabra, es una máquina que pone orden en el Universo. Imita el funcionamiento de nuestro cerebro. El hombre clasifica, y lo tiene a honor. Todas las ciencias se han construido gracias a un esfuerzo de clasificación.

Sí, pero ahora existen también máquinas electrónicas que no funcionan sólo aritméticamente, sino analógicamente. Ejemplo: si quieren ustedes estudiar todas las condiciones de resistencia de la presa que están construyendo, hagan una maqueta de la presa. Realicen todas las observaciones posibles sobre la maqueta. Proporcionen a la máquina el conjunto de estas observaciones. La máquina coordina, compara, a velocidad inhumana, establece todas las conexiones posibles entre las mil observaciones de detalle, y les dice: «Si no refuerzan ustedes la cuña del tercer pilar de la derecha, reventará en 1984.»

La máquina analógica ha fijado, con su ojo inmóvil e infalible, todo el conjunto de reacciones de

99 Charles-Noël Martin: Los veinte sentidos del hombre.

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la presa, después ha considerado todos los aspectos de la existencia de la misma, ha asimilado esta existencia y ha deducido de ella todas sus leyes. Ha visto el presente en su totalidad, estableciendo, a una velocidad que contrae el tiempo, todas las relaciones posibles entre todos los factores particulares, y ha podido ver, al mismo tiempo, el futuro. En resumidas cuentas, ha pasado del saber al conocimiento.

Pues bien, nosotros pensamos que el cerebro también puede, en ciertos casos, funcionar como una máquina analógica, es decir:

1° Reunir todas las observaciones posibles sobre una cosa.

2º Establecer la lisia de todas las relaciones constantes entre los múltiples aspectos de las cosas.

3° Llegar a ser, en cierto modo, la cosa misma, asimilar su esencia y descubrir la totalidad de su destino.

Todo esto, naturalmente, a velocidad electrónica, realizando decenas de millares de conexiones en un tiempo como atomizado. Esta serie fabulosa de operaciones precisas, matemáticas, es lo que llamamos a veces, cuando el mecanismo se dispara por azar, iluminación.

Si el cerebro puede funcionar como una máquina analógica, puede también trabajar, no sobre la cosa misma, sino sobre una maqueta de ella. No sobre el mismo Dios, sino sobre un ídolo. No sobre la eternidad, sino sobre una hora. No sobre la Tierra, sino sobre un grano de arena. Es decir, puede ver, en una imagen que haga el papel de maqueta y estableciendo conexiones a velocidad que rebase el más rápido razonamiento binario, como decía Blake, «el Universo en un grano de arena y la eternidad en una hora».

Si esto ocurriese así, si la velocidad de clasificación, de comparación y de deducción se hallase formidablemente acelerada, si nuestra inteligencia se encontrase, en ciertos casos, como la partícula del ciclotrón, tendríamos la explicación toda la magia. Partiendo de la observación de una estrella a simple vista, el sacerdote maya hubiese podido reconstruir en su cerebro el conjunto del sistema solar y descubrir Urano y Plutón sin telescopio (según parecen atestiguar ciertos bajorrelieves). Partiendo de un fenómeno en el crisol, el alquimista hubiese podido lograr una representación exacta del átomo más complejo y descubrir el secreto de la materia. Se tendría la explicación de la fórmula según la cual: «Lo que está en lo alto es igual que lo que está en lo bajo.» Y en el terreno más grosero de la magia imitativa, se comprendería cómo el mago de Cromagnon, contemplando en su gruta la imagen del bisonte ceremonial, lograba captar el conjunto de las leyes del mundo del bisonte y anunciar a la tribu la fecha, el lugar y el tiempo más favorable para la próxima cacería.

Los técnicos de la cibernética han perfeccionado máquinas electrónicas que funcionan primero aritméticamente y después analógicamente. Estas máquinas son particularmente útiles para descifrar mensajes en clave. Pero los sabios son así: se niegan a imaginar que el hombre pueda ser lo mismo que ha creado. ¡Extraña humildad!

Nosotros admitimos esta hipótesis: el hombre posee un aparato al menos igual, si no superior, a todos los aparatos técnicamente realizables, destinado a alcanzar el resultado que es objeto de toda técnica, a saber la comprensión y el manejo de las fuerzas universales. ¿Por qué no ha de poseer una especie de máquina electrónica en las profundidades de su cerebro? Hoy sabemos que las nueve décimas partes del cerebro humano no son utilizadas en la vida consciente normal; el doctor Warren Penfield ha demostrado la existencia, en nosotros, de este vasto campo silencioso. ¿Y si este campo silencioso fuese una inmensa sala de máquinas en funcionamiento, que espera sólo una voz de mando? Si esto fuera así, la magia tendría razón.

Tenemos un correo: las secreciones hormonales parten a Provocar excitaciones en mil lugares de nuestro cuerpo.

Tenemos un teléfono: nuestro sistema nervioso; me pinchan y grito, siento vergüenza y me ruborizo, etc.

¿Por qué no hemos de tener una radio? Tal vez el cerebro ondas que se propagan a gran velocidad

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y que, como las de alta frecuencia, que discurren por los conductores huecos, circulan por el interior de los cilindros de mielina E este caso, poseeríamos un sistema de comunicaciones, de conexiones, desconocido. Acaso nuestro cerebro emite tales ondas sin cesar, pero no utilizamos los receptores, o tal vez éstos sólo funcionan en raras ocasiones, como esos aparatos de radio mal construidos, a los que un golpe hace momentáneamente sonoros.

Yo tenía siete años. Estaba en la cocina, junto a mi madre, que fregaba la vajilla. Mi madre cogió un estropajo (lavette) para quitar la grasa de los platos, y pensó, en el mismo momento, que su amiga Raymonde llamaba al estropajo «una relavote». Yo estaba charlando, pero me interrumpí en el mismo instante para decir: «Raymonde llama a esto una relavote», y seguí con lo que hablaba. No recordaría este incidente si mi madre, vivamente impresionada, no me lo hubiese recordado a menudo, como si con ello hubiese rozado un gran misterio, sentido, en un hálito de gozo, que yo era ella, recibiendo una prueba sobrehumana de mi amor. Más tarde, cuando yo la hacía sufrir, evocaba aquel segundo de «contacto», como para convencerse de que algo más profundo que su sangre había pasado de ella a mí.

Sé perfectamente lo que hay que pensar de las coincidencias, incluso de las coincidencias privilegiadas que llama Jung «significativas»; pero tengo la impresión, por haber vivido momentos análogos con un amigo muy querido, con una mujer apasionadamente amada, que hay que rebasar la noción de la coincidencia y atreverse a negar a la interpretación mágica. Basta con entendernos sobre la palabra «mágica».

¿Qué pasó aquel día en la cocina, cuando yo tenía siete años? Creo que, independientemente de mi voluntad (y a causa de un imperceptible choque, de un temblor ínfimo comparable a la onda ligera que hace caer un objeto largo tiempo en equilibrio, un temblor ínfimo debido a un puro azar), una máquina que hay dentro de mí, sensibilizada infinitamente a la sazón por mil y mil impulsos de amor, de este amor sencillo, violento y exclusivamente de la infancia, se puso bruscamente a funcionar. Esta máquina, nueva y a punto en el campo silencioso mi cerebro, en la fábrica cibernética de la Bella Durmiente del Bosque, contempló a mi madre. La vio, captó y clasificó todas las facetas de su pensamiento, de su corazón, de sus humores, de sus sensaciones; se convirtió en mi madre; tuvo conocimiento de su esencia y de su destino hasta aquel instante. Registró y ordenó, a velocidad mayor que la de la luz, todas las asociaciones de sentimientos y de ideas que habían desfilado por mi madre desde su nacimiento, y llegó a la última asociación: la del estropajo, Raymonde y la relavote. Entonces, expresé el resultado del trabajo de la máquina, ejecutado con tan formidable rapidez que sus frutos pasaban por mi interior sin dejar rastro, como nos cruzan los rayos cósmicos sin provocar ninguna sensación. Dije: «Raymonde llama a esto una relavote.» Después, la máquina se detuvo, o bien yo dejé de ser receptor después de haberlo sido una millonésima de segundo, y reanudé la frase interrumpida. Antes de que el tiempo se detenga o de que se acelere en todos los sentidos, pasado, presente y futuro: es la misma cosa.

En otras ocasiones, debía tropezar con «coincidencias» de la misma naturaleza. Pienso que es posible interpretarlas de esta manera: Es verosímil que la máquina funcione constantemente, pero que nosotros sólo podemos ser receptores ocasionalmente. Más aún, esta receptividad tiene que ser rarísima. Sin duda, es nula en ciertos seres. Igual que hay «gente con suerte» y gente que no la tiene. Los afortunados serían los que, a veces, reciben mensajes de la máquina: ésta ha analizado todos los elementos de la coyuntura, ha clasificado, elegido y comparado todos los efectos y las causas posibles, y, al descubrir así el mejor camino del destino, ha pronunciado su oráculo, que ha sido recogido sin que la conciencia haya sospechado siquiera el formidable trabajo realizado. Éstos, en efecto, son los «amados de los dioses». De vez en cuando, están conectados con su fábrica. Por lo que a mí atañe, tengo lo que se llama «suerte».

Y todo me inclina a creer que los fenómenos que presiden esta suerte son del mismo orden que los que presidieron la historia de la relavote.

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Así empezamos a darnos cuenta de que la concepción mágica de las relaciones del hombre con el prójimo, con las cosas, con el espacio y con el tiempo, no es absolutamente ajena a una reflexión libre y viva sobre la técnica y la ciencia modernas Precisamente la modernidad nos permite creer en lo mágico Las máquinas electrónicas hacen que consideremos seriamente al hechicero de Cromagnon y al sacerdote maya. Si en el campo silencioso del cerebro humano se establecen conexiones ultrarrápidas, y si, en ciertas circunstancias, el resultado de este trabajo es captado por la conciencia, ciertas prácticas de magia imitativa, ciertas revelaciones proféticas, ciertas iluminaciones poéticas o místicas, ciertas adivinaciones que cargamos en la cuenta del delirio o del azar, tienen que considerarse como adquisiciones del espíritu en estado de vigilia.

Hace ya muchos años que sabemos que la Naturaleza no es razonable. No está de acuerdo con el mundo ordinario del funcionamiento de la inteligencia. Para la parte de nuestro cerebro normalmente en uso, toda situación es binaria. Esto es blanco o negro. Es que sí o es que no. Es continuo o discontinuo. Nuestra máquina de comprender es aritmética. Clasifica, compara. Todo el Discurso del método se funda en esto. Y también toda la filosofía china del Ying y del Yang (y el Libro de las mutaciones, único libro de oráculos cuyas reglas nos haya transmitido la antigüedad, se compone de figuras gráficas: tres líneas continuas y tres discontinuas en todos los órdenes posibles). Pues bien, como decía Einstein en los últimos tiempos de su vida: «Me pregunto si la Naturaleza hace siempre el mismo juego.» Parece, en efecto, que la Naturaleza escapa a la máquina binaria que es nuestro cerebro en su estado de actividad. Normal. Desde Louis de Broglie, nos hemos visto obligados a admitir que la luz es a la vez continua y rota. Pero ningún cerebro humano ha logrado llegar a una representación de tal fenómeno, a una comprensión interna, a un conocimiento real. Se admite. Se sabe. No se conoce. Suponed ahora que, ante un modelo de la luz (toda la literatura y la iconografía religiosas abundan en evocaciones de la luz), un cerebro pasa del estado aritmético al estado analógico, en el relámpago del éxtasis. Entonces se convierte en la luz. Ve el incomprensible fenómeno. Nace con él. Lo conoce. Llega hasta donde no alcanza inteligencia sublime de De Broglie. Después vuelve a caer, se ha roto el contacto con las máquinas superiores que función

en la inmensa galería secreta del cerebro. Su memoria no le restituye más que retazos del conocimiento que acaba de adquirir. Y el lenguaje es incapaz de traducir siquiera estos retazos. Tal vez algunos místicos conocieron así los fenómenos de la Naturaleza que nuestra inteligencia moderna ha logrado descubrir, admitir, pero no ha conseguido integrar.

«Y, como yo, el escriba pregunta cómo, o qué cosa veía ella o si veía cosa corporal. Ella respondía así: veía una plenitud, una claridad, la cual me llenaba de tal manera que no puedo expresarlo ni puedo dar ninguna similitud...» He aquí un pasaje del dictado de Angele de Foligno a su confesor, realmente significativo.

El calculador electrónico, ante una maqueta matemática de presa o de avión, funciona analógicamente. En cierta manera, se convierte en presa o en avión y descubre la totalidad de los aspectos de su existencia. Si el cerebro puede actuar de igual manera100, empezamos a comprender por qué el brujo fabrica una estructura que evoque el enemigo al que quiere dañar o dibuja el bisonte cuyo rastro quiere descubrir. Con estas maquetas, espera que su inteligencia pase del estado binario al estado analógico, que su conciencia pase del estado ordinario al estado de vigilia superior. Espera que la máquina empiece a funcionar analógicamente, que se produzcan, en el campo silencioso de su cerebro, conexiones ultrarrápidas que le entreguen la realidad total de la cosa representada. Espera, pero no pasivamente. ¿Qué hace? Ha elegido la hora y el lugar en función de enseñanzas antiguas, de tradiciones que son acaso resultado de una suma de ensayos a tientas. Tal momento de tal noche, por ejemplo, es más favorable que tal otro momento de tal otra noche, tal

100 Naturalmente, nuestra comparación con la máquina electrónica no es absoluta. Como toda comparación, no es más que un punto de partida, una maqueta de la idea.

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vez a causa del estado del cielo, de la radiación cósmica, de la disposición de los campos magnéticos, etc. Se coloca en una cierta postura bien determinada. Hace ciertos gestos, una danza particular, pronuncia ciertas palabras, emite sonidos, modula un silbido, etc. Todavía nadie se ha dado cuenta de que podría tratarse de técnicas (embrionarias, vacilantes) destinadas a provocar la puesta en marcha de las máquinas ultrarrápidas contenidas en la parte dormida de nuestro cerebro. Acaso los ritos no son más que conjuntos completos de disposiciones rítmicas capaces de operar una puesta en marcha de estas funciones superiores de la inteligencia. Giros de manivela, en cierto modo, más o menos eficaces. Todo nos inclina a creer que la puesta en marcha de estas funciones superiores, de estos cerebros electrónicos analógicos, exige empalmes mil veces más complicados y sutiles que los que funcionan en el paso del sueño a la lucidez.

Desde los trabajos de Von Frisch, sabemos que las abejas poseen un lenguaje: dibujan en el espacio, en el curso de sus vuelos, figuras matemáticas de una infinita complicación, y así se comunican los informes necesarios para la vida de la colmena. Todo induce a creer que el hombre, para establecer comunicación con sus poderes más elevados, tiene que poner en juego impulsos al menos igualmente complejos, igualmente tenues y ajenos a lo que determinaba habitualmente sus actos intelectuales.

Los rezos y los ritos ante los ídolos, ante las imágenes simbólicas de las religiones, serían, pues, intentos de captar y orientar las energías sutiles (magnéticas, cósmicas, rítmicas, etcétera), en vista a la puesta en marcha de la inteligencia analógica que permitiría al hombre conocer la divinidad representada.

Si esto es así, si existen técnicos para obtener del cerebro un rendimiento sin parangón con los resultados de la inteligencia binaria más desarrollada, y si estas técnicas no fueron buscadas hasta hoy más que por los ocultistas, se comprende que la mayoría de los descubrimientos prácticos y científicos de antes del siglo XIX fuesen logrados por aquéllos.

Nuestro lenguaje, al igual que nuestro pensamiento, procede del funcionamiento aritmético, binario, de nuestro cerebro. Clasificamos en sí o no, en positivo o negativo; establecernos comparaciones y sacamos deducciones. Si el lenguaje nos sirve para poner orden en nuestro pensamiento, enteramente ocupado en clasificar, comprenderemos forzosamente que no es un elemento creador exterior, un atributo divino. El lenguaje no añade un solo pensamiento al pensamiento. Si hablo o escribo, freno mi máquina. No puedo describirla más que observándola en movimiento retardado. No expreso, pues, más que mi toma de conciencia binaria del mundo, y aun, solamente, cuando esta conciencia deja de funcionar a la velocidad normal. Mi lenguaje sólo da fe del movimiento retardado de una visión del mundo que limita a su vez el sistema binario. Esta insuficiencia del lenguaje es evidente y vivamente lamentable. Pero, ¿qué decir de la insuficiencia de la propia inteligencia binaria? Se le escapa la existencia interna, la esencia de las cosas. Puede descubrir que la luz es continua y discontinua a la vez, que la molécula del benceno establece entre sus seis átomos relaciones dobles y, no obstante, mutuamente excluyentes: lo admite, pero no puede comprenderlo, no puede adaptar a su propia marcha la realidad de las estructuras profundas que examina. Para llegar a ello, tendría que cambiar de estado, sería preciso que otras máquinas distintas de las normalmente empleadas empezaran a funcionar en el cerebro, y que el razonamiento binario fuese reemplazado por una conciencia analógica que revistiese las formas y asimilara los ritmos inconcebibles de estas estructuras profundas. Sin duda esto se produce en la intuición científica, en la iluminación científica, en la iluminación poética, en el éxtasis religioso y en otros casos que ignoramos. El recurso a la conciencia despierta, es decir, a un estado diferente del estado de vigilia lúcida101, constituye el leitmotiv de todas las filosofías antiguas. También es el leitmotiv de los más grandes físicos y matemáticos modernos, para quienes «algo debe de ocurrir en la conciencia humana para que pase del saber al conocimiento».

101 En el original se emplean los términos éveil (alerta) y vieille (vigilia), atribuyendo a aquél un sentido superior, como un despertar del estado de vigilia a otro estado más clarividente.(N. del T.)

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No es, pues, sorprendente que el lenguaje, que sólo logra referirse a una conciencia del mundo en estado de vigilia lúcido, se oscurezca en cuanto trata de expresar las estructuras profundas, ya sean la luz, la eternidad, el tiempo, la energía, la esencia del hombre, etcétera. Sin embargo, nosotros distinguimos dos clases de oscuridad.

Una de ellas procede de que el lenguaje es el vehículo de una inteligencia que se aplica a examinar aquellas estructuras sin poder jamás asimilarlas. Es el vehículo de una naturaleza que choca en vano con otra naturaleza. En el mejor de los casos sólo puede aportar el testimonio de una imposibilidad, el eco de una sensación de impotencia y de destierro. Su oscuridad es real. No es, precisamente, más que oscuridad.

La otra viene de que el hombre, que trata de expresarse, ha conocido, como relámpagos, otro estado de conciencia. Ha vivido un instante en la intimidad de las estructuras profundas. Las ha conocido. Es el místico del tipo san Juan de la Cruz, el sabio iluminado del tipo Einstein, el poeta inspirado del tipo William Blake, el matemático arrobado del tipo Galois, el filósofo visionario del tipo Meyrink.

Al caer de nuevo, el «vidente» no sabe comunicar lo que ha visto. Pero, aun así, expresa la certeza positiva de que el Universo sería manejable si el hombre lograse combinar lo más íntimamente posible el estado de vigilia y el estado de supervigilia. En tal lenguaje aparece algo eficaz, el perfil de un instrumento soberano. Fulcanelli, al hablar del misterio de las catedrales; Wienner, al hablar de la estructura del Tiempo, son oscuros; pero en ellos la oscuridad deja de ser oscuridad: es la señal de que algo brilla al otro lado.

Es indudable que sólo el lenguaje matemático moderno da cuenta de ciertos resultados del pensamiento analógico. Existen, en física y matemáticas, los terrenos del «más allá absoluto» y de los «continuos de medida nula»; es decir, medidas sobre universos inconcebibles y, sin embargo, reales. Uno puede preguntarse por qué los poetas no han ido todavía a escuchar, al lado de esta ciencia, el canto de las realidades fantásticas, si no es por temor a tener que reconocer esta evidencia: que el arte mágico vive y medra fuera de sus gabinetes102.

Este lenguaje matemático que da fe de la existencia de universos que escapan a la conciencia normalmente lúcida, es el único que está en actividad, en funcionamiento constante103.

Los «seres matemáticos», es decir, las expresiones, los signos que simbolizan la vida y las leyes del mundo invisible, del mundo impensable, desarrollan, fecundan, otros «seres». Hablando con propiedad, este lenguaje es la verdadera «lengua verde» de nuestro tiempo.

Sí, la «lengua verde», el argot en el sentido original de esas palabras, en el sentido que se le daba en la Edad Media (y no en el sentido descolorido que le suponen hoy los literatos que quieren creerse «liberados»), volvemos a encontrarlo en la ciencia de vanguardia, en la física matemática, que es, si la miramos de cerca, un desarreglo de la inteligencia admitida, una ruptura, una visión.

¿Qué es el arte gótico, al que debemos las catedrales? «Para nosotros -escribía Fulcanelli104-, arte gótico no es más que una deformación ortográfica de la palabra argótico, conforme a la ley fenoménica que rige, en todas las lenguas, y sin tener en cuenta la ortografía, la cabala tradicional.» La catedral es una obra de arte godo o de argot.

¿Y qué es la catedral de hoy, la que enseña a los hombres las estructuras de la Creación, sino la

102 Cantor: La esencia de las matemáticas es la libertad.

Mittag-Leffler. a propósito de los trabajos de Abel: Se traía de verdaderos poemas líricos de belleza sublime; la perfección de la forma deja traslucir grandeza del pensamiento y colina el espíritu de imágenes de un mundo mas alejado de las vulgares apariencias de la vida, más directamente brotado del alma que la más bella creación del mejor poeta en el sentido de la palabra.

Dedekind: Somos de raza divina y poseernos el poder de crear.

103 En él, todo está abierto: las técnicas del pensamiento, las «lógicas», los «conjuntos», todo vive, todo se renueva sin cesar; los conceptos más extraños y los más transparentes nacen unos de otros, se transforman, a la manera de los «movimientos» de una sinfonía: estamos en el campo divino de la imaginación. Pero de una imaginación abstracta, si puede así decirse. En efecto, estas imágenes de la técnica matemática no tienen nada que ver con las del mundo ilusorio en que chapoteamos, aunque tengan su llave y su secreto. (Georges Buraug: «Matemática y Civilización», revista La Table Redonde. Abril de 1959.)

104 Fulcanelli: El misterio de las catedrales.

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ecuación, sustituyendo al rosetón? Desprendámonos de inútiles fidelidades al pasado, con el fin de aproximarnos mejor a éste. No busquemos la catedral moderna en el monumento de vidrio y de cemento rematado por una cruz. La catedral de la Edad Media era el libro de los misterios dado a los hombres de ayer. El libro de los misterios lo escriben hoy los físicos matemáticos, con sus «seres matemáticos» incrustados como rosetones en las construcciones que se llaman cohete interplanetario, fábrica atómica, ciclotrón. He aquí la verdadera continuidad, he aquí el fiel real de la tradición.

Los argoitiers de la Edad Media, hijos espirituales de los argonautas que conocían la ruta del jardín de las Hespérides, escribían en la piedra su mensaje hermético. Signos incomprensibles para los hombres cuya conciencia no sufrió transmutaciones, cuyo cerebro no experimentó la aceleración formidable gracias a la cual lo inconcebible se hace real, sensible y manejable. No eran secretos por amor al secreto, sino simplemente porque sus descubrimientos de las leyes de la energía, de la materia y del espíritu se habían realizado en otro estado de conciencia, directamente incomprensible. Eran secretos, porque «ser» es «ser diferente».

Por tradición atenuada, como en recuerdo de tan alto ejemplo, el argot es en nuestros días un dialecto al margen, para uso de rebeldes ávidos de libertad, de proscritos, de nómadas, de todos aquellos que viven fuera de las leyes recibidas y de las convenciones; de los voyous, es decir, de los «videntes», de los que en la Edad Media -sigue diciendo Fulcanelli- se atribuían para sí el título de Hijos del Sol, cuando el art got era el arte de la luz o del Espíritu.

Pero nosotros volvemos a encontrar la tradición sin degeneraciones, si advertimos que este art got, este arte del Espíritu, es hoy el de los «seres matemáticos» y de las integrales de Lebesgue, de los «números más allá del infinito»; el de los físicos matemáticos que construyen, con curvas insólitas, con «luces prohibidas», con truenos y llamas, las catedrales del porvenir.

Estas observaciones pueden parecer inadmisibles al lector religioso. Pero no lo son. Creemos que las posibilidades del cerebro humano son infinitas. Esto nos coloca en contradicción con la psicología y la ciencia oficiales, que «confían en el hombre» con la condición de que no salga del cuadro lanzado por los racionalistas del siglo XIX. Y esto no debe ponernos en pugna con el espíritu religioso, al menos con lo que éste tiene de más puro y más elevado.

El hombre puede penetrar los secretos, ver la luz, ver la Eternidad, captar las leyes de la energía, incorporar a su marcha interior, el ritmo del destino universal, tener un conocimiento sensible de la última convergencia de las fuerzas y, como Teilhard de Chardin, vivir de la vida incomprensible del punto Omega, en el que toda creación se encontrará, al fin del tiempo terrestre, a la vez cumplida, consumada y exaltada. El hombre lo puede todo. Su inteligencia, equipada sin duda desde el origen con un conocimiento infinito, puede, en ciertas condiciones, captar el conjunto de mecanismos de la vida. El poder de la inteligencia humana enteramente desplegada puede, probablemente, extenderse a la totalidad del Universo. Pero este poder se detiene donde esta inteligencia, llegada al término de su misión, presiente que hay todavía «algo» más allá del Universo. Aquí, la conciencia analógica pierde toda posibilidad de funcionar. En el Universo no hay modelos de lo que está más allá del Universo. Esta puerta infranqueable es la del Reino de Dios. Aceptamos la expresión, en este grado: «Reino de Dios.»

Por haber intentado desbordar el Universo, imaginando un número más grande que todo lo que podría concebirse en el Universo, por haber intentado construir un concepto que el Universo no podría llenar, el genial matemático Cantor naufragó en la locura. Hay una última puerta que la inteligencia analógica no puede abrir. Pocos textos igualan en grandeza metafísica a aquel en que H. P. Lovecraft105 intenta describir la inconcebible aventura del hombre despierto que logró entreabrir aquella puerta y pretendió deslizarse en el lugar en que reina Dios más allá del infinito...

105 De la novela: A través de las Puertas de la Llave de Plata, que Bergier y yo hemos publicado en francés en una selección titulada: Demonios y Maravillas (Colección Lumière Interdite), Éditions des Deux Rives, París.

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«Sabía que un tal Randolph Cárter, de Boston, había existido; no podía, empero, saber si aquel Randolph Cárter era él, fragmento o receta de entidad más allá de la Última Puerta, o si era otro. Su "yo" había sido destruido, y, sin embargo, gracias a alguna facultad inconcebible, tenía igualmente conciencia de ser una legión de "yos". Ello sí, en un lugar en que estaba abolida la menor noción de existencia individual, podía sobrevivir bajo cualquier forma, una cosa tan singular. Era como si su cuerpo hubiese sido bruscamente transformado en una de esas imágenes de múltiples miembros y cabezas de los templos hindúes. En un esfuerzo insensato, contemplando esta aglomeración, trataba de separar de ella su cuerpo original... si es que aún podía existir un cuerpo original...

»Durante estas terroríficas visiones, el fragmento de Randolph Cárter que había franqueado la Última Puerta, fue arrancado con horror todavía más profundo y que, esta vez, venía del interior: era una fuerza, una especie de personalidad que bruscamente le plantaba cara y lo rodeaba a la vez, se apoderaba de él, e, incorporándose a su propia esencia, coexistía con todas las eternidades y era contigua a todos los espacios. No había ninguna manifestación visible, pero la percepción de esta entidad y la temible combinación de los conceptos de identidad y de infinitud le producían un terror que le paralizaba. Este terror rebasaba con mucho todos los que, hasta entonces, habían podido sospechar las múltiples facetas de Cárter... Esta entidad era todo en uno y uno en todo, un ser a la vez infinito y limitado, que no pertenecía solamente a un continuo espacio-tiempo, sino que formaba parte integrante del torbellino eterno de fuerzas vitales, del último torbellino sin límites que sobrepasaba tanto las matemáticas como la imaginación. Esta entidad era tal vez aquella que evocan en voz baja algunos cultos secretos de la Tierra y que los espíritus vaporosos de las nebulosas espirales designan con un signo que no se puede transcribir... Y, en un relámpago, proyectado aún más lejos, el fragmento Cárter conoció la superficialidad, la insuficiencia de lo que acababa de experimentar, de esto mismo, de esto mismo...»

Volvamos a nuestro discurso inicial. Nosotros no decimos: existe, en la vasta llanura silenciosa del cerebro, una máquina electrónica analógica. Lo que decimos es: así como existen máquinas aritméticas y máquinas analógicas, ¿no cabría imaginar, más allá del funcionamiento de nuestra inteligencia un estado normal, un funcionamiento en un estado superior? ¿No cabría imaginar poderes de la inteligencia que fuesen del mismo orden que los de la máquina analógica? Nuestra comparación no debe ser tomada al pie de la letra. Se trata de un punto de partida, de una rampa de lanzamiento hacia regiones de la inteligencia todavía salvajes, todavía apenas exploradas. En estas regiones, la inteligencia empieza tal vez bruscamente a fulgurar, a iluminar las cosas habitualmente ocultas del Universo. ¿Cómo logra pasar a estas regiones en que su propia vida se hace prodigiosa? ¿Mediante qué operaciones se realiza el cambio de estado? No decimos que lo sepamos. Decimos que hay, en los ritos mágicos y religiosos, en la inmensa literatura antigua y moderna consagrada a los momentos singulares, a los instantes fantásticos del espíritu, millares y millares de descripciones fragmentarias que habría que reunir y comparar, y que tal vez evocan un método perdido... o un método venidero.

Es posible que la inteligencia roce a veces, como por azar, la frontera de esas regiones salvajes. Ella pone en marcha, durante una fracción de segundo, las máquinas superiores cuyo zumbido percibe confusamente. Es mi historieta de la relavote, son todos estos fenómenos llamados «parapsicológicos» cuya existencia tanto nos conturba, son estas extraordinarias y raras llamadas iluminadoras, que la mayoría de los seres aptos conocen una, dos o tres veces en el transcurso de su vida, y, sobre todo, en la edad temprana. Nada queda de ello; apenas el recuerdo.

Cruzar esta frontera (o, como dicen los textos tradicionales: «entrar en el estado despierto») supone mucho más y no me parece que pueda ser fruto de la casualidad. Todo inclina a pensar que aquel paso exige la agrupación y la orientación de un número enorme de fuerzas exteriores e interiores. No es absurdo pensar que estas fuerzas están a nuestra disposición. Sólo nos falta el método. También nos faltaba el método, hace poco tiempo, de liberar la energía nuclear. Pero, sin

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duda, estas fuerzas están sólo a nuestra disposición si dedicamos a captarlas la totalidad de nuestra existencia. Los ascetas, los santos, los taumaturgos, los videntes, los poetas y los sabios geniales no nos dicen otra cosa. Y es lo que escribe William Temple, poeta americano moderno: «Ninguna revelación particular es posible, si la misma existencia no es por entero un instrumento de revelación.»

Volvamos, pues, a nuestra comparación. La «investigación operacional» nació durante la Segunda Guerra Mundial, para que se hiciese sentir la necesidad de tal método, «era necesario que se plantearan problemas que escapasen al sentido común y a la experiencia». Los tácticos tuvieron que acudir, pues, a los matemáticos:

«Cuando una situación, por la complejidad de su estructura aparente y de su evolución visible, no puede dominarse con los medios habituales, se pide a los científicos que traten esta situación igual que tratan, en su especialidad, los fenómenos de la Naturaleza, y que construyan una teoría. Construir la teoría de una situación o de un objeto es imaginar un modelo abstracto de ellos, cuyas propiedades simulen las propiedades del objeto. El modelo es siempre matemático. Por su mediación, las cuestiones concretas se traducen en propiedades matemáticas.»

Se trata del «modelo» de una cosa o de una situación demasiado nueva y demasiado compleja para ser captada en su realidad total por la inteligencia. «En la investigación operacional fundamental, interesa entonces construir una máquina electrónica analógica, de modo que esta máquina realice el modelo. Entonces se puede, manipulando los botones de reglaje y mirándola funcionar, hallar las respuestas a todas las cuestiones en vista de las cuales ha sido concebido el modelo.»

Estas definiciones han sido extraídas de un boletín técnico106. Y son más importantes, para formarse una idea del «hombre despierto», para comprender el espíritu «mágico», que la mayoría de las obras de literatura ocultista. Si traducimos modelo por ídolo o símbolo, y máquina analógica por funcionamiento iluminado del cerebro o estado de hiperlucidez, vemos que el camino más misterioso del conocimiento humano -el que se niegan a admitir los herederos del positivista siglo XX- es un verdadero y amplio camino. La técnica moderna nos invita a considerarlo como tal.

«La presencia de símbolos, signos enigmáticos y de expresión misteriosa, en las tradiciones religiosas, las obras de arte, los cuentos y las costumbres del folklore, dan fe de la existencia de un lenguaje universalmente extendido en Oriente y en Occidente y cuya significación transhistórica parece situarse en la raíz misma de nuestra existencia, de nuestros conocimientos y de nuestros valores»107.

Ahora bien, ¿qué es el símbolo, sino el modelo abstracto de una realidad, de una estructura, que la inteligencia humana no puede dominar enteramente, pero de la cual esboza la «teoría»?

«El símbolo revela ciertos aspectos de la realidad -los más profundos- que desafían todo medio de conocimiento»108. Como el modelo que elabora el matemático partiendo de un objeto o de una situación que escapan al sentido común o a la experiencia, las propiedades del símbolo imitan las propiedades del objeto o de la situación representados así de un modo abstracto, y cuyo aspecto fundamental permanece oculto. Entonces habría que conectar y poner en marcha una máquina electrónica analógica, partiendo de aquel modelo, para que el símbolo descubriese la realidad que contiene y las respuestas a todas las preguntas en vista de las cuales fue concebido. Nosotros creemos que en el hombre existe el equivalente de esta máquina. Ciertas actitudes mentales y físicas aún mal conocidas, pueden provocar su funcionamiento. Todas las técnicas ascéticas, religiosas, mágicas, parecen orientadas a este resultado, y seguramente es esto lo que la tradición, que recorre toda la historia de la Humanidad, expresa al prometer a los sabios el «estado de alerta».

106 Bulletin de Liaison des Cercles de Politique Economique, marzo de 1959.

107 Rene Alleau: De la Nature des Symboles (Flammarion, ed.)..

108 Mircea Eliade: Imágenes y símbolos.

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Así, pues, los símbolos son acaso modelos abstractos establecidos desde los orígenes de la Humanidad que piensa, partiendo de los cuales podrían hacérsenos sensibles las estructuras profundas del Universo. Pero, ¡atención! Los símbolos no representan la cosa misma, el fenómeno mismo. También sería erróneo pensar que son pura y simplemente esquematizaciones. En la investigación operacional, el modelo no es un modelo reducido o simplificado de una cosa conocida, sino que es un punto de partida posible para el conocimiento de esta cosa. Es un punto de partida situado fuera de la realidad: situado en el universo matemático. Pero también será preciso que la máquina analógica, construida sobre este modelo, entre en trance electrónico, para que se obtengan las respuestas prácticas. Por esto carecen de interés todas las explicaciones de los símbolos que dan los ocultistas. Éstos trabajan sobre los símbolos corno si se tratase de esquemas traducibles por la inteligencia en su estado normal. Como si, desde estos esquemas, se pudiese remontar inmediatamente hacia una realidad. Después de muchos siglos de actuar de esta suerte a base de la Cruz de san Andrés, la cruz gamada y la estrella de Salomón, el estudio de las estructuras profundas del Universo no ha avanzado un solo paso por su esfuerzo.

Gracias a la iluminación de su sublime inteligencia, Einstein logró entrever (no captar totalmente, no incorporarse y dominar) la relación espacio-tiempo. Para comunicar su descubrimiento, en el grado en que es inteligiblemente comunicable, y para ayudarse él mismo a remontar hacia su propia visión iluminada, dibuja el signo y o triedro de referencia. Este dibujo no es un esquema de la realidad. Es inutilizable en general. Es un «¡levántate y anda!», para el conjunto de los conocimientos físico-matemáticos. Y aun todo este conjunto puesto en marcha en un cerebro poderoso, no logrará encontrar más que lo que evoca aquel triedro, no pasará al Universo en que juega la ley expresada por aquel signo. Pero, al final de la marcha, se sabrá que aquel Universo existe.

Acaso todos los signos son del mismo orden. La esvástica invertida, o cruz gamada, cuyo origen se pierde en el pasado más remoto, es tal vez el modelo de la ley que rige toda destrucción. Posiblemente cada vez que hay destrucción, en la materia o en el espíritu, el movimiento de las fuerzas se conforma con aquel modelo, como la relación espacio-tiempo se conforma con el triedro.

De la misma manera, nos dice el matemático Eric Temple Bell, la espiral es acaso el «modelo» de la estructura profunda de toda evolución (de la energía, de la vida, de la conciencia). Es posible que, en el «estado de alerta», el cerebro pueda funcionar como la máquina analógica partiendo de un modelo establecido, y que penetre así, partiendo de la esvástica, la estructura universal de la evolución.

Los símbolos, los signos, son, pues, acaso, modelos concebidos por las máquinas superiores de nuestro espíritu, en vista al funcionamiento de nuestra inteligencia en otro estado.

Nuestra inteligencia, en su estado ordinario, trabaja tal vez con su pluma más fina en el dibujo de modelos gracias a los cuales, pasando a un estado superior, podría incorporarse la última realidad de las cosas. Cuando Teilhard de Chardin logra concebir el punto Omega, elabora el «modelo» del punto último de la evolución. Pero, para sentir la realidad de este punto, para vivir en profundidad una realidad tan poco imaginable, para que la conciencia se incorpore esta realidad, asimilándola por entero, en fin, para que la conciencia se convierta ella misma en punto Omega y capte todo lo alcanzable en este punto -sentido último de la vida de la Tierra, destino cósmico del espíritu completo, más allá del fin de los tiempos de nuestro Globo-, para que se realice este paso de la idea al conocimiento, sería preciso que se desarrollase otra forma de inteligencia, llámese inteligencia analógica, llámese iluminación mística, llámese estado de contemplación absoluto.

Así, la idea de Eternidad, la idea de Más allá del Fin, la idea de Dios, etc., son acaso «modelos» establecidos por nosotros y destinados, en otro dominio de nuestra inteligencia, en la zona habitualmente dormida, a darnos las respuestas en atención a los cuales los hemos elaborado.

Hay que comprender bien que la idea más sublime es tal vez el equivalente del dibujo del bisonte para el brujo de Cromagnon. Se trata de una maqueta. En seguida, las máquinas analógicas se ponen

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a funcionar sobre este modelo en la zona secreta del cerebro. El brujo pasa, por trances, a la realidad del mundo bisonte, descubre de golpe todos sus aspectos y puede anunciar el lugar y la hora de la próxima cacería. Esto es magia en su estado más bajo. En el estado más elevado, el modelo no es un dibujo o una estatuilla, ni siquiera un símbolo. Es una idea, es el producto más fino de la más fina inteligencia binaria Posible. Esta idea sólo ha sido concebida en vistas de otra etapa de investigación: la etapa analógica, segundo tiempo de toda investigación operacional.

Nos parece claro que la más alta, la más ferviente actividad del espíritu humano consiste en establecer «modelos» destinados a otra actividad del espíritu, mal conocida, difícil de poner en marcha. En este sentido puede decirse: todo es símbolo, todo es signo, todo es evocación de otra realidad.

Esto nos abre las puertas del infinito poder posible del hombre. Contrariamente a lo que creen los simbolistas, no nos da la llave de todas las cosas. Desde la idea de Trinidad, desde la idea de Más Allá del Fin, a la estatuilla pinchada con alfileres del brujo campesino, pasando por la cruz, la esvástica, el rosetón, la catedral, la Virgen María, los «seres matemáticos», los guarismos, etc., todo es modelo «maqueta» de lo que existe en un Universo diferente de aquel en que la maqueta ha sido concebida. Pero «las maquetas» no son intercambiables: un modelo matemático de presa entregado al calculador electrónico no es comparable a un modelo de cohete supersónico. No todo está en todo. La espiral no está en la cruz. La imagen del bisonte no está en la fotografía con la que actúa el médium, el punto Omega del padre Teilhard no está en el Infierno de Dante, el menhir no está en la catedral, los números de Cantor no están en las cifras del Apocalipsis. Si bien hay maquetas de todo, todas las maquetas no forman un todo desmontable capaz de abrirnos el secreto del Universo.

Si los modelos más poderosos proporcionados a la inteligencia en estado de vigilia superior son modelos sin dimensión, es decir, ideas, hay que abandonar la esperanza de encontrar la maqueta del Universo en la Gran Pirámide o en el pórtico de Nôtre Dame. Si existe una maqueta del Universo entero, sólo puede existir en el cerebro humano, en la extrema punta de la más sublime de las inteligencias. Pero, ¿es que el Universo no puede tener otros recursos que el hombre? Si el hombre es un infinito, ¿no puede ser el Universo el infinito más otra cosa?

Sin embargo, el descubrimiento de que todo es maqueta, modelo, signo, símbolo, conduce al descubrimiento de una llave. No la que abre la puerta del misterio insondable, que. o bien no existe, o bien está en manos de Dios. Una llave, no de certeza, sino de actitud. Se trata de hacer funcionar una inteligencia «diferente» de aquella a la que son presentadas las maquetas. Se trata, pues, de pasar del estado de vigilia ordinario al estado de vigilia superior. Al estado de alerta. No todo está en todo. Pero velar lo es todo.

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V

NOCIÓN DEL ESTADO DE ALERTA

A la manera de los teólogos, de los sabios, de los magos y de los niños. - Salve a un especialista de meterse en camisa de once varas. - El conflicto espiritualista-materialista, o una historia de alergia. - La leyenda del té. - ¿Y si se tratase de una facultad natural? - El pensamiento como camino y como vuelo. - Suplemento a los derechos del hombre. - Sueños sobre el hombre alerta. - Nosotros, honrados bárbaros.

He consagrado un grueso volumen a la descripción de una sociedad de intelectuales que buscaba, bajo la dirección del taumaturgo Gurdjieff «el estado de alerta». Sigo pensando que no hay búsqueda más importante. Gurdjieff decía que el espíritu moderno, nacido en un estercolero, volvería al estiércol, y predicaba el desprecio del siglo. Y es que, en efecto, el espíritu moderno ha nacido del olvido, de la ignorancia, de la necesidad de aquella búsqueda. Pero Gurdjieff, hombre viejo, confundía el espíritu moderno con el cartesianismo crispado del siglo XIX. Para el verdadero espíritu moderno, el cartesianismo ha dejado ser la panacea, y hay que reconsiderar la naturaleza misma inteligencia. De suerte que, contrariamente a aquella opinión, es el modernismo extremo el que puede llevar a los hombres a meditar útilmente sobre la posible existencia de otro estado de conciencia: un estado de conciencia despierta. En este sentido, los matemáticos, los físicos de hoy, se dan la mano con los místicos de ayer. El desprecio de Gurdjieff (como el de René Guénon, otro defensor, aunque puramente teórico, del estado de alerta) es extemporáneo. Y yo pienso que si Gurdjieff hubiese sido un hombre iluminado, no se habría equivocado de estación. Para una inteligencia que experimenta la absoluta necesidad de una transmutación, no estamos en un momento de desprecio del siglo, sino, por el contrario, en un momento de amor.

Hasta hoy, se ha evocado el estado de alerta en términos religiosos, esotéricos o poéticos. La innegable aportación de Gurdjieff ha consistido en mostrar que podía haber una psicología y una fisiología de aquel estado. Pero ocultaba a placer su lenguaje y encerraba a sus discípulos tras unos muros de Tebaida. Nosotros intentaremos hablar como hombres de la segunda mitad del siglo XX, con los medios de fuera. Naturalmente, a los ojos de los «especialistas» y tratándose de semejante tema, haremos el papel de bárbaros. ¡Y es que lo somos un poco! Sentimos que en el mundo de hoy se forja un alma nueva para una edad nueva en la tierra. Nuestra manera de abordar la existencia probable de un «estado de alerta» no será ni absolutamente religiosa, ni absolutamente esotérica o poética, ni absolutamente científica. Será un poco de todo esto a la vez, con atisbos a todas las disciplinas. El Renacimiento es esto: un caldero en que hierven, mezclados, los métodos de los teólogos, de los sabios, de los magos y de los niños.

Una mañana de agosto de 1957, hubo gran afluencia de periodistas al zarpar de Londres un paquebote que se dirigía a la India. Embarcaban en él un caballero y una dama, de unos cincuenta años y de aspecto insignificante. Eran el gran biólogo J. B. S. Haldane y su esposa, que dejaban Inglaterra para siempre.

-Ya estoy harto de este país y de muchas cosas de este país -dijo él, con voz suave-. Sobre todo, del americanismo que nos invade. Voy a buscar ideas nuevas y a trabajar con libertad en un país nuevo.

Así comenzaba una nueva etapa de la carrera de uno de los hombres más extraordinarios de la época. J. B. S. Haldane había defendido Madrid, con el fusil en la mano, contra el Ejército de Franco. Se había afiliado al Partido Comunista inglés y roto su carnet después del caso Lysenko. Ahora iba a buscar la verdad en la India.

Durante treinta años, su humor negro produjo inquietud. A la encuesta de un diario a raíz del

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aniversario de la decapitación del rey Carlos, que había resucitado antiguas controversias, respondió:

«Si Carlos I hubiese sido un geranio, sus dos mitades habrían sobrevivido.»

Después de pronunciar un violento discurso en el «Club de los Ateos», recibió una carta de un católico inglés asegurándole que «Su Santidad el Papa no estaba de acuerdo». Adoptando en seguida el respetuoso tratamiento, había escrito al ministro de la Guerra: «Vuestra Ferocidad»; al ministro del Aire: «Vuestra Velocidad», y al presidente de la Liga Racionalista: «Vuestra Impiedad.»

Aquella mañana de agosto, sus camaradas «de izquierda» tampoco debían de lamentar su partida. Porque, aun defendiendo la biología marxista, Haldane no dejaba de reclamar el ensanchamiento del campo de investigación de la ciencia, el derecho a la observación de fenómenos no conformes con el espíritu racional. Con tranquila insolencia, replicaba: «Estudio lo que es realmente chocante en fisicoquímica, pero no desprecio nada fuera de ello.»

Hacía tiempo que insistía en que la ciencia estudiase sistemáticamente la noción de vigilia mística. Ya en 1930, en sus libros La desigualdad del hombre y Los mundos posibles, a despecho de su posición de sabio oficial, declaró que el Universo era, sin duda, más extraño de lo que se pensaba, y que los testimonios poéticos o religiosos sobre un estado de conciencia superior al estado de vigilia debían ser estudiados científicamente.

Un hombre como él debía fatalmente embarcar un día hacia la India, y no sería sorprendente que en sus trabajos futuros se hable de temas como «Electroencefalografía y misticismo» o «Cuarto estado de conciencia y metabolismo del gas carbónico». Sería muy posible por parte de un hombre en cuya obra se cuenta ya un «Estudio de las aplicaciones del espacio de dieciocho dimensiones a los problemas esenciales de la genética».

Nuestra psicología oficial admite dos estados de conciencia, sueño y vigilia. Pero, desde los orígenes de la Humanidad hasta nuestros días, abundan los testimonios sobre la existencia de estados de conciencia superiores al de vigilia. Haldane fue sin duda el primer sabio moderno decidido a examinar objetivamente esta noción de superconciencia.

Estaba en la lógica de nuestra época de transición que este hombre pareciese, tanto a sus enemigos espiritualistas como a sus amigos materialistas, un aficionado a meterse en camisa de once varas.

Como Haldane, nosotros somos totalmente ajenos al viejo debate entre espiritualistas y materialistas. He aquí la actitud verdaderamente moderna. No vamos a situarnos por encima del debate. No hay encima ni debajo: no hay volumen ni sentido.

Los espiritualistas creen en la posibilidad de un estado superior de conciencia. Ven en ello un atributo del alma inmortal.

Los materialistas se ponen a patalear en cuanto oyen hablar de ello, y tremolan a Descartes. Ni los unos ni los otros pueden observar nada con libertad de espíritu. Ahora bien, tiene que haber otra manera de considerar el problema. Una manera realista, en el sentido que damos nosotros a la palabra: un realismo integral, es decir, que tenga en cuenta los aspectos fantásticos de la realidad.

Por otra parte, podría ser muy bien que aquel antiguo debate no tenga de filosófico más que la apariencia. Es posible que no sea más que una disputa entre gentes que, funcionalmente, reaccionan de modo distinto ante un fenómeno natural. Algo parecido a la discusión hogareña entre Monsieur, que gusta de las corrientes de aire, y Madame, que las detesta. El choque entre dos tipos humanos: de él no puede salir la luz. Si esto fuera realmente así, ¡cuánto tiempo perdido en controversias abstractas, y cuánta razón tendríamos de alejarnos del debate para abordar, con espíritu «salvaje», la cuestión del estado de alerta.

Veamos la hipótesis:

El paso del sueño a la vigilia produce cierto número de modificaciones en el organismo. Por

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ejemplo, cambia la tensión arterial y se altera el influjo nervioso. Si existe, como creemos, otro estado, digamos un estado de supervigilia, un estado de conciencia superior, el paso debe también ir acompañado de diversas transformaciones.

Ahora bien, todos sabemos que, para ciertos hombres, el hecho de salir del sueño es doloroso o al menos violentamente desagradable. La medicina moderna tiene en cuenta este fenómeno y distingue dos tipos humanos partiendo de su reacción al despertar.

¿Qué es el estado de superconciencia, de conciencia realmente despierta? Los hombres que lo han experimentado nos lo describen, a su regreso, con dificultades. El lenguaje falla en parte para explicarlo. Sabemos que puede alcanzarse voluntariamente. Todos los ejercicios de los místicos tienden a este fin. Sabemos también que es posible -como dice Vivekananda- «que un hombre que no conoce esta ciencia (la ciencia de los ejercicios místicos) puede llegar por casualidad a aquel estado». La literatura poética del mundo entero rebosa de testimonios sobre estas bruscas iluminaciones. ¿Y cuántos hombres, que no son ni poetas ni místicos, han sentido que, durante una fracción de segundo, rozaban aquel estado?

Comparemos este estado singular, excepcional, a otro también excepcional. Los médicos y los psicólogos empiezan a estudiar, por necesidades del Ejército, el comportamiento del ser humano en la caída sin peso. Más allá de cierto grado de aceleración, el peso se encuentra abolido. El pasajero del avión experimental lanzado en picado flota durante algunos segundos. Se advierte que, para ciertos pasajeros, esta caída va acompañada de una sensación de extrema dicha. Para otros, de extrema angustia, de horror.

Pues bien, es posible que el paso -o el esbozo de un paso- entre el estado de vigilia ordinario y el estado de conciencia superior (iluminativo, mágico) produzca ciertos cambios sutiles en el organismo, desagradables para ciertos hombres y agradables para otros. El estudio de la fisiología relacionada con los estados de conciencia es todavía embrionario. Empieza a hacer algunos progresos con la hibernación. La fisiología del estado superior de conciencia no ha llamado todavía la atención de los sabios, salvo algunas excepciones. Si se acepta nuestra hipótesis, se comprende la existencia de un tipo humano racionalista, positivista, agresivo por autodefensa en cuanto se trata, en literatura, en filosofía o en ciencias, de salir del campo en que se ejercita la conciencia en su estado ordinario. Y se comprende la existencia del tipo espiritualista, para quien toda alusión a un más allá de la razón produce ¡a sensación de un paraíso perdido. En el fondo de una inmensa querella escolástica, volveríamos a encontrar el humilde «Yo amo o yo no amo». Pero, ¿qué es lo que, en nosotros, ama o no ama? En verdad, no es jamás Yo: «Esto ama, o esto no ama, en mí», y nada más. Alejémonos, pues, lo más posible del falso problema espiritualismo-materialismo, que tal vez no es más que un verdadero problema de alergias. Lo esencial es saber si el hombre posee, en sus regiones inexploradas, instrumentos superiores, enormes amplificadores de su inteligencia, el equipo completo para conquistar y comprender el Universo, para conquistarse y comprenderse a sí mismo, para asumir la totalidad de su destino.

Bodhidarma, fundador del budismo Zen, un día que estaba meditando, se durmió (es decir, volvió a caer, por inadvertencia, en el estado de conciencia habitual en la mayoría de los hombres). Esta falta le pareció tan horrible que se cortó los párpados. Éstos, según la leyenda, cayeron al suelo, y en seguida nació de ellos la primera planta de té. El té, que preserva del sueño, es la flor que simboliza el deseo de los sabios de mantenerse despiertos, y por esto, se dice, «el gusto del té y el gusto del Zen son parecidos».

Esta noción del «estado de alerta» parece ser tan vieja como la Humanidad. Es la clave de los más antiguos textos religiosos, y acaso el hombre de Cromagnon buscaba ya alcanzar este tercer estado. E] cálculo de las fechas por medio del radiocarbono ha permitido comprobar que los indios del sudeste de México, hace más de seis mil años, comían ciertas setas para provocar la hiperlucidez. Se trata siempre de conseguir que se abra el tercer ojo, de rebasar el estado de conciencia ordinario

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en que todo son sólo ilusiones, prolongación de los sueños del sueño profundo. «Despierta, hombre dormido, ¡despierta!» Desde el Evangelio hasta los cuentos de hadas, encontraremos siempre la misma amonestación.

Los hombres han buscado este estado de alerta en toda suerte de ritos, por la danza, los cantos, la meditación, el ayuno, la tortura física, las diversas drogas, etc. Cuando el hombre moderno haya comprendido la importancia de lo que está en juego -cosa que no puede tardar-, se descubrirán indudablemente otros medios. El sabio americano J. B, Olds proyecta un estímulo electrónico del cerebro109. El astrónomo inglés Fred Hoyle110 propone la observación de imágenes luminosas en una pantalla de televisión. Ya H. G. Wells, en su bello libro En los tiempos del cometa, imaginaba que después de la colisión de un cometa, la atmósfera de la Tierra se encontraba llena de un gas que provocaba la hiperlucidez. Los hombres cruzaban por fin la frontera que separa la verdad de la ilusión. Despertaban a las verdaderas realidades. De pronto, todos los problemas prácticos, morales y espirituales, quedaban resueltos.

Este despertar de la «superconciencia» parece haber sido buscado hasta hoy únicamente por los místicos. Si ello es posible, ¿a qué hay que atribuirlo? Las religiones nos hablan de gracia divina. Los ocultistas, de iniciación mágica. ¿Y si se tratase de una facultad natural?

La ciencia más reciente nos muestra que porciones considerables de la materia cerebral son todavía «tierra desconocida». ¿Sede de poderes que no sabemos utilizar? ¿Sala de máquinas cuyo empleo ignoramos? ¿Instrumentos en espera de las próximas mutaciones?

Hoy sabemos que el hombre no utiliza habitualmente, incluso para las operaciones intelectuales más complejas, más que una décima parte de su cerebro. La mayor parte de nuestros poderes quedan, pues, sin utilizar. El mito inmemorial del tesoro oculto no significa otra cosa. Es lo que dice el sabio inglés Gray Walter en una de las obras esenciales de nuestra época: El cerebro viviente. En una segunda obra111, mezcla de anticipación y de observación, de filosofía y de poesía, Walter afirma que, indudablemente, las posibilidades del cerebro humano no tienen límite, y que llegará un día en que nuestro pensamiento explorará el Tiempo, como ahora exploramos el espacio. Coincide en este punto de vista con el matemático Eric Temple Bell, que atribuye al héroe de su novela El fluir del tiempo, el poder de viajar a través de toda la historia del Cosmos112.

Ciñámonos a los hechos. Se puede atribuir el fenómeno del estado de supervigilia a un alma inmortal. Desde hace miles de años se ha planteado esta idea, sin que hayamos avanzado gran cosa en la solución del problema. Pero si, para no apartarnos de los hechos, nos limitamos a comprobar que la noción de un estado de supervigilia es una aspiración constante de la Humanidad, con esto no nos basta. Es una aspiración. Pero es también algo más.

La resistencia al tormento, los momentos de inspiración de los matemáticos, las observaciones hechas a través del electroencefalograma de los yoguis, así como otras pruebas, nos obligan a reconocer que el hombre puede tener acceso a otro estado distinto del de vigilia lúcida normal. Sobre este estado, cada cual es libre de adoptar la hipótesis que prefiera: gracia de Dios o despertar del Yo Inmortal. Libre también de buscar, «a lo salvaje», una explicación científica. Ya nos

109 Los centros del placer del cerebro, en Scientific America, octubre 1956.

110 En una novela: The Black Cloud. Entre nubes negras del espacio, entre estrellas, existen unas formas superiores de vida. Estas superinteligencias se proponen despertar a los hombres de la Tierra enviándoles imágenes luminosas que producen conexiones en el cerebro gracias a las cuales se llega al «estado de conciencia despierta».

111 Farther Outlook.

112 Ahora bien, he descubierto, por medios que sólo comprendo imperfectamente, el secreto de remontar el curso de los acontecimientos. Es como el nadar. Una vez se descubre la brazada, ya no se olvida jamás. Pero el aprendizaje exige una práctica constante, y para lograrla se necesita una cierta crispación involuntaria del espíritu o de los músculos. Estoy seguro de esto: no existe un hombre que sepa exactamente cómo venció por primera vez la dificultad de nadar, y sin duda alguna los propios videntes más expertos no pueden explicar a los demás el secreto de remontar la corriente del tiempo.

Como Fred Hoyle y como muchos otros sabios ingleses, americanos o rusos, Eric Temple escribe ensayos o novelas fantásticos (bajo el seudónimo de John Taine). Tonto sería el lector que no viese en ello más que una distracción propia de los grandes espíritus. Es la única manera de hacer circular ciertas verdades no admitidas por la filosofía oficial. Como en todo período prerrevolucionario, los pensamientos del porvenir se publican bajo un disfraz. Las cubiertas de una obra de «ciencia-ficción»: he aquí el disfraz de 1960.

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comprendéis: no somos científicos, pero no despreciamos nada de lo que da nuestra época para ir a explorar lo que es de todos los tiempos. Nuestra hipótesis es ésta:

Las comunicaciones en el cerebro se establecen ordinariamente por influjo nervioso. Es una acción lenta: algunos metros por segundo en la superficie de los nervios. Es posible que, en ciertas circunstancias, se establezca otra forma de comunicación, mucho más rápida, por una onda electromagnética que viaje a la velocidad de la luz. Entonces se alcanzaría la enorme velocidad de registro y de transmisión de informaciones de las maquinas electrónicas. Ninguna ley natural se opone a la existencia de tal fenómeno. Tales ondas no podrán detectarse en el exterior del cerebro. Es la hipótesis que sugeríamos en el capítulo precedente.

Si existe este estado de alerta, ¿cómo se manifiesta? Las descripciones de los poetas y místicos hindúes, árabes, cristianos, etc., no han sido sistemáticamente agrupadas y estudiadas. Es extraordinario que, en la abundante lista de las antologías de todas clases publicadas en nuestra época tan aficionada a la estadística, no exista una sola «antología del estado de alerta». Aquellas descripciones son concluyentes, pero poco claras. Sin embargo, si queremos evocar en lenguaje moderno cómo se manifiesta aquel estado, helo aquí:

Normalmente, el pensamiento camina, según lo demostró Émile Meyerson. La mayor parte de los logros del pensamiento son, en el fondo, fruto de un caminar extraordinariamente lento hacia una evidencia. Los más admirables descubrimientos matemáticos se reflejan en igualdades. Igualdades inesperadas, Pero igualdades a fin de cuentas. El gran Leonard Euler consideraba cumbre del pensamiento matemático la relación:

e¡π + 1 = 0

Esta relación, que junta lo real a lo imaginario y constituye «base de los logaritmos naturales es una evidencia. En cuanto se explica a un estudiante de «especial» éste no deja de declarar que, en efecto, «salta a la vista». ¿Por qué hizo falta pensar tanto, durante tantos y tantos años, para llegar a tal evidencia?

En física, el descubrimiento de la naturaleza ondulatoria de las partículas es la llave que ha abierto la era moderna. Aquí, también, se trata de una evidencia. Einstein había escrito: la energía es igual a mc2, siendo m la masa y c la velocidad de la luz. Esto en 1905. En 1900, Plank había escrito: la energía es igual a hf, siendo h una constante y f la frecuencia de las vibraciones. Ha habido que esperar a 1923 para que Louis de Broglie, genio excepcional, pensara en igualar las dos ecuaciones y escribir:

hf=mc2

El pensamiento avanza despacio, incluso en los grandes espíritus. No domina el tema.

Último ejemplo: desde finales del siglo XVIII, se ha venido enseñando que la masa aparecía a la vez en la fórmula de la energía cinética (e: 1/2 mv2) y en la ley de pesadez de Newton (dos masas se atraen con una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de las distancias).

¿Por qué hay que esperar a Einstein para advertir que la palabra masa tiene el mismo sentido en las dos fórmulas clásicas? De ello se deduce inmediatamente toda la relatividad. ¿Por qué sólo un espíritu, en toda la historia de la inteligencia, ha sabido verlo? ¿Y por qué no lo vio de golpe, sino después de diez años de encarnizada búsqueda? Porque nuestro pensamiento camina a lo largo de un sendero tortuoso situado en un solo plano y que se entrecruza muchas veces. Y sin duda las ideas desaparecen y reaparecen periódicamente.

Sin embargo, parece posible que el espíritu pueda elevarse por encima de este sendero, no caminar por él: gozar de una vista total y desplazarse a la manera de los pájaros o de los aviones. Esto es lo que los místicos llaman «estado de alerta».

Por lo demás, ¿se trata de uno o de varios estados de alerta? Todo invita a pensar que hay varios

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estados, como hay varias alturas de vuelo. El primer escalón se llama genio. Los otros son desconocidos de la muchedumbre y tenidos por leyendas. Troya también era una leyenda antes de que las excavaciones revelasen su existencia verdadera.

Si los hombres tienen dentro de ellos mismos la posibilidad física de ascender a este o a estos estados de alerta, la búsqueda de los medios de emplear aquella posibilidad debería ser la finalidad principal de su vida. Si mi cerebro posee las máquinas necesarias, si todo esto no es sólo del dominio religioso o místico, si todo eso no depende exclusivamente de una «gracia» o de una «iniciación mágica», sino de ciertas técnicas, de ciertas actitudes interiores y exteriores capaces de poner en funcionamiento aquellas máquinas, entonces comprendo que mi única ambición, mi tarea esencial, debería ser la conquista del estado de alerta, del espíritu de vuelo.

Si los hombres no concentran todos sus esfuerzos en esta búsqueda, no es que sean «ligeros» o «malos». No es cuestión de moral. Y en esta materia, los esfuerzos desperdigados no sirven para nada. Acaso los instrumentos superiores de nuestro cerebro son sólo utilizables cuando la vida entera (individual, colectiva) es ella misma un instrumento, considerada y vivida de manera apta para establecer la necesaria conexión.

Si los hombres no tienen por único objeto el paso al estado de alerta, es que las dificultades de la vida en sociedad, la persecución de los medios materiales de existencia, no les deja tiempo para ello. Los hombres no viven solamente de pan, pero, hasta hoy, nuestra civilización no se ha mostrado capaz de proporcionarlo a todos.

A medida que el progreso técnico permita respirar al hombre, la busca del «tercer estado» de alerta, de la hiperlucidez, reemplazará a las otras aspiraciones. La posibilidad de participar en esta búsqueda será por fin reconocida como uno de los derechos del hombre. La próxima revolución será psicológica.

Imaginemos a un hombre de Neandertal trasladado milagrosamente al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Se encontraría, frente al doctor Oppenheimer, en una situación comparable a aquella en que nos encontraríamos nosotros en compañía de un hombre cuyo pensamiento no caminase, sino que se desplazara en tres, cuatro dimensiones.

Físicamente parece que podríamos convertirnos en tal hombre. Hay células bastantes en nuestro cerebro, hay suficientes conexiones posibles. Pero no es difícil imaginar lo que un espíritu semejante podría ver y comprender.

La leyenda de la alquimia asegura que las manipulaciones de la materia en el crisol pueden provocar lo que los modernos llamarían una radiación o un campo de fuerzas. Esta radiación sería capaz de transmutar todas las células del adepto y de hacer de él un hombre verdaderamente despierto, un hombre que sería «a un tiempo aquí y al otro lado, un ser viviente».

Admitamos, por favor, esta hipótesis, esta psicología soberbiamente no euclidiana. Supongamos que un día de 1960, un hombre como nosotros, al manipular de cierta manera la materia y la energía, se encuentra enteramente cambiado, es decir, despertado. En 1955, el profesor Singleton mostró a sus amigos, en los pasillos de la conferencia atómica de Ginebra, unos claveles que había cultivado en el campo de radiaciones del gran reactor nuclear de Brookhaven. Antes habían sido blancos. Ahora eran de un color rojo violáceo y de una especie desconocida. Todas sus células habían sido modificadas, y los claveles persistían en su nuevo estado, ya se reprodujesen por esquejes o por siembra. Lo mismo podemos pensar de nuestro hombre. Vedlo convertido en nuestro superior. Su pensamiento no camina, sino que vuela. Al asimilar de un modo diferente lo que sabemos nosotros, en nuestras diversas especialidades, o, simplemente, al establecer todas las conexiones posibles entre las conquistas de la ciencia humana tal como se expresan en los manuales del bachillerato y en los cursos de la Sorbona, puede llegar a conceptos que nos son tan extraños como podían serlo los cromosomas para Voltaire o el neutrino para Leibniz. Un hombre semejante no tendría el menor interés en comunicar con nosotros, ni trataría de darse tono explicándonos los

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enigmas de la luz o el secreto de los genes. Valéry no publicaba sus pensamientos en La Semaine de Suzette. Nuestro hombre se encontraría por encima y a un lado de la Humanidad. Sólo podría conversar inútilmente con espíritus semejantes al suyo.

Podemos soñar sobre esto.

Podemos pensar que las diversas tradiciones iniciáticas provienen del contacto con espíritus de otros planetas. Podemos imaginar que, para el hombre despierto, el tiempo y el espacio han dejado de tener barreras, y que es posible la comunicación con las inteligencias de los otros mundos habitados, cosa que, por otra parte, explicaría que no hubiésemos sido nunca visitados.

Podemos soñar. Con la condición, como escribe Haldane, de que no olvidemos que los sueños de esta clase son, probablemente, menos fantásticos que la realidad.

Veamos ahora tres historias verdaderas, que nos servirán de ilustración. Las ilustraciones no constituyen pruebas, naturalmente. Sin embargo, estas tres historias obligan a pensar que existen estados de conciencia diferentes de los reconocidos por la psicología oficial. La propia noción de genio, por su vaguedad, no es bastante. No hemos elegido estos ejemplos entre las vidas y las obras de los místicos, cosa que habría sido más fácil, y tal vez más eficaz. Mantenemos nuestra actitud de abordar la cuestión al margen de toda Iglesia, con las manos desnudas, como bárbaros honrados...

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VI

TRES HISTORIAS A MODO DE ILUSTRACIÓN

Historia de un gran matemático en estado salvaje.-Historia del más asombroso: de los clarividentes.-Historia de un sabio de mañana que vivió en 1750.

I. - RAMANUJÁN

Un día, a principios del año 1887, un brahmán de la provincia de Madras se dirige al templo de la diosa Namagiri. El brahmán ha casado a su hija hace ya muchos meses, y el hogar de los esposos es estéril. ¡Que la diosa Namagiri les dé la fecundidad! Namagiri escucha la plegaria. El 22 de diciembre nace un niño, al que se pone el nombre de Srinivasa Ramanuján Alyangar. La víspera se había aparecido la diosa a la madre, para anunciarle que su hijo sería extraordinario.

A los cinco años, ingresa en la escuela. Desde el primer momento, su inteligencia asombra a todos, Parece saber ya lo que le enseñan. Se le concede una beca para el liceo de Kurnbakonán, donde es la admiración de sus condiscípulos y profesores. Tiene quince años. Uno de sus amigos hace que la biblioteca local le preste una obra titulada: A Synopsis of Elementary Results in Pure and Applied Mathematics. Esta obra, publicada en dos volúmenes, es un recordatorio redactado por George Schoobridge, profesor de Cambridge. Contiene resúmenes y enunciados sin demostración de unos 6.000 teoremas. El efecto que produce en el espíritu del joven hindú es fantástico. El cerebro de Ramanuján se pone bruscamente a funcionar de un modo totalmente incomprensible para nosotros. Demuestra todas las fórmulas. Después de haber agotado la geometría, ataca el álgebra. Ramanuján contará más tarde que la diosa Namagiri se le había aparecido para explicarle los cálculos más difíciles. A los dieciséis años, fracasa en los exámenes, porque su inglés sigue siendo defectuoso y le es retirada la beca. Prosigue solo, sin documentos, sus investigaciones matemáticas. Por lo pronto, adquiere todos los conocimientos alcanzados en este terreno hasta 1880. Ya puede prescindir de la obra del profesor Shoobridge. Y aún va más allá. Por sí solo, acaba de reproducir, para rebasarlo después, todo el esfuerzo matemático de la civilización, partiendo de un recordatorio, por lo demás incompleto. La historia del pensamiento humano no conoce otro ejemplo semejante. El propio Galois no había trabajado solo. Estudió en la «Escuela Politécnica», que era en su época el mejor centro matemático del mundo. Podía consultar millares de obras. Estaba en contacto con sabios de primer orden. En ninguna ocasión se ha elevado tanto el espíritu humano con tan poco apoyo.

En 1909, después de años de trabajo solitario y de miseria, Ramanuján se casa. Busca un empleo. Le recomiendan a un preceptor local, Ramachandra Rao, ilustre enamorado de las matemáticas. Éste nos ha dejado el relato de su encuentro.

«Un hombrecillo desaseado, sin afeitar con unos ojos como jamás he visto otros, entró en mi cuarto, con una gastada libreta de notas bajo el brazo. Me habló de descubrimientos maravillosos que rebasaban infinitamente mi saber. Le pregunté qué podía hacer por él. Me dijo que sólo quería lo justo para comer, a fin de poder proseguir sus investigaciones.»

Ramachandra Rao le pasa una pequeña pensión. Pero Ramanuján es demasiado orgulloso. Por fin le encuentra un empleo: un puesto mediocre de contable en el puerto de Madras.

En 1913, le convencen de que entable correspondencia con el gran matemático inglés G. H. Hardy, a la sazón profesor de Cambridge. Le escribe y le envía por el mismo correo ciento veinte teoremas de geometría que acaba de demostrar. Hardy debía escribir sobre ello:

«Estas notas podían haber sido escritas únicamente por un matemático del mayor calibre. Ningún ladrón de ideas, ningún farsante, por genial que fuese, podía haber captado abstracciones tan

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elevadas.» Propone inmediatamente a Ramanuján que se traslade a Cambridge. Pero su madre se opone, por motivos religiosos. De nuevo la diosa Namagiri se encarga de resolver la dificultad. Se aparece a la vieja dama para convencerla de que su hijo puede ir a Europa sin peligro para su alma, y le muestra, en sueños, a Ramanuján sentado en el gran anfiteatro de Cambridge entre ingleses que le admiran.

A finales del año 1913, se embarca el hindú. Trabajará durante cinco años e imprimirá un avance prodigioso a las matemáticas. Es elegido miembro de la Sociedad Real de Ciencias y nombrado profesor de Cambridge, en el colegio de la Trinidad. En 1918, cae enfermo. Tuberculosis. Regresa a la India, para morir allí, a los treinta y dos años.

Dejó un recuerdo extraordinario en todos cuantos le conocieron. Sólo vivía para los números. Hardy fue a visitarle al hospital y le dijo que había tomado un taxi. Ramanuján le preguntó el número del coche: 1.729. « ¡Qué hermoso número! -exclamó-. ¡Es el más pequeño que es dos veces la suma de dos cubos!» En efecto, 1.729 es igual a 10 elevado al cubo más 9 elevado al cubo, y es también igual a 12 elevado al cubo más uno elevado al cubo. Hardy necesitó seis meses para demostrarlo, y el mismo problema no ha sido aún resuelto para la cuarta potencia.

La historia de Ramanuján es increíble para cualquiera. Y, sin embargo, es rigurosamente cierta. No es posible expresar en términos sencillos la naturaleza de los descubrimientos de Ramanuján. Versan sobre los misterios más abstractos de la noción del número, y particularmente de los «números primos».

Poco se sabe de lo que, fuera de las matemáticas, despertaba el interés de Ramanuján. Se preocupaba poco de arte y de literatura. Pero le apasionaba todo lo extraño. En Cambridge se había montado una pequeña biblioteca y un fichero sobre toda suerte de fenómenos desconcertantes para la razón.

II. - CAYCE

Edgard Cayce murió el 5 de enero de 1945, llevándose un secreto que ni él mismo había podido penetrar y que le asustó toda la vida. La «Fundación Edgar Cayce», de Virginia Beach, que cuenta con médicos y con psicólogos, prosigue el análisis de los legajos. Desde 1958, los estudios sobre la clarividencia gozan en América de créditos importantes. Es que se piensa en los servicios que podrían prestar, en el terreno militar, los hombres aptos para la telepatía y la precognición. Entre todos los casos de clarividencia, el de Cayce es el más puro, el más evidente y el más extraordinario113.

El pequeño Edgar Cayce estaba muy enfermo. El médico rural estaba a la cabecera de su lecho. No había manera de sacar al muchacho de su estado de coma. De pronto, bruscamente, sonó la voz de Edgar, clara y tranquila. Y, sin embargo, dormía. «Le diré lo que tengo. He recibido un golpe en la columna vertebral con una pelota de béisbol. Hay que hacer una cataplasma especial y aplicármela en la base del cuello.» Con la misma voz, el chiquillo dictó la lista de plantas que había que mezclar y preparar. «De prisa, pues el cerebro está en peligro de ser alcanzado.»

Por si acaso, le obedecieron. Por la noche, había cedido la fiebre. Al día siguiente, Edgar se levantó, fresco como una lechuga. No se acordaba de nada. Ignoraba la mayoría de las plantas que había mencionado.

Así comenzaba una de las historias más asombrosas de la medicina. Cayce, campesino de Kentucky, completamente ignorante, poco inclinado a usar su don, y que se lamentaba sin cesar de no ser «como todo el mundo», cuidará y curará, en estado de sueño hipnótico, a más de quince mil enfermos, debidamente homologados.

Obrero agrícola en la granja de uno de sus tíos, después dependiente de una librería de

113 Véase la obra de Joseph Millard sobre Cayce, no traducida, Copyright Cayce Foundation, y el estudio de John W. Campbell en Astounding S. E, de marzo de 1957, y Thomas Sugrue: Edgard Cayce Del Book.

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Hopkinsville y por último dueño de una tiendecita de fotografía donde se propone pasar tranquilamente sus días, hace de taumaturgo contra su voluntad. Su amigo de la infancia, Al Layne, y su novia, Gertrudis, unirán sus fuerzas para obligarle. Y no por ambición, sino porque no tiene derecho a guardarse su poder, a negarse a ayudar a los afligidos. Al Layne es un tipo enfermizo, siempre está malo. Se arrastra. Cayce consiente en dormirse: describe los males y dicta los remedios. Cuando se despierta exclama: «Esto no es posible; no conozco la mitad de las palabras que has anotado. ¡No tomes esas drogas, es peligroso! No comprendo nada. ¡Todo esto es cosa de magia!» Se niega a volver a ver a Al y se encierra en su gabinete de fotografía. Ocho días más tarde, Al llama a su puerta: jamás se ha encontrado tan bien. La pequeña ciudad se conmueve; todos quieren consultarle. «No voy a ponerme a curar a la gente porque hablo en sueños.» Acaba por aceptar, con la condición de no ver a los pacientes, por miedo de que, al conocerlos, su juicio se vea influido, con la condición de que algún médico asista a las sesiones; con la condición de no cobrar un céntimo y no recibir siquiera el menor regalo.

Los diagnósticos y las prescripciones formulados en estado hipnótico son de una precisión y sutileza tales, que los médicos están convencidos de que se trata de un colega disfrazado de curandero. Limita sus sesiones a dos por día. No es que tema la fatiga, pues sale de sus sueños muy descansado. Es que quiere seguir siendo fotógrafo. No trata en absoluto de adquirir conocimientos médicos. No lee nada, continúa siendo el hijo de unos campesinos, provisto de un vago certificado de estudios. Y se rebela contra su extraña facultad. Pero, en cuanto decide dejar de emplearla, se queda afónico.

Un magnate de los ferrocarriles americanos, James Andrews, acude a consultarle. Le prescribe en estado de hipnosis, una serie de drogas y, entre ellas, cierta agua de orvale. No hay manera de encontrar este remedio. Andrews hace publicar anuncios en las revistas médicas, sin resultado. En el curso de otra sesión, Cayce dicta la composición de aquella agua, extremadamente complicada. Después, Andrews recibe una respuesta de un joven médico parisiense; el padre de este francés, que también era médico, había elaborado el agua de orvale, pero había dejado de explotarla hacía cincuenta años. La composición era idéntica a la «soñada» por el modesto fotógrafo.

El secretario local del «Sindicato de Médicos» se apasiona por el caso Cayce. Convoca un comité de tres miembros, que asiste a todas las sesiones estupefacto. El «Sindicato General Americano» reconoce las facultades de Cayce y le autoriza oficialmente a realizar «consultas psíquicas».

Cayce se ha casado. Tiene un hijo de ocho años, Hugh Lynn. El niño, jugando con unas cerillas, provoca la explosión de un depósito de magnesio. Los médicos pronostican la ceguera total en plazo breve y recomiendan la ablación de un ojo. Aterrorizado, Cayce se sume en uno de sus sueños. En estado hipnótico, se pronuncia contra la ablación y prescribe quince días de aplicación de compresas de ácido tánico. Según los especialistas es una locura. Y Cayce, presa de los mayores tormentos, apenas se atreve a desoír sus consejos. Al cabo de quince días, Hugh Lynn está curado.

Un día, después de una consulta, sigue dormido y dicta, una tras otra, cuatro recetas muy precisas. No se sabe a quién pueden referirse, y es que han sido formuladas por anticipado para los cuatro próximos enfermos.

En el curso de una sesión, prescribe un medicamento al que llama «Codirón» y da la dirección de un laboratorio de Chicago. Llaman por teléfono. « ¿Cómo pueden haber oído hablar del "Codirón"? Todavía no ha sido puesto a la venta. Precisamente acabamos de realizar la fórmula y de ponerle el nombre.»

Cayce, aquejado de una enfermedad incurable que sólo él conocía, muere el día y a la hora que había anunciado: «El cinco por la noche, estaré definitivamente curado.» Curado del mal de ser «algo distinto».

Interrogado durante su sueño sobre su manera de proceder, había declarado (sin acordarse de nada al despertar, como de costumbre) que se hallaba en condiciones de ponerse en contacto con cualquier cerebro humano viviente y de utilizar las informaciones contenidas en aquel o en aquellos

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cerebros para dar el diagnóstico y el tratamiento de los casos que se le presentaban. Era tal vez una inteligencia diferente la que entonces se animaba en Cayce, y que utilizaba todos los conocimientos de la Humanidad, como se utiliza una biblioteca, pero casi instantáneamente, o al menos a la velocidad de la luz o de la electromagnética. Pero nada nos permite explicar el caso de Edgar Cayce, de esta manera o de otra. Lo único que se sabe cierto es que un fotógrafo de pueblo, sin curiosidad ni cultura, podía ponerse, a voluntad, en un estado en que su espíritu funcionaba como el de un médico genial, o mejor, como todos los espíritus de todos los médicos juntos.

III. -BOSCOVICH

Un tema de ciencia-ficción: si los relativistas están en lo cierto, si vivimos en un Universo de cuatro dimensiones, y si fuésemos capaces de darnos cuenta de ello, lo que llamamos sentido común saltaría hecho pedazos. Los autores de obras de anticipación se esfuerzan en pensar en términos de espacio-tiempo. Iguales esfuerzos hacen los físico-matemáticos, en un plano de investigación más puro y con un lenguaje teórico. Pero el hombre, ¿es capaz de pensar en cuatro dimensiones? Para ello necesitaría estructuras mentales diferentes. ¿Estarán reservadas estas estructuras al hombre de después del hombre, al ser de la próxima mutación? Y este hombre de después del hombre, ¿está ya entre nosotros? Los novelistas de lo imaginario así lo han afirmado. Pero ni Van Vogt, en su hermoso libro fantástico sobre los Slans, ni Sturgeon en su descripción de los Más que humanos, se han atrevido a imaginar un personaje tan fabuloso como Roger Boscovich.

¿Ser mutante? ¿Viajero del Tiempo? ¿Extraterrestre disfrazado con la apariencia del serbio misterioso?

Boscovich nació en 1711, en Dubrovnik: al menos esto fue lo que declaró, cuando tenía catorce años, al matricularse como alumno libre en el colegio de los jesuitas de Roma. Allí estudió matemáticas, astronomía y teología. En 1728, al terminar su noviciado, ingresa en la Orden de los jesuitas. En 1736, publicó una comunicación sobre las manchas solares. En 1740, enseña matemáticas en el Collegium Romanum, y después es nombrado consejero científico del Papado. Crea un observatorio, inicia la desecación de las ciénagas pontinas, repara la cúpula de San Pedro, mide el meridiano entre Roma y Rímini, sobre dos grados de latitud. Después explora diversas regiones de Europa y de Asia y realiza excavaciones en los mismos lugares en que, más tarde, Schliemann descubrirá Troya. En 26 de junio de 1760 es nombrado miembro de la Real Sociedad de Inglaterra, y en tal ocasión publica un largo poema en latín sobre las apariencias visibles del Sol y de la Luna, del que dicen sus contemporáneos: «Es Newton con el verbo de Virgilio.» Le reciben los más grandes eruditos de la época y sostiene una importante correspondencia con el doctor Johnson y con Voltaire en particular. En 1763 le ofrecen la nacionalidad francesa. Asume la dirección del departamento de instrumentos de óptica de la Marina Real, en París, donde vivirá hasta 1783. Lalande le considera el más grande sabio de su tiempo. D'Alembert y Laplace se asustan de sus ideas avanzadas. En 1785 se retira a Bassano y se consagra a la impresión de sus obras completas. Muere en Milán en 1787.

Muy recientemente, a impulsos del Gobierno yugoslavo, se ha vuelto a examinar la obra de Boscovich, y principalmente su Teoría de la filosofía natural114, editada en Viena, en 1758. La sorpresa ha sido mayúscula. Alian Lidsay Mackay, al comentar esta obra en un artículo del New Scientist, del 6 de marzo de 1958, estima que se trata de un espíritu del siglo XX que se vio obligado a vivir y a trabajar en el XVIII.

Por lo visto, Boscovich se había anticipado no sólo a la ciencia de su tiempo, sino también a nuestra propia ciencia. Proponía una teoría unitaria del Universo, una ecuación general y única que rige la mecánica, la física, la química, la biología e incluso la psicología. Según su teoría, la materia, el espacio y el tiempo no son divisibles hasta el infinito, sino que están compuestos de

114 Theoria philosophiae naturalis redacta ad unicam legem viríum in natura existentium.

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puntos: de granos. Esto recuerda los recientes trabajos de Jean Charon y de Heisenberg, a los que Boscovich parece superar. Logra dar cuenta tanto de la luz como del magnetismo, de la electricidad y de todos los fenómenos de la química, conocidos en su tiempo, descubiertos después o por descubrir. En él encontramos los quanta, la mecánica ondulatoria, el átomo constituido por nucleones. El historiador de la ciencia L. L. Whyte asegura que Boscovich lleva al menos doscientos años de adelanto a su época, y que no se le podrá comprender realmente hasta que al fin se logre realizar la unión de la relatividad y la física de los quanta. Se calcula que en 1987 al celebrarse el segundo centenario de su muerte, su obra será probablemente apreciada en su justo valor.

Todavía no se ha pretendido dar ninguna explicación de este caso prodigioso. Actualmente circulan dos ediciones completas de sus obras, una en serbio y otra en inglés. En la correspondencia ya publicada (colección Bestermann) entre Bascovich y Voltaire, encontramos, entre otras ideas modernas:

- La creación de un año geofísico internacional.

- La transmisión del paludismo por los mosquitos.

- Las aplicaciones posibles del caucho (idea puesta en práctica por La Condamine, jesuita amigo de Boscovich).

- La existencia de planetas alrededor de estrellas distintas a nuestro Sol.

- La imposibilidad de localizar el psiquismo en una región determinada del cuerpo.

- La conservación del «grano de cantidad» de movimiento en el mundo: es la constante de Planck, anunciada en 1958.

Boscovich atribuye una importancia considerable a la alquimia y da traducciones claras y científicas del lenguaje alquimista. Para él, por ejemplo, los cuatro elementos, Tierra, Agua, Fuego y Aire sólo se distinguen por la disposición particular de las partículas sin masa ni peso que los constituyen, lo que coincide con la investigación de vanguardia sobre la ecuación universal.

Otra cosa no menos alucinante de Boscovich es su estudio sobre los accidentes de la Naturaleza. En él encontramos ya la mecánica estadística del sabio americano Willard Gibbs, propuesta a finales del siglo XIX y no admitida hasta el XX. También descubrimos una explicación moderna de la radiactividad (perfectamente desconocida en el siglo XVIII) por una serie de excepciones a las leyes naturales: lo que nosotros llamamos «penetraciones estadísticas en las barreras de potencial».

¿Por qué esta obra extraordinaria no influyó en el pensamiento moderno? Porque los filósofos y sabios alemanes que dominaron en el campo de la investigación hasta la guerra de 1914-1918, eran partidarios de las estructuras continuas, mientras que los conceptos de Boscovich se fundaban esencialmente en la idea de discontinuidad. Porque los estudios en bibliotecas y los trabajos históricos sobre Boscovich, el gran viajero de obra dispersa, y cuyos orígenes se sitúan en un país continuamente agitado, no pudieron emprenderse sistemáticamente hasta muy tarde. Cuando se haya podido reunir la totalidad de sus escritos, cuando los testimonios de sus contemporáneos hayan sido hallados y clasificados, ¡qué extraña, inquietante y emocionante figura aparecerá ante nosotros!

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VII

PARADOJAS E HIPÓTESIS SOBRE EL HOMBRE DESPIERTO

Por qué nuestras tres historias han defraudado a los lectores.- No sabemos nada serio sobre la levitación, la inmortalidad, etcétera.-Sin embargo, el hombre tiene el don de ubicuidad, ve a distancia, etc.-¿A qué llaman ustedes una máquina?- Cómo pudo nacer el primer hombre despierto.-Sueño fabuloso, pero razonable, sobre las civilizaciones desaparecidas.- Apólogo de la pantera.-La escritura de Dios.

Estos casos son claros. Sin embargo, corren el riesgo de defraudar al lector. Y es que la mayoría de los hombres prefieren las imágenes a los hechos. Andar sobre las aguas es la imagen de dominar el movimiento; detener el Sol es la imagen de triunfar del tiempo. Dominar el movimiento, triunfar del tiempo, son acaso hechos reales, posibles, en el seno de una conciencia cambiada, en el interior de un espíritu poderosamente acelerado. Y estos hechos pueden, sin duda, engendrar mil consecuencias considerables en la realidad tangible, en la técnica, en las ciencias, en las artes. Pero la mayoría de los hombres, en cuanto se les habla de un estado de conciencia distinto, quieren ver a gente que anda sobre las aguas, que detiene el sol, que pasa a través de los muros o que parece tener veinte años cuando tiene ochenta. Para empezar a creer en las infinitas posibilidades del espíritu despierto, esperan que la parte infantil de su inteligencia, que da crédito a imágenes y leyendas, haya encontrado excusa y satisfacción.

Pero hay más. En presencia de casos como los de Ramanuján, Cayce o Boscovich, uno se niega a pensar que se trate de espíritus diferentes. Se admite solamente que espíritus como los nuestros han tenido el privilegio de «subir más alto que de costumbre» y que, «allá arriba», han obtenido ciertos conocimientos. Como si existiese algún lugar en el Universo, una especie de almacén anexo de la medicina, de las matemáticas, de la poesía o de la física, en el cual se abastecen algunas inteligencias campeonas de altura. Esta visión absurda tranquiliza.

Por el contrario, a nosotros nos parece que Cayce, Ramanuján y Boscovich son espíritus que se han quedado aquí (¿adonde ir?), entre nosotros, pero que han funcionado a una velocidad extraordinaria. No se trata de diferencia de nivel, sino de diferencia de velocidad. Lo mismo diremos de los más grandes espíritus místicos. En física nuclear como en psicología, los milagros están en la aceleración. Entendemos que el tercer estado de conciencia o estado de alerta, debe ser estudiado partiendo de aquella noción.

Sin embargo, si este estado de alerta es posible, si no es un don venido del cielo, un favor de algún dios, sino que, por el contrario, está contenido en el equipo del cerebro y del cuerpo, este equipo, una vez puesto en funcionamiento, ¿no puede modificar en nosotros otras cosas distintas de la inteligencia? Si el estado de alerta es una propiedad de algún sistema nervioso superior, esta actividad debería poder actuar en todo el cuerpo, darle poderes extraños. Todas las tradiciones atribuyen al estado de alerta ciertos poderes: la inmortalidad, la levitación, la telequinesia, etc. Pero, estos poderes, ¿son sólo imágenes de lo que puede el espíritu cuando ha cambiado de estado, en el terreno del conocimiento? ¿O bien son realidades? Hay algunos casos probables de levitación115. En lo que atañe a la inmortalidad, no hemos dilucidado el caso Fulcanelli. Es todo lo que podemos decir seriamente al respecto. No poseemos ninguna prueba experimental. Nos atrevemos, incluso, a decir que no nos interesa mayormente. No nos atrae lo chocante, sino lo fantástico. Por lo demás, esta cuestión de los poderes paranormales merecería ser abordada de otra manera. No desde el punto de vista de la lógica cartesiana (que Descartes, si viviera hoy, se habría apresurado a repudiar), sino desde el de la ciencia abierta contemporánea. Contemplemos las cosas con los ojos del hombre de fuera que desembarca en nuestro planeta: la levitación existe, la visión a distancia

115 Véase: La levitación, por el R. P. Olivier Leroy. Éditions du Cerf, París.

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existe, el hombre tiene el don de ubicuidad, el hombre se ha apoderado de la energía universal. El avión, el radiotelescopio, la televisión, la pila atómica, existen. No son productos naturales: son creaciones del espíritu humano. Esta observación puede parecer pueril, pero es vivificante. Sería pueril atribuirlo todo al hombre solo. El hombre solo no tiene el don de ubicuidad, no vuela, no posee la visión a distancia, etcétera. En efecto, es la sociedad humana, no el individuo, quien tiene estos poderes. Pero la noción del individuo es acaso pueril, y la tradición, con sus leyendas, se expresaba tal vez en nombre del conjunto humano, en nombre del fenómeno humano.

« ¡No hablan ustedes en serio! ¡Nos están hablando de máquinas!»

Esto es lo que dirían, tanto los racionalistas que apelan a Descartes como los ocultistas que se amparan en la «tradición». Pero, ¿a qué se llaman máquinas? He aquí una nueva pregunta que merece ser mejor planteada.

Algunas líneas trazadas con tinta en un pergamino, ¿son una máquina? Pues bien, la técnica de los circuitos impresos, empleada corrientemente por la electrónica moderna, permite realizar un receptor de ondas compuesto de líneas trazadas con tintas, una de las cuales contiene grafito y la otra cobre.

Una piedra preciosa, ¿es una máquina? No, responde el coro. Sin embargo, la estructura cristalina de una piedra preciosa es una máquina compleja, y utilizamos el diamante como detector de las radiaciones atómicas. Cristales artificiales, los transistores, sustituyen a la vez a las lámparas electrónicas, a los transformadores, a las máquinas giratorias eléctricas del tipo conmutadoras para elevación de voltaje, etc.

El espíritu humano, en sus creaciones técnicas más útiles y más eficaces, emplea medios cada vez más simples.

«Juegan ustedes con las palabras -protesta el ocultista-. Yo hablo de manifestaciones del espíritu humano sin intermediario de clase alguna.»

Pero es él quien juega con las palabras.

Nadie ha registrado jamás una manifestación del espíritu humano que no haya empleado alguna máquina. La idea de «el espíritu en sí» es una perniciosa fantasmagoría. El espíritu humano en acción utiliza una máquina completa, puesta a punto en tres mil millones de años de evolución: el cuerpo humano. Y este cuerpo no está solo jamás, no existe solo: está atado a la Tierra y al Cosmos entero por mil lazos materiales y energéticos.

No lo sabemos todo del cuerpo. No conocemos todas sus relaciones con el Universo. Nadie podría decir cuáles son los límites de la máquina humana, y cómo podría emplearla un espíritu que aprovechase hasta el máximo sus posibilidades.

No lo sabemos todo sobre las fuerzas que circulan en lo más profundo de nosotros y a nuestro alrededor, en la Tierra, alrededor de la Tierra, en el vasto Cosmos.

Nadie sabe cuáles son las fuerzas naturales simples, todavía insospechadas y, sin embargo, al alcance de la mano, que un hombre dotado de una conciencia despierta, con una visión de la Naturaleza más directa que la de nuestra inteligencia lineal, podría utilizar.

Fuerzas naturales simples. Consideremos una vez más las cosas con la mirada bárbara y lúcida del ser venido de fuera: nada más sencillo, más fácil de realizar, que un transformador eléctrico. Los egipcios de la más remota antigüedad habrían podido construirlo, si hubiesen conocido la teoría electromagnética.

Nada más fácil que la liberación de la energía atómica. Basta disolver una sal de uranio pura en agua pesada, y se puede obtener el agua pesada destilando el agua ordinaria durante veinticinco o cien años.

La máquina de predecir las mareas, de Lord Kelvin (1893), de donde nacieron nuestros calculadores analógicos y toda nuestra cibernética, fue construida con poleas y trozos de cordel. Los sumerios habrían podido realizarla.

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He aquí un punto de vista que presta dimensiones nuevas al problema de las civilizaciones desaparecidas. Si hubo en el pasado hombres que alcanzaron el estado de alerta, y si no aplicaron solamente sus poderes a la religión, a la filosofía y a la mística, sino también al conocimiento objetivo y a la técnica, es perfectamente natural, racional y razonable admitir que pudieron hacer «milagros», incluso con los más sencillos aparatos116.

Un hombre, un sabio -nos cuenta Jorge Luis Borges-, había consagrado toda su vida a buscar, entre los innumerables signos de la Naturaleza, el nombre inefable de Dios, la cifra del gran secreto. De tribulación en tribulación, es detenido por la Policía de un príncipe y condenado a ser devorado por una pantera. Lo meten en una jaula. Al otro lado de la reja que van a levantar dentro de un instante, la fiera se prepara para el festín. Nuestro sabio contempla a la bestia, y he aquí que al observar las manchas de su piel, descubre a través del ritmo de las formas, el número, el nombre que tanto y en tantos lugares había buscado. Entonces sabe por qué va a morir, y que morirá exaltado... y que esto no es morir.

El Universo nos devora o nos entrega su secreto, según que sepamos o no contemplarlo. Es muy probable que las leyes más sutiles y más profundas de la vida y del destino de todo lo creado estén inscritas claramente en el mundo material que nos rodea, que Dios haya grabado su escritura en las cosas, como la grabó para nuestro sabio en la piel de la pantera, y que baste con una cierta mirada... El hombre despierto tendría esta cierta mirada.

116 Si la mayoría de los arqueólogos están de acuerdo en negar totalmente la existencia en el pasado de civilizaciones avanzadas y que disponían de medios materiales poderosos, la posibilidad de la existencia, en todas las épocas de la Humanidad, de un reducido porcentaje de seres despiertos que utilizaran las fuerzas naturales con «los medios de a bordo», difícilmente puede ser discutida.

Pensamos incluso que un examen metódico de los datos arqueológicos e históricos confirmarían esta hipótesis.

¿Cómo habría comenzado este despertar?

Desde luego, se pueden invocar las intervenciones de Fuera. También se puede imaginar una interpretación puramente materialista, racionalista.

Quisiéramos proponer esta interpretación. La física de los rayos cósmicos descubrió hace ya años lo que llama acontecimientos extraordinarios. Se llama «acontecimientos» en física cósmica a la colisión entre una partícula procedente del espacio y nuestra materia.

En 1957, según apuntamos en nuestro estudio sobre la alquimia, se detectó una partícula excepcional de una energía fantástica (energía que alcanzó 1018 electrón-voltios, mientras que la fisión del uranio sólo produce 2 X 108).

Admitamos que sólo una vez, desde que nació la Humanidad, una de estas partículas haya chocado con un cerebro humano. Quién sabe si las enormes energías desprendidas no pudieron producir una activación y si no nacería así el primer «hombre despierto».

Este hombre habría podido descubrir y aplicar técnicas para transmitir el estado de alerta. Esta técnica se habría prolongado hasta nuestra época bajo formas diversas y la Gran Obra de los Alquimistas, la Iniciación, serían acaso algo más que leyendas.

Evidentemente, nuestra hipótesis no es más que una hipótesis. No parece experimentalmente comprobable, puesto que no se puede siquiera concebir un acelerador artificial que produjese tan formidables, tan fantásticas energías. Todo lo que podemos decir es que el gran sabio inglés Sir James Jeans escribió: «Tal vez ha sido la radiación cósmica la que ha hecho el hombre del mono.» (Esta cita es de su libro El misterioso Universo, Hermann, ed. 1929.)

No hacemos más que completar estas ideas con datos modernos que Sir James Jeans ignoraba y que nos permiten escribir: «Acaso son los acontecimientos cósmicos excepcionales de energías fantásticas, los que han hecho del hombre el superhombre.»

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VIII

ALGUNOS DOCUMENTOS SOBRE EL ESTADO DE ALERTA

Una antología por hacer.-Palabras de Gurdjieff. Mi paso por la escuela del despertar.-Un relato de Raymond Abellio.- Consideraciones de René Alleau sobre el estado de conciencia superior.-Un admirable texto de Gustav Meyrinck, genio desconocido.

Si existe un estado de alerta, falta un piso al edificio de la psicología moderna. Vamos a presentarles cuatro documentos que, no obstante, pertenecen a nuestra época. No los hemos elegido, porque nos ha faltado tiempo para hacer una verdadera selección. Todavía no se ha establecido una antología de los testimonios y estudios modernos sobre el estado de alerta. Sería muy útil, porque restablecería las comunicaciones con la tradición. Mostraría la permanencia de lo esencial en nuestro siglo. Iluminaría ciertos caminos del porvenir. Los literatos encontrarían en ella una clave, los investigadores de ciencias humanas recibirían un estímulo, los sabios verían en ella el hilo que discurre a través de todas las grandes aventuras del espíritu y se sentirían menos aislados. Naturalmente, al reunir estos documentos que se hallaban al alcance de nuestra mano, no pretendíamos tanto. Queremos aportar solamente unas breves indicaciones sobre una psicología posible del estado de alerta en sus formas elementales.

Encontramos, pues, en este capítulo:

1° Extractos de párrafos del jefe de escuela Georges Ivanovich Gurdjieff, recogidos por el filósofo Ouspensky.

2° Mi propio testimonio sobre mis tentativas para ponerme en el camino del estado de alerta bajo la dirección de los instructores de la escuela Gurdjieff.

3° El relato que hace el novelista y filósofo Raymond Abellio de una experiencia personal.

4° El texto más admirable, a nuestro entender, de toda la literatura moderna sobre este estado. Está sacado de una novela desconocida del poeta y filósofo alemán Gustav Meyrinck, cuya obra no ha sido traducida al francés, salvo Visage Ven y Le Golem. La misma se remonta a las cumbres de la intuición mística.

I. PALABRAS DE GURDJIEFF

«Para comprender la diferencia entre los estados de conciencia, es preciso que volvamos al primero, que es el sueño. Es éste un estado de conciencia totalmente subjetivo. El hombre queda sumido en sus sueños, y poco importa que conserve o no su recuerdo. Aun en el caso de que algunas impresiones reales lleguen hasta el durmiente, tales como sonidos, voces, calor, frío, y sensaciones de su propio cuerpo, sólo provocan en él imágenes fantásticas. Después, el hombre se despierta. A primera vista, es un estado de conciencia completamente distinto. Puede moverse, hablar con otras personas, hacer proyectos ver los peligros, evitarlos, y así sucesivamente. Parece razonable pensar que se encuentra en una situación mejor que cuando estaba dormido. Pero, si calamos un poco más hondo, si arrojamos una mirada a su mundo interior, a sus pensamientos, a las causas de sus acciones, comprenderemos que se halla casi en el mismo estado que cuando dormía. Incluso peor, porque, durante el sueño, permanece pasivo, lo que equivale a decir que no Puede hacer nada. Por el contrario, en el estado de vigilia puede actuar continuamente, y el resultado de sus acciones repercutirá sobre él y sobre los que le rodean. Sin embargo, no se acuerda de sí mismo. Es una máquina, todo le viene de fuera. No puede detener la corriente de sus ideas, no puede dominar su imaginación, sus emociones, su atención. Vive en el mundo subjetivo del "yo amo", "yo

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no amo", "esto me gusta", "esto me disgusta", "deseo" "no deseo", es decir, en un mundo hecho de lo que cree amar o no amar, desear o no desear. No ve el mundo real. Se lo oculta el muro de su imaginación. Vive en el sueño. Duerme. Y lo que llama su "conciencia lúcida" no es más que sueño... y un sueño mucho más peligroso que el de la noche, en su lecho.

»Consideremos algunos acontecimientos de la vida de la Humanidad. Por ejemplo, la guerra. En este momento hay guerra. ¿Qué quiere decir esto? Significa que muchos millones de durmientes se esfuerzan en destruir a muchos millones de durmientes. Cosa que no harían, naturalmente, si despertaran. Todo lo que ocurre actualmente es debido a aquel sueño.

»Estos dos estados de conciencia, sueño y vigilia, son igualmente subjetivos. Sólo empezando a acordarse de sí mismo puede el hombre realmente despertar. Entonces, toda la vida toma a su alrededor un sentido diferente. La ve como una vida de gente dormida, una vida de sueño. Todo lo que dice la gente todo lo que hace, lo dice y lo hace en sueños. Nada de ello puede tener, pues, el menor valor. Sólo el despertar y lo que conduce al despertar tienen un valor real.»

« ¿Cuántas veces me habéis preguntado si sería posible evitar las guerras? Ciertamente, sería posible. Bastaría con que la gente despertase. Esto parece ser muy poca cosa. Por el contrario, nada hay más difícil, puesto que el sueño es provocado y mantenido por toda la vida ambiente, por todas las condiciones del ambiente.

» ¿Cómo despertar? ¿Cómo librarnos de aquel sueño? Estas preguntas son las más importantes, las más vitales que puede formularse un hombre. Pero, antes de hacérselas, deberá convencerse del hecho mismo de su sueño. Y no le será posible convencerse más que tratando de despertarse. Cuando haya comprendido que no se acuerda de sí mismo y que el recuerdo de sí mismo significa un despertar hasta cierto punto, y cuando haya visto por experiencia lo difícil que es acordarse de sí mismo, comprenderá que el deseo de despertar no basta para lograrlo. Hablando con mayor rigor, diremos que un hombre no puede despertarse por sí mismo. Pero, si veinte hombres convienen en que el primero de ellos que lo haga despertará a los demás, tienen ya una posibilidad de conseguirlo. Sin embargo, incluso esto es insuficiente, porque los veinte hombres pueden dormirse al mismo tiempo y soñar que se despiertan. Por consiguiente, no basta. Se necesita más. Los veinte hombres deben estar vigilados por otro hombre que no esté dormido o que no se duerma tan fácilmente como los demás, o que se duerma conscientemente cuando sea posible, cuando no pueda resultar de ello ningún mal para él ni para los otros. Deben encontrar este hombre y contratarle para que les despierte e impida que vuelvan a caer en el sueño. Sin esto, es imposible despertar.

»Es posible pensar durante un millar de años, es posible escribir bibliotecas enteras, inventar millones de teorías, y todo esto en pleno sueño, sin ninguna posibilidad de despertar. Por el contrario, estas teorías y estos libros escritos o fabricados por los durmientes, tendrán por único efecto arrastrar al sueño a otros hombres, y así sucesivamente.

»No hay nada nuevo en la idea de sueño. Casi desde la creación del mundo, se ha dicho a los hombres que estaban dormidos y que debían despertar. Cuántas veces por ejemplo, leemos en el Evangelio: "Despertaos", "velad", "no os durmáis". Incluso los discípulos de Cristo dormían en el huerto de Getsemaní, mientras su Maestro oraba por última vez. Con esto queda dicho todo. Pero, ¿lo comprenden los hombres? Lo toman por una figura retórica, por una metáfora. No ven en absoluto que hay que tomarlo al pie de la letra. Y aun en esto es fácil comprender la razón. Tendrían que despertar un poco, o al menos intentarlo. Hablo en serio cuando digo que a menudo me han preguntado por qué los Evangelios no hablan jamás del sueño... Y éste se cita en todas sus páginas. Lo cual demuestra sencillamente que la gente lee el Evangelio durmiendo.»

«En términos generales, ¿qué hace falta para despertar a un hombre dormido? Se precisa una buena impresión. Pero, cuando el sueño es profundo, una sola impresión no es bastante. Se requiere un largo período de impresiones incesantes. Por consiguiente, se necesita alguien que las produzca. Ya he dicho que el hombre deseoso de despertar debe contratar a un ayudante que se encargue de

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sacudirle durante largo tiempo. Pero, ¿a quién puede contratar, si todo el mundo duerme? Toma a alguien para que le despierte, y éste a su vez se queda dormido. ¿Cuál puede ser su utilidad? En cuanto al hombre capaz de mantenerse realmente despierto, probablemente se negará a perder su tiempo despertando a los otros: puede tener otros trabajos mucho más importantes para él.

«También existe la posibilidad de despertarse por medios mecánicos. Se puede emplear un despertador. Lo malo es que uno se acostumbra pronto a los despertadores, de varios sonidos. El hombre debe rodearse materialmente de despertadores que le impidan dormir. Y todavía en esto existen dificultades. El despertador debe ser montado; para ello es indispensable acordarse de él; para acordarse de él, es preciso despertar. Pero he aquí lo peor: el hombre se acostumbra a todos los despertadores, y, al cabo de algún tiempo, aún duerme con ellos. Por consiguiente, hay que cambiar continuamente los despertadores, inventar otros nuevos. Con el tiempo, esto puede ayudar al hombre a despertar. Ahora bien, existen muy pocas probabilidades de que realice todo este trabajo de inventar, de montar y de cambiar todos los despertadores por sí mismo, sin ayuda exterior. Es mucho más probable que, comenzado su trabajo, no tarde en dormirse, y que, en su sueño, sueñe que inventa despertadores, que los monta y que los cambia... y, como ya he dicho, con ello dormirá aún mejor.

»Luego, para despertar, se requiere todo un conjunto de esfuerzos. Es indispensable que haya alguien que despierte al durmiente; es indispensable que haya alguien que vigile al encargado de despertarle; tiene que haber despertadores, y hay que inventar constantemente otros nuevos.

»Pero, para llevar a buen término esta empresa y obtener resultados de ella, varias personas deben trabajar juntas.

»Un hombre solo, nada puede hacer.

»Antes que nada, tiene necesidad de ayuda. Un hombre solo no puede tener un ayudante. Los que son capaces de ayudar valoran su tiempo a muy alto precio. Naturalmente, prefieren ayudar a veinte o treinta personas deseosas de despertar, que a una sola. Además, como ya he dicho, el hombre puede muy bien equivocarse sobre su despertador, tomar por vigilia lo que no es más que un nuevo sueño. Si varias personas deciden luchar juntas contra el sueño, se despertarán mutuamente. A menudo ocurrirá que veinte de ellas dormirán, pero la veintiuno se despertará y despertará a las otras. Lo mismo puede decirse de los despertadores. Un hombre inventará un despertador, otro hombre inventará otro, después de lo cual podrán hacer un intercambio. Todos juntos pueden prestarse una gran ayuda, y, sin esta ayuda mutua, ninguno de ellos puede lograr nada.

»Así, pues, el hombre que quiere despertar debe buscar otras personas que quieran lo mismo, con el fin de trabajar junto a ellas. Pero esto cuesta menos de decir que de hacer, porque la puesta en marcha de tal labor y su organización requieren un conocimiento que el hombre corriente no posee. Tiene que organizarse el trabajo, y tiene que haber un jefe. Sin estas condiciones, el trabajo no puede dar los resultados apetecidos, y todos los esfuerzos serán en vano. La gente podrá torturarse; pero estas torturas no la despertarán. Nada parece más difícil de comprender por ciertas personas. Pueden ser capaces de grandes esfuerzos por sí mismas y por propia iniciativa, pero nada es capaz de persuadirlas de que sus primeros sacrificios deben consistir en obedecer a otra persona.

»No quieren reconocer que todos sus sacrificios, en este caso, no sirven para nada.

»El trabajo debe ser organizado. Y sólo puede serlo por un hombre que conozca sus problemas y sus fines, que conozca sus métodos, por haber pasado él mismo, en su tiempo, por tal trabajo organizado.»

Estos párrafos de Gurdjieff han sido transcritos en

la obra de P. D. Ouspensky: Fragments d'un Enseignement

Inconnu. Ed. Stock, París, 1950.

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II. -MIS PRINCIPIOS EN LA ESCUELA DE GURDJIEFF

«Tome un reloj -nos decía- y contemple la saeta larga, procurando conservar la percepción de sí mismo y de concentrarse en la idea: "Yo soy Louis Pauwels y estoy aquí en este momento." Procure no pensar más que esto; siga sencillamente el movimiento de la saeta larga conservando la conciencia de sí mismo, de su nombre, de su existencia y del lugar en que se encuentra.»

Al principio, esto parece sencillo e incluso un poco ridículo. Naturalmente, puedo conservar presente en mi espíritu la idea de que me llamo Louis Pauwels y de que estoy aquí, en este momento, mirando cómo se desplaza muy lentamente la saeta grande de mi reloj. Pero no tardo en darme cuenta de que esta idea no permanece mucho tiempo inmóvil en mí, que toma mis formas y que se desliza en todos los sentidos, como los objetos que pinta Salvador Dalí, transformados en barro movedizo. Pero, aun así, debo reconocer que no me piden que mantenga viva y fija una idea, sino una percepción. No me piden únicamente que piense que soy, sino que lo sepa, que tenga de este hecho un conocimiento absoluto. Ahora bien, siento que esto es posible y que podría producirse en mí, aportándome algo nuevo e importante. Descubro que mil pensamientos o sombras de pensamientos, mil sensaciones, imágenes y asociaciones de ideas totalmente ajenas al objeto de mi esfuerzo me asaltan sin cesar y me apartan de este esfuerzo. A veces, es la saeta la que capta toda mi atención, y, mirándola, me pierdo de vista. Otras veces, es mi cuerpo, una crispación de la pierna, un pequeño movimiento en el vientre, lo que me aparta de la saeta del reloj al propio tiempo que de mí mismo. Otras, creo haber detenido mi pequeño cine interior, eliminado el mundo exterior, sólo para acabar dándome cuenta de que acabo de sumirme en una especie de sueño en que la saeta ha desaparecido, en que yo mismo he desaparecido, y durante el cual siguen trenzándose unas en otras las imágenes, las sensaciones, las ideas, como detrás de un velo, como en un sueño que se despliega por su propia cuenta mientras yo duermo. Y otras, en fin, en una fracción de segundo, me encuentro contemplando la saeta, y soy yo totalmente, plenamente. Pero, en la misma fracción de segundo

me felicito de haberlo logrado; mi espíritu, si puedo decirlo así, aplaude, e inmediatamente mi inteligencia, al captar el éxito para alegrarse de él, lo compromete irremediablemente. En fin, que, despechado y más aún agotado, abandono el experimento precipitadamente, porque me parece que acabo de verme privado de aire hasta el extremo de mi resistencia. ¡Cuán largo me ha parecido! Sin embargo, no han transcurrido mucho más de dos minutos, y, en dos minutos, no he tenido una verdadera percepción de mí mismo más que en tres o cuatro imperceptibles relámpagos.

Debía, pues, admitir que casi nunca llegamos a tener conciencia de nosotros mismos, y que casi nunca tenemos conciencia de la dificultad de ser conscientes.

El estado de conciencia -nos decían- es, ante todo, el estado del hombre que sabe por fin que casi nunca es consciente y que, de esta manera, aprende poco a poco a conocer los obstáculos que dentro de sí mismo, se oponen a su esfuerzo. A la luz de este pequeñísimo ejercicio, sabéis ahora que un hombre puede, por ejemplo, leer un libro, aprobarlo, aburrirse, protestar o entusiasmarse, sin tener un solo segundo la conciencia de que es, y sin que, por tanto, nada de lo que lee se dirija verdaderamente a él mismo. Su lectura es un sueño que se suma a sus propios sueños, un discurrir en la perpetua corriente de la inconsciencia: pues nuestra conciencia verdadera puede estar -y está casi siempre- completamente ausente de cuanto hacemos, pensamos, queremos o imaginamos.

Entonces comprendo que hay muy poca diferencia entre el estado en que nos hallamos durante el sueño y el de vigilia ordinaria, cuando hablamos, obramos, etcétera. Nuestros sueños se han hecho invisibles, como las estrellas cuando se levanta el día, pero están presentes, y seguimos viviendo bajo su influencia. Hemos adquirido sólo, al despertar, una actitud crítica frente a nuestras propias sensaciones, pensamientos mejor coordinados, acciones más disciplinadas, más vivacidad de impresión, de sentimientos, de deseos: pero seguimos estando en la no-conciencia. No se trata del verdadero despertar, sino del «soñar despierto», y en este estado de «sueño despierto» se desarrolla

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casi toda nuestra vida. Nos enseñaban que era posible despertar del todo, adquirir el estado de conciencia de sí mismo. En este estado, según había podido entrever en el curso del ejercicio del reloj, podía tener un conocimiento objetivo del funcionamiento de mi pensamiento, del desarrollo de las imágenes, de las ideas, de las sensaciones, de los sentimientos y de los deseos. En este estado, podía intentar hacer un esfuerzo real para examinar, detener de vez en cuando, y modificar aquel desarrollo. Y este esfuerzo mismo -me decía- creaba en mí una cierta subsistencia. Este esfuerzo no me llevaba a esto o a aquello. Bastaba con que fuese para que se creara y se acumulara en mí la sustancia misma de mi ser. Me habían dicho que, al poseer un ser fijo, podría alcanzar la «conciencia objetiva», y que entonces me sería posible tener, no sólo de mí mismo, sino de los otros hombres de las cosas y del mundo entero, un conocimiento totalmente objetivo, un conocimiento absoluto.

Monsieur Gurdjieff, Ed. du Seuil,

París, 1954.

III. -RELATOS DE RAYMOND ABELLIO

«Cuando, en la actitud natural que es propia de la totalidad de los que existen, "veo" una casa, mi percepción es espontánea; es la casa lo que percibo y no mi propia percepción. Por el contrario, en la actitud "trascendental", percibo mi percepción misma. Pero esta percepción de la percepción alterna radicalmente el estado primitivo. El estado vivido, ingenuo en un principio, pierde su espontaneidad precisamente por el hecho de que la nueva reflexión toma por objeto lo que era primero estado y no objeto, y de que, entre los elementos de mi nueva percepción, figuran no solamente los de la casa como tal, sino también los de la percepción misma como flujo vivido. Y lo que importa esencialmente en esta "alteración" es que la visión concomitante que tengo, en este estado birreflexivo o mejor, reflexionado-reflexivo de la casa que fue mi motivo original, lejos de perderse, alejarse o confundirse por esta interposición de "mi" percepción segunda ante "su" percepción primaria, se encuentra paradójicamente intensificada, más clara, más presente, más cargada de realidad objetiva que antes. Nos encontramos aquí ante un hecho injustificable por el puro análisis especulativo: el de la transfiguración de la cosa como hecho de conciencia, el de su transformación como diremos más tarde, en «supercosa», el de su paso del estado de ciencia al estado de conciencia. Este hecho se desconoce generalmente, aunque sea el más chocante de toda experimentación fenomenológica real. Todas las dificultades con que tropieza la fenomenología vulgar y, desde luego, todas las teorías clásicas del "conocimiento", residen en el hecho de que consideran la pareja conciencia-conocimiento (o más exactamente, conciencia-ciencia) como capaz de abarcar por sí sola la totalidad de lo vivido, siendo así que habría que considerar en realidad la trilogía conocimiento-conciencia-ciencia, que es la única que permite un arraigo realmente ontológico de la fenomenología. Ciertamente, nada puede poner de manifiesto esta transformación, salvo la experiencia directa y personal del mismo fenomenólogo. Nadie puede pretender haber comprendido la fenomenología realmente trascendental si no ha practicado con éxito este experimento y no se ha visto él mismo "iluminado" por aquél. El dialéctico más sutil, el lógico más agudo, si no han vivido aquella experiencia y no han visto, por tanto, otras cosas debajo de las cosas, sólo podrán hilvanar discursos sobre la fenomenología, pero no asumir una actividad realmente fenomenológica. Tomemos un ejemplo más preciso. Desde lo más remoto de mi recuerdo, siempre he sabido distinguir los colores: el azul, el rojo, el amarillo. Los veían mis ojos, tenía de ellos la experiencia latente. Ciertamente, "mis ojos" no se preguntaban sobre ellos, y, por lo demás, ¿cómo habrían podido formular preguntas? Su función es ver, no verse viendo; pero mi cerebro mismo estaba como adormecido, no era en absoluto el ojo del ojo, sino una simple

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prolongación de este órgano. Así, decía solamente, y casi sin pensarlo: éste es un bello rojo, o un verde un poco apagado, o un blanco brillante. Un día, hace algunos años, paseando por los viñedos que se extienden en cornisa sobre el lago Leman y que constituyen uno de los más bellos escenarios del mundo, tan bello y tan vasto como el "Yo", que, a fuerza de dilatarse, se siente disuelto en él y bruscamente se recupera y se exalta, se produjo un acontecimiento súbito y para mí extraordinario. Yo había visto cien veces el ocre de la vertiente abrupta, el azul del lago, el violeta de los montes de Saboya y, al fondo, los glaciares resplandecientes del Gran-Combin. Supe por primera vez que jamás los había mirado. Sin embargo, vivía allí desde hacía tres meses. Desde el primer instante, ciertamente, este paisaje no había logrado disolverme, sino que lo que le respondía en mí no era más que una exaltación confusa. Cierto, el "Yo" del filósofo es más fuerte que todos los paisajes. El sentimiento punzante de la belleza no es más que la recuperación por el "Yo", que se fortifica con ello, de la distancia infinita que le separa de aquélla. Pero aquel día supe, bruscamente, que yo mismo creaba aquel paisaje, que nada era sin mí: "Soy yo quien te veo, y que me veo verte, y que, al verme, te hago." Este verdadero grito interior es el que lanza el demiurgo a raíz de "su" creación del mundo. No es sólo suspensión en un mundo "antiguo", sino proyección de uno "nuevo". Y en aquel instante, en efecto, el mundo fue de nuevo creado. Jamás había visto semejantes colores. Eran cien veces más intensos, más matizados, más "vivos". Supe que acababa de adquirir el sentido de los colores, que había renacido a los colores, que jamás, hasta entonces, había visto realmente un cuadro o penetrado en el Universo de la pintura. Pero supe también que, por esta llamada a sí de mi propia conciencia, por esta percepción de mi percepción, tenía la llave del mundo de la transfiguración, que no es un trasmundo misterioso, sino el mundo verdadero, aquel en que la Naturaleza nos tiene "exiliados". Nada de común, por cierto, con la atención. La transfiguración es plena, la atención no lo es. La transfiguración se conoce en su suficiencia cierta, la atención tiende a una suficiencia eventual. No puede decirse, entiéndase bien, que la atención sea vacía. Por el contrario, es no-vacía. Pero la no-vacuidad no es la plenitud. Cuando volví al pueblo aquel día, las gentes con quienes me cruzaba estaban en su mayoría "atentas" a su trabajo: sin embargo, todos me parecían sonámbulos.»

Raymond Abellio: Cahiers du Cercle d'Études

Metaphysiques. (Publicación interior, 1954.)

IV. EL ADMIRABLE TEXTO DE GUSTAV MEYRINCK

La llave que nos hará dueños de la naturaleza interior está oxidada desde el Diluvio.

Se llama: velar.

Velar lo es todo.

El hombre está firmemente convencido de que vela; pero, en realidad, está preso en una red de sueño y de sueños que ha tejido él mismo. Cuanto más se aprieta la red, mejor impera el sueño. Los que están sujetos por sus mallas son los durmientes que caminan por la vida como rebaños de ganado llevados al matadero, indiferentes y sin pensar.

Los soñadores sólo ven, a través de las mallas, un mundo enrejado, no perciben más que aberturas engañosas, obran en consecuencia y no saben que estos cuadros son simplemente los restos insensatos de un todo enorme. Estos soñadores no son, como tal vez tú crees, los fantasiosos y los poetas: son los trabajadores, los sin-reposo del mundo, los que están roídos por la locura de obrar. Se parecen a los torpes escarabajos laboriosos que suben a lo largo de un tubo liso para hundirse en él en cuanto han llegado arriba. Dicen que velan, pero lo que creen que es vida no es en realidad más que un sueño, determinado anticipadamente hasta en sus menores detalles y sustraído a la influencia de su voluntad.

Ha habido y hay todavía algunos hombres que sabían que soñaban, pioneros que avanzaron hasta

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las murallas detrás de las cuales se ocultaba el yo eternamente despierto: videntes como Descartes, Schopenhauer y Kant. Pero no poseían las armas necesarias para el asalto de la fortaleza, y su llamada a combate no despertó a los durmientes.

Velar lo es todo.

El primer paso hacia este fin es tan sencillo que un niño puede darlo. Sólo el que tiene el espíritu falseado ha olvidado cómo se anda y permanece paralizado sobre sus dos pies, porque no quiere prescindir de las muletas que ha heredado de sus predecesores.

Velar lo es todo.

¡Vela en todo lo que hagas! No te creas ya despierto. No, tú duermes y sueñas.

Reúne todas tus fuerzas y haz que por un instante resplandezca en todo tu cuerpo este sentimiento: ¡ahora, estoy en vela!

Si esto te da resultado, reconocerás en seguida que el estado en que te encontrabas te parece ahora un embotamiento y un sueño.

Éste es el primer paso vacilante del largo, larguísimo viaje que conduce de la servidumbre al todopoder.

Avanza de esta manera, de despertar en despertar.

No existe idea atormentadora que no puedas rechazar de esta manera. Se queda atrás y ya no puede alcanzarte. Te extiendes por encima de ella, como la copa de un árbol se eleva sobre las ramas secas.

El dolor se aleja de ti como las hojas muertas cuando esta vela se apodera igualmente de tu cuerpo.

Los baños helados de los brahmanes, las noches de vigilia de los discípulos de Buda y de los ascetas cristianos, los suplicios de los faquires hindúes, no son más que ritos esculpidos que indican que allí se elevaba el templo de aquellos que se esforzaban en velar.

Lee las Escrituras santas de todos los pueblos de la Tierra. Por todas ellas se desliza, como un hilo rojo, la ciencia oculta de la vela. Es la escala de Jacob, que combate toda la «noche» con el ángel del Señor, hasta que llega el «día» y obtiene la victoria.

Tienes que subir uno tras otro los peldaños del despertar, si quieres vencer a la muerte.

El escalón inferior se llama, ya, genio.

¿Cómo debemos llamar a los grados superiores? Permanecen ignorados por la muchedumbre y son tenidos por leyendas.

La historia de Troya fue tenida por leyenda, hasta que al fin un hombre tuvo el valor de excavar por sí mismo.

En este camino del despertar, el primer enemigo que encontrarás será tu propio cuerpo. Lucharás contigo hasta el primer canto del gallo. Pero si percibes el día del despertar eterno que te aleja de los sonámbulos que creen ser hombres y que ignoran que son dioses dormidos, entonces el sueño de tu cuerpo desaparecerá también y dominarás el Universo.

Entonces podrás hacer milagros, si así lo quieres, y no te verás obligado a esperar, como un humilde esclavo, que un cruel dios falso tenga la amabilidad de llenarte de presentes o de cortarte la cabeza.

Naturalmente, la felicidad del perro fiel, servir a un dueño, no existirá ya para ti; pero, sé franco contigo mismo: ¿querrías, incluso ahora, cambiarte con tu perro?

No te dejes asustar por el miedo de no alcanzar el fin de esta vida. El que ha encontrado este camino vuelve siempre al mundo con una madurez interior que le hace posible la continuación de su trabajo. Nace como «genio».

El sendero que te muestro está sembrado de acontecimientos extraños: ¡muertos que has conocido se levantarán y te hablarán! ¡No son más que imágenes! Se te aparecerán siluetas luminosas que te bendecirán. No son más que imágenes, formas exaltadas por tu cuerpo, el cual, bajo la influencia de la voluntad transformada, morirá de muerte magnífica y se convertirá en

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espíritu, como el hielo, alcanzado por el fuego, se disuelve en vapor.

Cuando te hayas desprendido del cadáver que hay en ti, sólo entonces podrás decir: ahora el sueño se ha alejado de mí para siempre.

Entonces se habrá cumplido el milagro en que los hombres no pueden creer -porque, engañados por sus sentidos, no comprenden que materia y fuerza son la misma cosa- y el milagro de que, incluso si te entierran, no habrá cadáver en tu ataúd.

Sólo entonces podrás diferenciar lo que es realidad de lo que es apariencia. Sólo encontrarás a aquél que haya emprendido el camino antes que tú.

Todos los demás son sombras.

Hasta allí no sabes si eres la criatura más feliz o la más desgraciada. Pero no temas nada. Ni uno de los que han tomado el sendero de la vigilia, aunque se haya extraviado, ha sido nunca abandonado por sus guías.

Quiero darte una señal por la que podrás reconocer si una aparición es realidad o sólo imagen: si se acerca a ti, si tu conciencia se turba, si las cosas del mundo exterior son vagas o desaparecen, desconfía. ¡Mantente en guardia! La aparición no es más que una parte de ti mismo. Si no la comprendes, es sólo un espectro, sin consistencia, un ladrón que consume una parte de tu vida.

Los ladrones que roban la fuerza del alma son peores que los ladrones del mundo. Te atraen como fuegos fatuos al pantano de una esperanza engañosa, para dejarte solo en las tinieblas y desaparecer para siempre.

No te dejes cegar por ningún milagro que parezca realizado en tu favor, por ningún nombre sagrado que se den, por ninguna profecía que formulen, aunque ésta se cumpla; son tus enemigos mortales, arrojados del infierno de tu propio cuerpo, y con los cuales luchas por el dominio.

Sabe que las fuerzas maravillosas que poseen son las tuyas propias desviadas por ellos para mantenerte en la esclavitud. No pueden vivir fuera de tu vida, pero, si los vences, se hundirán y se convertirán en instrumentos mudos y dóciles que podrás emplear según tus necesidades.

Son innumerables las víctimas que han hecho entre los hombres. Lee la historia de los visionarios y de los sectarios y aprenderás que el sendero que sigues está sembrado de cráneos.

Inconscientemente, la Humanidad ha levantado contra ellos una muralla: el materialismo. Esta muralla es una defensa infalible; es una imagen del cuerpo, pero es también un muro de prisión que te impide la vista.

Hoy andan dispersos, y el fénix de la vida interior resucita de las cenizas en que ha estado largo tiempo acostado como muerto, pero los buitres de otro mundo empiezan a batir las alas. Por esto te pones en guardia. La balanza en que deposites tu conciencia te mostrará cuándo puedes tener confianza en las apariciones. Cuando más despierta esté, tanto más pesará en tu favor.

Si un guía, un hermano de otro mundo espiritual, se te quiere aparecer, debe poder hacerlo sin despojar tu conciencia. Puedes acercar tu mano a su costado, como Tomás, el incrédulo.

Sería fácil evitar las apariciones y sus peligros. No tendrías que hacer más que comportarte como un hombre corriente. Pero, ¿qué ganarías con ello? Seguirías siendo un prisionero en la cárcel de tu cuerpo hasta que el verdugo «Muerte» te llevase al patíbulo.

El deseo de los mortales de ver los seres sobrenaturales es un grito que despierta incluso a los fantasmas del infierno, porque este deseo no es puro...; porque es avidez más que deseo, porque quiere «asir» de un modo cualquiera en vez de gritar para aprender a «dar».

Todos los que consideran la Tierra como una cárcel, todas las gentes piadosas que imploran la liberación, evocan sin darse cuenta el mundo de los espectros. Hazlo tú también. Pero conscientemente.

Para los que lo hacen inconscientemente, ¿existe una mano invisible que pueda sacarlos del pantano que los absorbe? Yo no lo creo así.

Cuando, en el camino del despertar, cruces el reino de los espectros, comprenderás poco a poco que son sencillamente ideas que puedes ver de pronto con tus ojos, porque el lenguaje de las formas

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es diferente del cerebro.

Entonces llega el momento en que se cumple la transformación: los hombres que te rodean se convertirán en espectros. Los que has amado se convertirán de golpe en larvas. Incluso tu propio cuerpo.

No se puede imaginar soledad más terrible que la del peregrino en el desierto, y quien no sabe encontrar el manantial de agua viva en él, se muere de sed.

Todo lo que te digo se encuentra en los libros de los hombres piadosos de todos los pueblos: el advenimiento de un nuevo pueblo, la vigilia, la victoria sobre el cuerpo y la soledad. Y, sin embargo, un abismo infranqueable nos separa de esas gentes piadosas: creen que se acerca el día en que los buenos entrarán en el paraíso y los malos serán arrojados en el infierno. Nosotros sabemos que llegará un tiempo en que muchos se despertarán y serán separados de los durmientes, que no pueden comprender lo que significa la palabra vela. Sabemos que no existe el bueno ni el malo, sino sólo el justo y el falso. Creen que velar significa mantener los sentidos lúcidos y los ojos abiertos durante la noche, de modo que el hombre pueda hacer sus oraciones. Nosotros sabemos que la vigilia es el despertar del Yo inmortal y que el insomnio del cuerpo es una consecuencia natural. Creen que el cuerpo debería ser abandonado y despreciado porque es pecador. Nosotros sabemos que no hay pecado, que el cuerpo es el principio de nuestra obra, y hemos bajado a la Tierra para convertirlo en espíritu. Creen que deberíamos vivir en la soledad con nuestro cuerpo para purificar el espíritu. Nosotros sabemos que nuestro espíritu debe ante todo ir a la soledad para transfigurar el cuerpo.

Tú debes elegir el camino a tomar: el nuestro o el suyo. Debes obrar según tu propia voluntad.

No tengo derecho a aconsejarte. Es más saludable tomar por propia decisión el fruto amargo de un árbol que ver colgado un fruto dulce aconsejado por otro.

Pero no hagas como muchos que saben que está escrito: examinarlo todo y conservar sólo lo mejor. Hay que andar, no examinar nada y retener lo primero que viene.

Gustav Meyrinck: De la novela Le Visage Vert,

traducida al francés por el doctor Etthofen y Mlle.

Perrenoud. «Ed. Emile-Paul Fréres», París, 1932.

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IX

EL PUNTO MÁS ALLÁ DEL INFINITO

Del surrealismo al realismo fantástico.-El Punto Supremo.- Desconfiad de las imágenes.-La locura de Georg Cantor.-El yogui y el matemático.-Una aspiración fundamental del espíritu humano.-Fragmento de una novela de Jorge Luis Borges.

En los capítulos precedentes he querido dar una idea de los estudios posibles sobre la realidad de otro estado de conciencia. En este otro estado, si es que existe, todo hombre dominado por el demonio del conocimiento encontraría tal vez una respuesta a la pregunta siguiente, que siempre acaba por formularse:

« ¿Es que no puede encontrarse un lugar, en mí mismo, desde el cual todo lo que me ocurre sea explicable inmediatamente, un lugar desde el cual todo lo que veo, sé o siento, pueda descifrarse en seguida, ya se trate del movimiento de los astros, de la disposición de los pétalos de una flor, de los movimientos de la civilización a que pertenezco, o de los movimientos más secretos de mi corazón? ¿Es que esta inmensa y loca ambición de comprender, que arrastro como a despecho de mí mismo a través de todas las aventuras de mi vida, no puede ser, un día, enteramente y de golpe saciada? ¿Es que no hay nada en el nombre, en mí mismo, un camino que conduzca al conocimiento de todas las cosas del mundo? ¿Es que no reposa en el fondo de mí la llave del conocimiento total?»

André Bretón, en el segundo manifiesto del Surrealismo, creyó poder responder definitivamente a esta pregunta: «Todo induce a creer que existe un cierto punto del espíritu, desde el cual la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser percibidos contradictoriamente.»

Desde luego, no pretendo aportar, a mi vez, una respuesta definitiva. Hemos querido sustituir los métodos más humildes y el aparato más pesado de lo que llamamos, Bergier y yo, «realismo fantástico». Voy, pues, a apelar, para estudiar esta cuestión, a varios planos del conocimiento. A la tradición esotérica. A las matemáticas de vanguardia. Y a la literatura moderna insólita. Realizar el estudio en planos diferentes (aquí, el plano del espíritu mágico, el plano de la inteligencia pura y el plano de la intuición poética), establecer comunicaciones entre éstos, verificar por comparación las verdades contenidas en cada estadio y hacer surgir, finalmente, una hipótesis en que se encuentren integradas estas verdades: éste es exactamente nuestro método. Nuestro grueso y tosco libro no es más que un principio de defensa y de ilustración de este método.

La frase de André Bretón: «Todo induce a creer...» data de 1930. Alcanzó un éxito extraordinario. Todavía hoy se la cita y comenta sin cesar. Y es que, en efecto, uno de los rasgos de la actividad del espíritu contemporáneo es el interés creciente por lo que se podría llamar: el punto de vista más allá del infinito.

Este concepto puebla las tradiciones más antiguas, igual que las matemáticas más modernas. Llenaba el pensamiento poético de Valéry, y uno de los más grandes escritores vivientes, el argentino Jorge Luis Borges, le ha consagrado su más bella y sorprendente novela117, dando a ésta el título significativo de El Aleph. Este nombre es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. En la Cabala, designa el En-Soph, el lugar del conocimiento total, el punto desde el cual el espíritu percibe de un solo golpe la totalidad de los fenómenos, de sus causas y de su sentido. Se dice, en numerosos textos, que esta letra tiene la forma de un hombre que muestra el cielo y la Tierra para indicar que el mundo de abajo es el espejo y el mapa del mundo de arriba. El punto Más

117 Publicada por la revista Les Temps Modernes en junio de 1957 y traducida del español por Paul Beníchou. Ofrecemos un fragmento de ella al final de este capítulo.

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Allá del Infinito es este punto supremo del segundo manifiesto del surrealismo, el punto Omega del padre Teilhard de Chardin y el remate de la Gran Obra de los alquimistas.

¿Como decir claramente este concepto? Intentémoslo. Existe en el Universo un punto, un lugar privilegiado, desde el cual se descubre el velo de todo el Universo. Observamos la creación con instrumentos, telescopios, microscopios, etc. Pero al observador le bastaría con hallarse en aquel lugar privilegiado: en un relámpago, se le aparecería el conjunto de los hechos, el espacio y el tiempo le serían revelados en la totalidad y la significación última de sus aspectos.

Para hacer sentir a los alumnos de la clase de sexto lo que podía ser el concepto de eternidad, un padre jesuíta de un célebre colegio se servía de la imagen siguiente: «Imaginad que la Tierra es de bronce y que una golondrina, cada mil años, la roza con un ala. Cuando toda la Tierra se haya desgastado de este modo, sólo entonces empezará la eternidad...» Pero la eternidad no es sólo la infinita longitud del tiempo. Es una cosa distinta de la duración. Hay que desconfiar de las imágenes. Sirven para transportar a un nivel de conciencia más bajo la idea que sólo puede respirar en otra altura. Entregan un cadáver al subsuelo. Las únicas imágenes capaces de transportar una idea superior son las que crean en la conciencia un estado de sorpresa, de extrañamiento, susceptible de elevar esta conciencia hasta el nivel en que vive la idea en cuestión, en que puede ser captada en toda su frescura y su fuerza. Los ritos mágicos y la verdadera poesía no tienen otra finalidad. Por esto no intentaremos dar una «imagen» de este concepto del punto Más Allá del Infinito. Preferimos remitir al lector al texto poético y magnífico de Borges.

Borges, en su novela, utilizó los trabajos de la Cabala, de los alquimistas, y las leyendas musulmanas. Otras leyendas, tan antiguas como la Humanidad, evocan este Punto Supremo, este lugar privilegiado. Pero la época en que vivimos tiene la particularidad de que el esfuerzo de la inteligencia pura, aplicada a una investigación ajena a toda mística y a toda metafísica, nos ha llevado a conceptos matemáticos que nos permiten racionalizar y comprender la idea de transfinito.

Los trabajos más importantes y más singulares se deben al genial Georg Cantor, que moriría loco. Estos trabajos son todavía discutidos por los matemáticos, algunos de los cuales pretenden que las ideas de Cantor son lógicamente indefinibles. A lo cual los partidarios del transfinito replican: « ¡Nadie nos arrojará del Paraíso abierto por Cantor!»

Resumiremos, a grandes rasgos, el pensamiento de Cantor. Imaginemos, sobre estas hojas de papel, dos puntos, A y B, distantes un centímetro uno de otro. Tracemos el segmento de recta que une A y B. ¿Cuántos puntos hay en este segmento? Cantor demuestra que hay más que un número infinito. Para llenar completamente el segmento, se necesita un número de puntos mayor que el infinito: el número aleph.

Este número es igual a todas sus partes. Si se divide el segmento en diez partes iguales, habrá tantos puntos en una de las partes como en todo el segmento. Si se construye un cuadrado, partiendo del segmento, habrá tantos puntos en el segmento como en la superficie del cuadrado. Si se construye un cubo, habrá tantos puntos en el segmento como en el volumen del cubo. Si se construye, partiendo del cubo, un sólido de cuatro dimensiones, un tessaract, habrá tantos puntos en el segmento como en el volumen de cuatro dimensiones del tessaract. Y así sucesivamente, hasta el infinito.

En esta matemática del transfinito, que estudia los aleph, la parte es igual al todo. Es una perfecta locura, si adoptamos el punto de vista de la razón clásica; sin embargo, es perfectamente demostrable. Igualmente demostrable es el hecho de que, si se multiplica un aleph por no importa qué número, se llega siempre al aleph. Y he aquí cómo las altas matemáticas contemporáneas coinciden con la Tabla de Esmeralda de Hermes Trismegisto («lo que está arriba es como lo que está abajo») y la intuición de los poetas como William Blake (todo el Universo contenido en un grano de arena).

No existe más que un modo de pasar más allá del aleph, y es elevarlo a la potencia aleph (sabido es que A elevado a B significa A multiplicado por A un número B de veces; aleph elevado a la

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potencia aleph es otro aleph).

Si llamamos cero al primer aleph, el segundo es aleph uno, el tercero es aleph dos, etc. Ya hemos dicho que aleph cero es el número de puntos contenidos en un segmento de recta o de un volumen. Se demuestra que aleph uno es el número de todas las curvas racionales posibles contenidas en el espacio. En cuanto a aleph dos, corresponde a un número que sería mayor que todo lo que se puede concebir en el Universo. No existen en el Universo objetos en número bastante para que, al contarlos, se llegue a un aleph dos. Y los aleph se extienden hasta el infinito. El espíritu humano logra, pues, desbordar el Universo, construir conceptos que el Universo no podrá llenar jamás. Es un atributo tradicional de Dios, pero jamás se había imaginado que el espíritu pudiese apoderarse de este atributo. Probablemente fue la contemplación de los aleph más allá del dos lo que volvió loco a Cantor.

Los matemáticos modernos, resistentes o menos sensibles al delirio metafísico manejan conceptos de este orden e incluso deducen de ellos ciertas aplicaciones. Algunas de éstas son de naturaleza tal que confunden el sentido común. Por ejemplo, la famosa paradoja de Banach y Tarski118.

Según esta paradoja, es posible tomar una esfera de dimensiones normales, por ejemplo, la de una manzana o de una pelota de tenis, cortarla en rodajas y volver a juntarlas en seguida, de manera que se obtenga una esfera más pequeña que un átomo o más grande que el Sol.

No se ha podido realizar físicamente la operación, porque el corte debe hacerse siguiendo superficies especiales que no tienen plano tangente y que la técnica no puede realizar eficazmente.

Pero la mayoría de los especialistas entienden que esta inconcebible operación es teóricamente aceptable, en el sentido de que, si bien estas superficies no pertenecen al Universo manejable, los cálculos efectuados sobre ellas se manifiestan justos y eficaces en el Universo de la física nuclear. Los neutrones se desplazan en las pilas según curvas que no tienen tangente.

Los trabajos de Banach y Tarski llegan a conclusiones que coinciden, de manera alucinante, con los poderes que se atribuyen los iniciados hindúes de la técnica Samadhi: declaran que les es posible crecer hasta alcanzar el tamaño de la Vía Láctea o contraerse hasta la dimensión de la menor partícula concebible. Más próximo a nosotros, Shakespeare pone en boca de Hamlet:

« ¡Oh Dios, quisiera estar encerrado todo entero en una cáscara de avellana y, sin embargo, irradiar en los espacios infinitos!»

Es posible, a nuestro entender, no impresionarnos ante la semejanza que existe entre esos lejanos ecos del pensamiento mágico y la lógica matemática moderna. En 1956, un antropólogo que participaba en un coloquio de parapsicología, en Royaumont, declaró: «Los siddhis yóguicos son extraordinarios, puesto que entre ellos figura la facultad de hacerse tan pequeño como un átomo o tan grande como un sol entero o como un Universo.» Entre las pretensiones extraordinarias, encontraremos hechos positivos, que todas las presunciones nos inclinan a creer verdaderos, y hechos como éstos, que nos parecen increíbles y más allá de toda clase de lógica. Pero hemos de pensar que este antropólogo ignoraba tanto el grito de Hamlet como las formas inesperadas que acaba de adoptar la lógica pura y más moderna: la lógica matemática.

¿Cual puede ser la significación profunda de estas correspondencias? Como siempre, en este libro nos limitaremos a formular hipótesis. La más novelesca y excitante, pero la menos «integrante» sería admitir que las técnicas Samadhi son reales, que el iniciado logra efectivamente hacerse tan pequeño como un átomo y tan grande como un sol, y que estas técnicas se derivan de conocimientos procedentes de antiguas civilizaciones que habrían dominado las matemáticas del transfinito. Para nosotros, en ello está una de las aspiraciones fundamentales del espíritu humano, que encuentra su expresión tanto en el yoga Samadhi como en las matemáticas de vanguardia de Banach y Tarski.

Si los matemáticos revolucionarios tienen razón, si las paradojas del transfinito son fundadas, se

118 Matemáticos polacos contemporáneos. Banach fue asesinado por los alemanes en Auschwitz. Tarski vive todavía y está actualmente traduciendo al francés su monumental tratado de lógica matemática.

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abren extraordinarias perspectivas ante el espíritu humano. Se puede concebir que existan en el espacio puntos aleph, como el descrito en la novela de Borges. En estos dos puntos se encuentra representado todo el continuo espacio-tiempo, y el espectáculo se extiende desde el interior del núcleo atómico hasta la galaxia más lejana.

Todavía se puede ir más lejos: se puede imaginar que, a consecuencia de manejos que afectarían a un tiempo a la materia, a la energía y al espíritu, cualquier punto del espacio puede convertirse en un transfinito. Si tal hipótesis corresponde a una realidad fisicopsicomatemática, tenemos la explicación de la Gran Obra de los alquimistas y del éxtasis supremo de ciertas religiones. La idea de un punto transfinito, desde el cual sería perceptible todo el Universo, es prodigiosamente abstracta. Pero no lo son menos las ecuaciones fundamentales de la relatividad, de las cuales se derivan, sin embargo, el cine hablado, la televisión y la bomba atómica. Por lo demás, el espíritu humano hace constantes progresos hacia niveles de abstracción cada vez más elevados. Paul Langevin hacía ya observar que el electricista del barrio manejaba perfectamente la noción, tan abstracta y tan delicada, de potencial, e incluso la había incorporado a su jerga; decía: «hay jugo».

Se puede incluso imaginar que, en un porvenir más o menos lejano, después de dominar estas matemáticas de lo transfinito, el espíritu humano logrará, ayudándose con ciertos instrumentos, construir alephs en el espacio, puntos transfinitos desde los cuales lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande se le aparezcan en su totalidad y en su última verdad. Así habría llegado a su fin la búsqueda tradicional de lo Absoluto. Es tentador soñar que la experiencia lo ha logrado ya en parte. Hemos evocado, en la primera parte de esta obra, la manipulación alquimista en el curso de la cual el adepto oxida la superficie de su baño fundido de metales. Cuando se desgarra la película de óxido, se verá aparecer sobre un fondo opaco la imagen de nuestra galaxia con sus dos satélites, las nubes de Magallanes. ¿Leyenda o realidad? En todo caso, se trataría de la evocación de un primer «instrumento transfinito» estableciendo contacto con el Universo por medios distintos de los proporcionados por

los instrumentos conocidos. Tal vez en forma parecida, los mayas, que ignoraban el telescopio, descubrieron Urano y Neptuno. Pero no nos perdamos en lo imaginario. Contentémonos con apuntar esta aspiración fundamental del espíritu, desdeñada por la psicología clásica, y con anotar también, a este respecto, los contactos entre antiguas tradiciones y una de las grandes corrientes matemáticas que impelan en la actualidad.

Veamos ahora lo que dice la novela de Borges: El Aleph.

«La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de hierro de la plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto Universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el Universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del "Club Hípico"; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el "pequinés" que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.

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»Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.

»Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los Poetas de Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más insignificante de tus saetas."

»El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.

»-Lo evoco -dijo con una animación algo inexplicable- en su gabinete de estudios, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...

»Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma.

»Tan ineptas me parecieron esas ideas tan pomposas y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin rédame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apostrofe.

»Le rogué que me leyera un pasaje aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de bloc estampadas con el membrete de la "Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur" y leyó con sonora satisfacción:

He visto, como el griego, las urbes de los hombres,

los trabajos, los días de varia luz, el hambre;

no corrijo los hechos, no falseo los nombres,

pero el voy age que narro, es... autour de ma chambre.

»-Estrofa a todas luces interesante -dictaminó-. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, el padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo

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está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero -¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma?-consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto, francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfadados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite, ¡sin pedantismo!, acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a La Odisea, la segunda a Los trabajos y los días, la tercera a la bagatela inmortal que nos deparan los ocios de la pluma del saboyano... Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!

«Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso. Nada memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura había colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema119.

»Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del Estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa:

Spena. A manderecha del postre rutinario

(viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)

se aburre una osamenta. -¿Color? Blanquiceleste-

que da al corral de ovejas catadura de osario.

»-¡Dos audacias-rió con exaltación-, rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo, se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector; se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.

119 Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira en que fustigó con rigor a los malos poetas:

Aqueste da al poema belicosa armadura.

de erudición; esotro le da pompas y galas.

Ambos baten en vano las ridículas alas...

¡Olvidaron, cuitados, el factor HERMOSURA!

Sólo el temor de crearse un ejército de enemigos implacables y poderosos lo disuadió (me dijo) de publicar sin miedo el poema.

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»Hacia medianoche me despedí.

»Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el protagonismo de Zunino y de Zungri -los propietarios de mi casa, recordarás- inaugura en la esquina: confitería que te importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa: el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que sin duda ya conocía) y me dijo con cierta severidad:

»-Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.

»Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio, de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lactinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos: luego, más benigno, los equiparó a esas personas "que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologo-manía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefacción del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica: el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Alvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Alvaro.

»Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Alvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz que, antes de abordar el tema del prólogo, describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Alvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicable me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Alvaro. Previ, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.

»A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente, nada ocurrió -salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.

»E1 teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbució que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.

»-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! -repitió, quizás

olvidando su pesar en la melodía.

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»No me fue muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los denunciaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.

»El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo de la casa había un aleph. Aclaró que un aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.

»-Está en el sótano del comedor -explicó, aligerada su dicción por la angustia-. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mi tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi al aleph.

»-¿El aleph? -repetí.

»-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, visto desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi aleph.

»Traté de razonar:

»-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano? -pregunté.

»-La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.

»-Iré a verlo inmediatamente.

»Corté antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de actos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña, de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.

»En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el retrato de Beatriz, en torpes colores. En aquel momento no podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:

»-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz para siempre, soy yo, soy Borges.

»¡ Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del aleph.

»-Una copita de seudocoñac -ordenó- y te zamparás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en e] decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo. ¡Fácil empresa! A los pocos minutos ves el aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!

»Ya en el comedor, agregó:

»-Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve

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podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.

»Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en su sitio preciso.

»-La almohada es humildosa -explicó-, pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.

«Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a una rendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el aleph.

»Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empiezo, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas; para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y la Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.

»En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del Universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto rojo (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa de Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, ni la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa de Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Birzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un

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invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la Tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el aleph, desde todos los puntos, vi en el aleph la tierra, y en la tierra otra vez el aleph y en el aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible Universo.

»Sentí infinita veneración, infinita lástima.

»-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman -dijo una voz aborrecida y jovial-. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che, Borges!

»Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En una brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucir:

»-Formidable. Sí, formidable.

»La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:

»-¿Lo viste todo bien, en colores?

»En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y le insté a aprovechar

la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli, que a nadie, ¡créame, que a nadie!, perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el aleph; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes médicos.

»En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.»

«Posdata del primero de marzo de 1934. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la "Editorial Procusto" no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido: Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura120. El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti; increíblemente, mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.

»Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cabala, esa letra significa el En-Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la Tierra, para indicar que el mundo es el espejo y es el mapa del Superior; para la Mengenlebre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro aleph; yo creo que el aleph de la calle Garay era un falso aleph.

»Doy mis razones. Hacia 1867, el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico;

120 «Recibí tu apenada congratulación», me escribió: «Bufas, mi lamentable amigo, de envidia, pero confesarás -¡aunque te ahogue!- que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja de las plumas; mi turbante, con el más califa de los rubíes.»

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en julio de 1942, Pedro Enríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el Universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres -la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal del Merlín, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faene Queene, III, 2, 19)- y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en El Cairo, saben muy bien que el Universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La mezquita data del siglo VIH; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha descrito Abenjaldún: "En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería."

» ¿Existe ese aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.»

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X

DESVARIO SOBRE LOS MUTANTES

El niño astrónomo.-Un acceso de fiebre de la inteligencia.- Teoría de las mutaciones.-El mito de los Grandes Superiores.-Los mutantes entre nosotros.-Del Horla a Leonard Euler.- ¿Una sociedad invisible de mutantes?-Nacimiento del ser colectivo.-El amor a lo que vive.

En el transcurso del invierno de 1956, el doctor J. Ford Thompson, psiquiatra del servicio de educación de Wolverhampton, recibió en su gabinete a un muchachito de siete años que preocupaba a sus padres y a su preceptor.

«Evidentemente, no tenía a su disposición las obras de los especialistas -escribe el doctor Thompson-. Y, si las hubiese tenido, ¿habría podido siquiera leerlas? Sin embargo, conocía las respuestas justas a problemas de astronomía de extremada complejidad.»

Impresionado por el examen de este caso, el doctor resolvió investigar sobre el nivel de inteligencia de los escolares y comenzó el examen de cinco mil niños en toda Inglaterra, con la ayuda del «Consejo Británico de Investigaciones Médicas» de los médicos de Harweil y de numerosos profesores de universidades. Después de dieciocho meses de trabajos, le pareció evidente que se producía «un brusco acceso de fiebre de la inteligencia».

«De los últimos noventa niños de siete a nueve años que interrogamos, veintiséis tenían un cociente intelectual de ciento cuarenta, lo que equivale al genio, o poco menos. Creo -prosigue el doctor Thompson-que el estroncio noventa, producto radiactivo que penetra en el cuerpo, puede ser responsable de ello. Este producto no existía antes de la primera explosión atómica.»

Dos sabios americanos, C. Brooke Worth y Robert K. Enders, en una importante obra titulada The Nature of Living Things, creen poder demostrar que la agrupación de los genes sufre actualmente una perturbación y que, por el efecto de influencias todavía misteriosas, está apareciendo una nueva raza de hombres, dotada de poderes intelectuales superiores. Se trata, naturalmente, de una tesis que hay que acoger con reservas. Sin embargo, Lewis Terman, después de haber estudiado durante treinta años a los niños prodigio, llega a las siguientes conclusiones:

«La mayoría de los niños prodigio perdían su cualidad al pasar a la edad adulta. Ahora parece que se convierten en adultos superiores, con una inteligencia sin parangón posible con los humanos de tipo corriente. Tienen una actividad treinta veces mayor que un hombre normal bien dotado. Su "índice de logros" está multiplicado por veinticinco. Su salud es perfecta, así como su equilibrio sentimental y sexual. En fin, se libran de las enfermedades psicosomáticas y, particularmente, del cáncer.» ¿Es esto cierto? Lo seguro es que asistimos a una aceleración progresiva, en el mundo entero, de las facultades mentales, en correspondencia, por lo demás, con las facultades físicas. El fenómeno es tan claro, que otro sabio americano, el doctor Sydney Pressey, de la Universidad de Ohio, acaba de formular un plan para la instrucción de los niños precoces, capaz, según él, de proporcionar trescientas mil altas inteligencias por año.

¿Se trata de una mutación en la especie humana? ¿Asistimos a la aparición de seres que se nos parecen exteriormente y que son, sin embargo, distintos? Éste es el formidable problema que vamos a estudiar. Lo cierto es que asistimos al nacimiento de un mito: el del mutante. El nacimiento de este mito, en nuestra civilización técnica y científica, no puede carecer de significación y de valor dinámico.

Antes de abordar este tema, conviene observar que el acceso febril de la inteligencia, comprobado entre los niños, trae consigo la idea sencilla, práctica, razonable, de un mejoramiento progresivo de la especie humana por la técnica. La técnica deportiva moderna ha demostrado que el

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hombre posee recursos físicos que aún están lejos de agotarse. Los experimentos en curso sobre el comportamiento del cuerpo humano dentro de los cohetes interplanetarios han revelado una resistencia insospechada. Los supervivientes de los campos de concentración pudieron medir la extrema posibilidad de defensa de la vida y descubrir recursos considerables en la acción recíproca de lo psíquico y lo físico. En fin, en lo que atañe a la inteligencia, el próximo descubrimiento de técnicas mentales y productos químicos capaces de activar la memoria, de reducir a poco más que nada el esfuerzo de aquélla, nos abre perspectivas extraordinarias. Los principios de la ciencia no son en modo alguno inaccesibles a un espíritu normal. Si se descarga al cerebro del estudiante del enorme esfuerzo de memoria que debe realizar, será totalmente posible enseñar la estructura del núcleo y de la tabla periódica de los elementos a los alumnos de segunda enseñanza y hacer comprender la relatividad y los quanta a un bachiller. Por otra parte, cuando los principios de la ciencia se propaguen de una manera masiva por todos los países, cuando se centuplique el número de los investigadores, la multiplicación de las ideas nuevas, su mutua fecundación, sus relaciones multiplicadas, producirán el mismo efecto que un aumento en el número de genios. Mejor aún, pues el genio es a menudo inestable y antisocial. Es probable, por lo demás, que una ciencia nueva, la teoría general de la información, permita en fecha próxima precisar cuantitativamente la idea que exponemos aquí de un modo cualitativo. Repartiendo equitativamente entre los hombres los conocimientos que ya posee la Humanidad, y fomentados los intercambios de manera que produzcan combinaciones nuevas, se aumentará el potencial intelectual de la sociedad humana con la misma rapidez y seguridad que si multiplicamos el número de genios.

Esta visión debe ser mantenida paralelamente a la visión más fantástica del mutante.

Nuestro amigo Charles-Noël Martin, en una extraordinaria comunicación, reveló los efectos acumulativos de las explosiones atómicas. Las radiaciones producidas en el curso de los experimentos desarrollan sus efectos en proporción geométrica. La especie humana se arriesgaría, pues, a ser víctima de mutaciones desfavorables. Además, desde hace cincuenta años, el radio se utiliza en todo el mundo sin un serio control. Los rayos X y ciertos productos químicos radiactivos se explotan en múltiples industrias. ¿En qué proporción y cómo afecta esta radiación al hombre moderno? Nada sabemos del sistema de las mutaciones. ¿No podrían producirse así mutaciones desfavorables? Al hacer uso de la palabra en una conferencia atómica de Ginebra, Sir Ernest Rock Carling, patólogo al servicio del Home Office, declaró: «Así podemos esperar que, en una proporción limitada de casos, estas mutaciones produzcan un efecto favorable y creen un niño genial. Aun a riesgo de provocar la extrañeza de la honorable concurrencia, afirmo que la mutación que nos dará un Aristóteles, un Leonardo da Vinci, un Newton, un Pasteur o un Einstein, compensará sobradamente los efectos menos afortunados en los otros noventa y nueve casos.»

Ante todo, una palabra sobre la teoría de las mutaciones.

A finales de siglo, A. Weismann y Hugo de Vriés renovaron la idea que se tenía de la evolución. El átomo, cuya realidad empezaba a descubrirse en el campo de la física, se había puesto de moda. Aquéllos descubrieron «el átomo de herencia» y lo localizaron en los cromosomas. La nueva ciencia de genética así creada actualizó los trabajos realizados en la segunda mitad del siglo XIX por el monje checo Gregor Mendel. Hoy parece indiscutible que la herencia es transformada por los genes. Éstos están fuertemente protegidos contra el medio exterior. Sin embargo, parece que las radiaciones atómicas, los rayos cósmicos y ciertos venenos violentos, como la colquicina, pueden alcanzarlo o hacer doblar el número de cromosomas. Se ha observado que la frecuencia de las mutaciones es proporcional a la intensidad de la radiactividad. Ahora bien, la radiactividad es hoy treinta y cinco veces superior a lo que era a principios de siglo. Luria y Debruck, en 1943, y Demerec, en 1945, nos proporcionaron ejemplos precisos de selección entre las bacterias por mutación genética por efecto de los antibióticos. En estos trabajos, vemos cómo se opera la

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mutación-selección tal como la había imaginado Darwin. Los adversarios de la tesis de Lamarck, Mitchurin y Lissenko, sobre la herencia de los caracteres adquiridos, parecen, pues, tener razón. Pero, ¿se puede generalizar pasando de las bacterias a las plantas, a los animales y al hombre? No nos parece dudoso. ¿Existe un control de mutaciones genéticas en la especie humana? Sí. He aquí un caso cierto:

Este caso está sacado de los archivos del hospital especial inglés de enfermedades infantiles, de Londres. El doctor Louis Wolf, director de este hospital, calcula que nacen en Inglaterra treinta mutantes fenilcetónicos por año. Estos mutantes poseen genes que no producen en la sangre determinados fermentos que actúan en la sangre normal. Un mutante fenilcetónico es incapaz de disociar la fenilalanina. Esta incapacidad hace al niño vulnerable a la epilepsia y al eccema, provoca en él una coloración gris cenicienta del cabello y hace al adulto propenso a las enfermedades mentales. Cierta raza fenilcetónica, al margen de la raza humana normal, vive, pues, entre nosotros... Aquí se trata de una mutación desfavorable: pero, ¿por qué negar la posibilidad de mutaciones favorables? Los mutantes podrían tener en su sangre productos susceptibles de mejorar su equilibrio físico y de aumentar su coeficiente de inteligencia muy por encima del nuestro. Podrían llevar en sus venas sedantes naturales que les pusiera al abrigo de los choques psíquicos de la vida social y de los complejos de angustia. Formarían, pues, una raza diferente de la humana y superior a ella. Psiquiatras y médicos observan lo que funciona mal. ¿Cómo observar lo que funciona más que bien?

En el orden de mutaciones hay que distinguir varios aspectos. La mutación celular que alcanza a los genes, que no tiene descendencia, nos es conocida en su forma desfavorable: el cáncer, la leucemia, son mutaciones celulares. ¿Hasta qué punto se podrían producir mutaciones celulares favorables, generalizadas en todo el organismo? Los místicos nos hablan de la aparición de una «carne nueva» de una «transfiguración».

La mutación genética desfavorable (caso de los fenilcetónicos) empieza también a sernos conocida. ¿En qué medida podría producirse una mutación favorable?

También aquí cabe distinguir dos aspectos del fenómeno, o, mejor, dos interpretaciones:

1° Esta mutación, esta aparición de otra raza podría deberse a la casualidad. La radiactividad, entre otras causas, podría originar la modificación de los genes de ciertos individuos. La proteína del gene, ligeramente afectada, dejaría de producir, por ejemplo, ciertos ácidos que son causa de la angustia. Entonces veríamos aparecer otra raza: la raza del hombre tranquilo, del hombre que no teme a nada, que no experimenta nada negativo, que va a la guerra tranquilamente, que mata sin inquietud, que goza sin complejos, una especie de autómata sin ninguna clase de temor interior. No es imposible que asistamos a la aparición de esta raza.

2° La mutación genética no se debería a la casualidad. Sería dirigida. Iría en el sentido de una asunción espiritual de la Humanidad. Sería el paso de un nivel superior. Los efectos de la radiactividad responderían a una voluntad dirigida hacia lo alto. Las modificaciones que evocábamos hace un instante no serían nada comparadas con lo que espera a la especie humana, sólo un ligero atisbo de los cambios venideros. La proteína del gen se vería afectada en su estructura total, y veríamos nacer una raza cuyo pensamiento estaría profundamente transformado, una raza capaz de dominar el tiempo y el espacio y de situar toda operación intelectual más allá del infinito. Hay, entre la primera y la segunda idea, la misma diferencia que entre el acero templado y el acero sutilmente transformado en banda magnética.

Esta última idea, creadora de un mito moderno del que se ha apoderado la ciencia-ficción, se halla curiosamente inscrita en todas las hojas de la espiritualidad contemporánea. Del lado de los luciferinos, hemos visto a Hitler creyendo en la existencia de los Grandes Superiores, y le hemos oído gritar:

«Voy a revelaros el secreto: la mutación de la raza humana ha empezado ya: existen seres sobrehumanos.»

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Del lado del hinduismo renovado, el maestro del Ashram de Pondichery, uno de los más grandes pensadores de la nueva

India, Sri Aurobindo Ghose, fundó su filosofía y sus comentarios de los textos sagrados sobre la certeza de una evolución ascendente de la Humanidad, realizándose por mutaciones.

Entre otras cosas, escribió: «La venida a esta tierra de una raza humana nueva -por prodigioso o milagroso que pueda parecer el fenómeno- puede convertirse en una cosa de práctica actualidad.» En fin, en el seno de un catolicismo abierto a la reflexión científica, Teilhard de Chardin afirmó que creía «en una derivación capaz de llevarnos hacia alguna forma Ultrahumana».

Peregrino del camino de lo extraño, más sensible que nadie al paso de corrientes de ideas inquietantes, testigo más que creador, pero testigo hiperlúcido de las aventuras extremas de la inteligencia moderna, el escritor André Bretón, padre del Surrealismo, no vaciló en escribir, en 1942:

«El hombre no es tal vez el centro, el punto de mira del Universo. Se puede llegar a creer que existen por encima de él, en la escala animal, seres cuyo comportamiento le es tan ajeno como puede ser el suyo al insecto o a la ballena. Nada se opone necesariamente a que otros seres escapen de modo perfecto a su sistema sensorial de referencias, gracias a un disfraz de la Naturaleza que se quiera, pero cuya posibilidad se desprende de la teoría de la forma y del estudio de los animales miméticos. No hay duda de que se ofrece a esta idea un gran campo de especulación, aunque aquélla tiende a colocar al hombre en las modestas condiciones de interpretación de su propio Universo propias del niño que se complace en imaginar una hormiga subterránea cuando acaba de aplastar con el píe un hormiguero. Considerando las perturbaciones del tipo ciclón en que el hombre no puede ser más que víctima o testigo, o del tipo guerra, respecto al cual se ofrecen nociones notoriamente insuficientes, no sería imposible, en el curso de una vasta obra que debería presidir siempre la inducción más atrevida, llegar a hacer verosímiles la estructura y la complexión de tales seres hipotéticos, que se manifiestan oscuramente en nosotros por el miedo y el sentimiento del azar.

»Creo que tengo que hacer notar que no me aparto sensiblemente del testimonio de Novalis: Vivimos en realidad en un animal del que somos parásitos. La constitución de este animal determina la nuestra, y viceversa, y que no hago más que mostrarme de acuerdo con la idea de William James: Quién sabe si no tenemos únicamente, en la Naturaleza, un pequeño lugar junto a seres por nosotros insospechados y distintos de los gatos y los perros que viven a nuestro lado en nuestras casas. Tampoco todos los sabios contradicen esta opinión: Acaso a nuestro alrededor circulan seres creados en el mismo plano que nosotros, pero diferentes; hombres, por ejemplo, cuyas albúminas son rectas. Así habla Emile Declaux, antiguo director del «Instituto Pasteur».

» ¿Un mito nuevo? ¿Hay que convencer a esos seres de que no son más que un espejismo, o hay que darles ocasión de manifestarse?»

¿Existen entre nosotros seres exteriormente parecidos a nosotros, pero cuyo comportamiento nos sería tan extraño «como el del insecto o de la ballena»? El sentido común responde que lo sabríamos, que si unos individuos superiores viviesen entre nosotros, tendríamos que verlos.

En nuestra opinión, John W. Campbell destruyó este argumento del sentido común en un editorial de la revista Astounding Science Fiction, publicado en 1941:

«Nadie va a visitar a su médico para decirle que se encuentra magníficamente. Nadie va a ver al psiquiatra para decirle que la vida es un juego fácil y delicioso. Nadie llama a la puerta de un psicoanalista para declararle que no padece ningún complejo. Las mutaciones desfavorables pueden observarse. Pero, ¿y las favorables?»

Sin embargo, objeta el sentido común, los mutantes superiores se harían notar por su prodigiosa actividad intelectual.

De ningún modo, responde Campbell. Un hombre genial perteneciente a nuestra especie, un

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Einstein, por ejemplo, publica los frutos de sus trabajos. Se hace notar. Y esto le vale muchas preocupaciones, hostilidad, incomprensión, amenazas y el destierro. Einstein, al final de su vida, declara: «Si lo hubiese sabido, me habría hecho fontanero.» Por encima de Einstein, el mutante es lo bastante inteligente para ocultarse. Guarda para sí sus descubrimientos. Vive una vida lo más discreta posible, tratando simplemente de mantener contacto con otras inteligencias de su especie. Algunas horas de trabajo a la semana le bastan para subvenir a sus necesidades, y dedica el resto de su tiempo a actividades de las que no tenemos la menor idea.

La hipótesis es seductora. No es en modo alguno comprobable, en el estado actual de la ciencia. Ningún examen anatómico puede aportar información sobre la inteligencia. Anatole France tenía un cerebro anormalmente ligero. No hay, en fin, ninguna razón para hacer la autopsia a un mutante, salvo en caso de accidente. ¿Y cómo descubrir entonces una mutación que afectase a las células del cerebro? Por consiguiente, no es una locura absoluta admitir como posible la existencia de Superiores entre nosotros. Si las mutaciones se rigen sólo por la casualidad, ha habido probablemente algunas favorables. Si se rigen por una fuerza natural organizada, si corresponden a una voluntad de ascensión del ser vivo, como lo creía, por ejemplo, Sri Aurobindo Ghose, debe de haber todavía muchas más. Nuestros sucesores estarían ya aquí.

Todo induce a creer que se nos parecen, o mejor, que nada nos permite distinguirlos. Ciertos autores de ciencia-ficción atribuyen naturalmente a los mutantes ciertas particularidades anatómicas. Van Vorg, en su célebre obra A la Poursuite des Slans, imagina que sus cabellos tienen una estructura singular: una especie de antenas que sirven para las comunicaciones telepáticas, y sobre ello construye una bella y terrible historia de la caza de los Superiores, inspirada en la persecución de los judíos. Pero es el caso que los novelistas añaden cosas a la naturaleza para simplificar los problemas.

Si existe la telepatía, sin duda no se transmite por medio de ondas ni tiene en modo alguno necesidad de antenas. Si creemos en una evolución dirigida, habrá que admitir que el mutante dispone de medios de disfraz casi perfectos, para su propia protección. Es frecuente, en el reino animal, ver al ladrón engañado por las presas «disfrazadas» de hojas muertas, de ramitas y aun de excrementos, con una perfección asombrosa. La «malicia» de las especies suculentas llega incluso, en algunos casos, a imitar el color de las especies no comestibles. Como dice muy bien André Bretón, que presiente entre nosotros a los «Grandes Transparentes», es posible que estos seres escapasen a nuestra observación «gracias a un disfraz de la naturaleza que quiera imaginarse pero cuya posibilidad nos sugiere la misma teoría de la forma y el estudio de los animales miméticos».

« ¡El hombre nuevo vive en medio de nosotros! ¡Está aquí! ¿Basta con ello? Voy a decirle un secreto: yo he visto al hombre nuevo. ¡Es intrépido y cruel! ¡He sentido miedo delante de él!», aúlla Hitler, tembloroso.

Otro espíritu atenazado por el terror, asaltado por la locura: Maupassant, lívido y sudoroso, escribe precipitadamente uno de los textos más inquietantes de la literatura francesa: Le Horla.

«Ahora sé, adivino. El reino del hombre ha terminado. Ha venido Aquel que provoca los primeros terrores de los pueblos ingenuos. Aquel a quien exorcizaban los sacerdotes inquietos, el que evocan los brujos en las noches sombrías, sin verle aparecer aún, y a quien los presentimientos de los maestros efímeros del mundo prestaron todas las formas monstruosas o graciosas de los gnomos, de los espíritus, de los genios, de las hadas, de los duendes. Después de los groseros conceptos de los miedos primitivos, los hombres más perspicaces lo han presentido claramente. Mesmer lo había adivinado, y los médicos, desde hace ya diez años, han descubierto la naturaleza de su poder antes de que él mismo lo ejerciera. Han jugado con esta arma del nuevo Señor, el dominio de poderes misteriosos sobre el alma humana, convertida en esclava. Lo han llamado magnetismo, hipnosis, sugestión... ¡qué sé yo! ¡Les he visto divertirse como niños imprudentes con este horrible poder! ¡Desdichados de nosotros! ¡Desdichado del hombre! Ha llegado él..., él...

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¿Cómo se llama...? El... Me parece que está gritando su nombre, y no lo entiendo... El..., sí, lo grita..., escucho..., no puedo..., repite..., el... Horla..., lo he oído..., el Horla... Es él..., el Horla... ¡ha llegado!»

En su interpretación balbuciente de esta visión llena de maravilla y de horror, Maupassant, hombre de su época, atribuye al mutante poderes hipnóticos. La literatura moderna de ciencia-ficción, más próxima a los trabajos de Rhine, de Soal, de Mac Connel, que a los de Charcot, presta a los mutantes poderes «parapsicológicos»: la telepatía, la telequinesia. Otros autores van todavía más lejos y nos muestran al Superior flotando en el aire o filtrándose por las paredes: aquí ya no hay más que fantasía, ecos placenteros de los arquetipos de los cuentos de hadas. De igual modo que la isla de los mutantes, o la galaxia de los mutantes, corresponde al antiguo sueño de las Islas Afortunadas, los poderes paranormales corresponden al arquetipo de los dioses griegos. Pero si nos colocamos en el plano de lo real, nos damos cuenta de que todos estos poderes serían completamente inútiles a los seres vivos en una civilización moderna. ¿Para qué la telepatía cuando disponemos de la radio? ¿Para qué la telequinesia cuando existe el avión? Si existe el mutante, cosa que nos sentimos inclinados a creer, éste dispone de un poder muy superior a lodo lo que la imaginación puede soñar. Un poder que el hombre ordinario apenas explota: dispone de la inteligencia.

Nuestras acciones son irracionales, y la inteligencia sólo contribuye en una pequeña parte a nuestras decisiones. Cabe imaginar el Ultrahumano, nuevo peldaño de la vida del planeta, como un ser racional y no solamente razonador, un ser dolado de una inteligencia objetiva permanente que no loma ninguna decisión más que después de observar lúcidamente, completamente, la masa de información que posee. Un ser cuyo sistema nervioso sería una fortaleza capaz de resistir cualquier asalto de los impulsos negativos. Un ser de cerebro frío y rápido, dolado de una memoria total, infalible. Si el mutante existe es probablemente un ser que físicamente se parece al hombre, pero que difiere de él radicalmente por el simple hecho de que domina su inteligencia y la emplea sin un momento de descanso. Esta visión parece sencilla. Sin embargo, es más fantástica que todo lo que nos sugiere la literatura de ciencia-ficción. Los biólogos empiezan a entrever las modificaciones químicas que serían necesarias para la creación de esta especie nueva. Los experimentos sobre los sedantes, sobre el ácido lisérgico y sus derivados, han demostrado que bastaría con una debilísima dosis de ciertos compuestos orgánicos todavía desconocidos para protegernos contra la permeabilidad excesiva de nuestro sistema nervioso y permitirnos ejercitar en toda ocasión una inteligencia objetiva. Asimismo existen mutantes fenilcetónicos cuya química está peor adaptada a la vida que la nuestra, en este mundo en transformación. Los mutantes cuyas glándulas segregasen espontáneamente sedantes y sustancias fomentadoras de la actividad cerebral, serán los anuncios de la especie llamada a reemplazar al hombre. Su lugar de residencia no sería una isla misteriosa ni un planeta prohibido. La vida ha sido capaz de crear seres adaptados a los abismos submarinos o a la atmósfera enrarecida de las más altas cumbres. También es capaz de crear el ser ultrahumano, para el cual la morada ideal es Metrópolis, «la tierra humeante de fábricas, la tierra trepidante de negocios, la tierra vibrante con cien radiaciones nuevas...».

La vida no está jamás perfectamente adaptada, pero tiende a la adaptación perfecta. ¿Por qué aflojaría esta tensión después de haber sido creado el hombre? ¿Por qué no ha de preparar algo mejor que el hombre, valiéndose del hombre mismo? Y este hombre según el hombre, tal vez ha nacido ya. «La vida -dice el doctor Loren Eiseley- es un gran río soñador que se filtra por todas las aberturas, cambiando y adaptándose a medida que avanza»121. Su aparente estabilidad es una ilusión engendrada por la misma brevedad de nuestros días. No vemos a la saeta de las horas cómo da la vuelta a la esfera: de la misma manera, no vemos cómo una forma de vida entra en otra.

Este libro tiene por objeto exponer hechos e inspirar hipótesis, no promover cultos. No pretendemos conocer a los mutantes. Sin embargo, si admitimos la idea de que el mutante perfecto

121 New York Herald Tribune. 23 de noviembre de 1959.

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está perfectamente disfrazado, tendremos que admitir también la idea de que la Naturaleza fracasa a veces en su esfuerzo de creación ascensional y pone en circulación mutantes imperfectos, que son visibles.

En este mutante imperfecto, unas cualidades mentales excepcionales se mezclan con defectos físicos. Tal es el caso, por ejemplo, de numerosos calculadores prodigio. El mejor especialista en la materia, el profesor Robert Tocquet, declara: «Muchos calculadores fueron en un principio considerados como muchachos atrasados. El calculador prodigio belga Oscar Verhaeghe se expresaba, a los diecisiete años, como un niño de dos. Además, ya hemos dicho que Zerah Colburn presentaba un signo de degeneración: un dedo suplementario en cada miembro. Otro calculador prodigio, Prolongeau, nació sin brazos ni piernas. Mondeux era histérico... Osear Verhaeghe, nacido el 16 de abril en Busval, Bélgica, en el seno de una familia de modestos funcionarios, pertenece al grupo de calculadores cuya inteligencia está muy por encima de la media. La elevación a potencias diversas de números iguales es una de sus especialidades. Así, por ejemplo, eleva al cuadrado el número 888.888.888.888.888 en cuarenta segundos, y a la quinta potencia el número 9.999.999 en sesenta segundos, con un resultado de treinta y cinco guarismos...

¿Degenerados o mutantes fracasados?

He aquí, tal vez, un caso de mutante completo: el de Leonard Euler, que estaba en relaciones con Roger Boscovich122, cuya historia hemos relatado en el capítulo anterior.

Leonard Euler (1707-1783) es generalmente tenido por uno de los más grandes matemáticos de todos los tiempos. Pero esta calificación es demasiado estrecha para dar cuenta de las cualidades sobrehumanas de su espíritu. Hojeaba las obras más complejas en unos instantes y podía recitar completamente todos los libros que habían pasado por sus manos desde que aprendiera a leer. Conocía a fondo la física, la química, la zoología, la botánica, la geología, la medicina, la historia y las literaturas griega y latina. Nadie, en su tiempo, logró igualarle en ninguna de estas disciplinas. Poseía la facultad de aislarse totalmente, a voluntad, del mundo exterior, y de proseguir un razonamiento pasara lo que pasara. Perdió la vista en 1766, pero esto no le afectó en nada. Uno de sus alumnos refirió que, a raíz de una discusión sobre un cálculo que comprendía diecisiete decimales, se produjo un desacuerdo en el momento de establecer el decimoquinto. Entonces rehizo el cálculo, con los ojos cerrados, en una fracción de segundo. Veía relaciones y enlaces que escapaban al resto de la Humanidad culta e inteligente. Así fue cómo encontró ideas matemáticas nuevas y revolucionarias en los poemas de Virgilio. Era un hombre sencillo y modesto, y todos sus contemporáneos se muestran de acuerdo en que su principal preocupación era pasar inadvertido. Euler y Boscovich vivieron en una época en que se honraba a los sabios, en que no corrían el riesgo de verse envenenados por las ideas políticas u obligados por el Gobierno a fabricar armas. Si hubiese vivido en nuestro siglo, tal vez se habría organizado para «disimularse» enteramente. Tal vez hoy existen otros Euler o Boscovich. Tal vez hay mutantes inteligentes y racionales, provistos de una memoria absoluta y de una inteligencia constantemente despierta, que se codean con nosotros, disfrazados de maestros de pueblo o de agentes de seguros.

Estos mutantes, ¿forman una sociedad invisible? Ningún ser humano vive solo. Sólo puede desarrollarse en el seno de una sociedad. La sociedad humana que conocemos ha demostrado más que sobradamente su hostilidad a la ciencia objetiva y a la imaginación libre: Giordano Bruno, quemado; Einstein, desterrado; Oppenheimer, vigilado. Si existen mutantes que respondan a nuestra descripción, lodo induce a pensar que trabajan y se comunican entre ellos en el seno de una sociedad superpuesta a la nuestra y que sin duda se halla extendida por el mundo entero. Que se comuniquen empleando medios psíquicos superiores, como telepatía, nos parece una hipótesis infantil. Más próxima a lo real, y, por tanto, más fantástica, nos parece la hipótesis según la cual se servirían de comunicaciones normales humanas para transmitirse mensajes e informaciones para su

122 A principios de 1959, se publicó en la URSS el «Diario» del padre de la astronáutica, Ziolkovsky. Éste escribía que había tomado la mayoría de sus ideas de los trabajos de Boscovich.

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uso exclusivo. La teoría general de la información y la semántica demuestran bastante bien que es posible redactar textos de doble, triple o cuádruple sentido. Existen textos chinos con siete significaciones, metidas unas dentro de otras. Un héroe de la novela de Van Vogt, A la Poursuite des Slans, descubre la existencia de otros mutantes leyendo el periódico y descifrando artículos de apariencia vulgar. Una red tal de comunicaciones en el seno de nuestra literatura, de nuestra Prensa, etcétera, resulta inconcebible. El New York Herald Tribune publicó, el 15 de marzo de 1958, un estudio de su corresponsal en Londres, sobre una serie de mensajes enigmáticos aparecidos en los pequeños anuncios del Times. Estos mensajes habían llamado la atención de los especialistas de la criptografía y de varios cuerpos de Policía, porque tenían, evidentemente, un doble sentido. Pero este sentido había escapado a todos los esfuerzos hechos para descifrarlo. Existen sin duda medios de comunicación todavía menos manifiestos. Tal novela de cuarta categoría, tal obra técnica, tal libro de filosofía famoso, trasladan secretamente estudios complejos, mensajes dirigidos a inteligencias superiores, tan diferentes de la nuestra, como lo es ésta de la de un gorila.

Louis de Broglie escribe123: «No debemos jamás olvidar lo muy limitados que siguen siendo nuestros conocimientos y de cuántas evoluciones imprevistas son susceptibles. Si la civilización humana subsiste, la física podrá ser dentro de unos siglos tan diferente de la nuestra como lo es ésta de la física de Aristóteles. Tal vez los conceptos ampliados a que lleguemos entonces nos permitirán englobar en una misma síntesis, donde todo encontrará su lugar, el conjunto de los fenómenos físicos y biológicos. Si el pensamiento humano, eventualmente hecho más poderoso por alguna mutación biológica, se elevase un día hasta allá, percibiría entonces en su verdadera luz, que sin duda no sospechamos siquiera ahora, la unidad de los fenómenos que distinguimos con la ayuda de los adjetivos «fisicoquímico», «biológico» e incluso «psíquico».

¿Y si esta mutación se hubiese ya producido? Uno de los más grandes biólogos franceses, Morand, inventor de los «tranquilizantes», admite que los mutantes han aparecido a lo largo de toda la historia de la Humanidad124: «Los mutantes se llamaron, entre otros, Mahoma, Confucio...» Pueden existir muchos más. No es en modo alguno inconcebible que, en la época evolutiva en que nos hallamos, los mutantes consideren inútil ofrecerse como ejemplo o predicar alguna forma nueva de religión. En la actualidad, hay algo mejor que hacer, que dirigirse al individuo. No es indispensable que consideren necesario y benéfico el paso de nuestra Humanidad a la colectivización. No es, en fin, inverosímil que consideren deseables nuestros dolores del parto, e incluso cualquier gran catástrofe capaz de apresurar el conocimiento de la tragedia espiritual que constituye el fenómeno humano en su totalidad. Para obrar, para que se precise el rumbo que acaso nos lleva a todos a alguna forma ultrahumana que ellos conocen, tal vez les es necesario permanecer ocultos, mantener en secreto la coexistencia, mientras se está forjando, a despecho de las apariencias y tal vez gracias a su presencia, el alma nueva de un mundo nuevo, al que nosotros llamamos con toda la fuerza de nuestro amor.

Henos aquí en las fronteras de lo imaginario. Tenemos que detenernos. Sólo queremos indicar el mayor número posible de hipótesis no irrazonables. Sin duda habrá que rechazar muchas de ellas. Pero si algunas han abierto a la investigación puertas hasta ahora disimuladas, no habremos trabajado en vano; no nos habremos expuesto inútilmente al riesgo del ridículo. «El secreto de la vida puede ser encontrado. Si se me presenta la ocasión, no la dejaría escapar por miedo a las burlas»125.

Toda reflexión sobre los mutantes desemboca en un sueño sobre la evolución, sobre los destinos de la vida y del hombre. ¿Qué es el tiempo, a la escala cósmica en que hay que situar la historia de

123 Véase Nouvelles Litteraires, 2 de marzo de 1950, artículo titulado «¿Qué es la vida?».

124 P. Morand y H. Laboril: Les Destins de la vie de l'homme, Masson, ed., París, 1959.

125 Loren Eiseley.

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la Tierra? ¿No ha comenzado el porvenir, si puedo expresarme así, en la eternidad? Tal vez, en la aparición de los mutantes, ocurre todo como si la sociedad humana fuese alcanzada a veces por una resaca del futuro, visitada por testigos del conocimiento venidero. ¿No serán los mutantes la memoria del futuro, de la cual está tal vez dotado el gran cerebro de la Humanidad?

Otra cosa: la idea de mutación favorable está evidentemente ligada a la idea del progreso. La hipótesis de una mutación puede ser llevada al plano científico más positivo. Es absolutamente cierto que las regiones más recientemente conquistadas por la evolución, y las menos especializadas, es decir, las zonas silenciosas de la materia cerebral, maduran las últimas. Algunos neurólogos piensan, con razón, que existen allí otras posibilidades que el porvenir de la especie nos revelará. El individuo, dotado de posibilidades diferentes. Una individualización superior. Y, sin embargo, el porvenir de las sociedades nos parece más bien orientado hacia un creciente colectivismo. ¿Es esto contradictorio? No lo creernos así. A nuestro entender, la existencia no es contradicción, sino algo que se complemente y sobrepase.

El biólogo Morand escribe, en una carta a su amigo Laborit: «El hombre que llegue a ser perfectamente lógico, que abandone toda pasión y toda ilusión, se habrá convertido en una célula del continuum vital que constituye una sociedad llegada al más alto grado de su evolución: evidentemente, aún no hemos llegado a tanto, pero no creo que pueda haber evolución sin esto. Entonces, y sólo entonces, contará esta "conciencia universal" del ser colectivo, hacia la cual tendemos.»

Ante esta visión, altamente probable, conocemos bien la indignación de los partidarios del antiguo humanismo que ha petrificado nuestra civilización. Imaginan, en efecto, un hombre sin finalidad, entrando en su fase de decadencia. «Llegado a ser perfectamente lógico, abandonando toda pasión y toda ilusión...» ¿Cómo podría estar en decadencia el hombre provisto de una radiante inteligencia? Cierto, el Yo psicológico, lo que llamamos personalidad, estaría en vías de desaparecer. Pero nosotros no creemos que esta «personalidad» sea la riqueza última del hombre. En esto somos -así lo creemos- religiosos. Hacer desembocar todas las observaciones activas en una visión de la trascendencia, es señal de nuestro tiempo. No, la personalidad no es la riqueza última del hombre. No es más que uno de los instrumentos que le han sido dados para pasar al estado de alerta. Cumplida la obra, desaparece el instrumento. Si tuviésemos espejos capaces de mostrarnos esta «personalidad» a la cual damos tanta importancia, no soportaríamos su visión, tal sería el hormiguero de larvas y gusanos que veríamos en ella. Sólo el hombre en estado de alerta podría mirarse en él sin peligro de morir de espanto, pues entonces el espejo no reflejaría nada, sería puro. Éste es el verdadero rostro, el que nos devuelve el espejo de la verdad. En este sentido, todavía no tenemos rostro. Y los dioses no nos hablarán cara a cara hasta que lo tengamos.

Rechazando el Yo psicológico, movible y limitado, decía ya Rimbaud: «Yo es otro.» Es el Yo inmóvil, transparente y puro aquel cuyo entendimiento es infinito: todas las tradiciones aconsejan al hombre que Lo abandone todo para alcanzarlo. Es muy posible que nos hallemos en un tiempo en que el futuro próximo hable la misma lengua del remoto pasado.

Fuera de estas consideraciones sobre las otras posibilidades del espíritu, el pensamiento, incluso el más generoso, sólo distingue contradicciones entre conciencia individual y conciencia universal, entre vida personal y vida colectiva. Pero un pensamiento que ve contradicciones en lo vivo es un pensamiento enfermo. La conciencia individual realmente despierta entra en la universal. La vida personal, concebida y utilizada por entero como instrumento del despertar, se funde sin ningún daño en la vida colectiva.

No hemos dicho, en fin, que la constitución de este ser colectivo sea el término último de la evolución. El espíritu de la Tierra, el alma de lo que vive, no ha cesado de brotar. Los pesimistas, ante los grandes trastornos visibles que produce esta secreta emergencia, dicen que al menos hay que intentar «salvar al hombre». Pero este hombre no tiene que ser salvado, sino cambiado. El

El Retorno de los Brujos Louis Pauwels y Jacques Bergier

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hombre de la psicología clásica y de las filosofías corrientes, ha sido ya rebasado, condenado a la inadaptación. Con mutación o sin ella, hay que entrever otro hombre para ajustar el fenómeno humano al destino en marcha. Desde ahora, ya no es cuestión de pesimismo, ni de optimismo: es cuestión de amor.

Desde el tiempo en que pensaba poder poseer la verdad en mi alma y en mi cuerpo, cuando imaginaba que pronto tendría la solución de todo, en la escuela del filósofo Gurdjieff, hay una palabra que jamás he oído pronunciar: es la palabra amor. Hoy no dispongo de ninguna certeza absoluta. No me atrevería a proponer como viable la más tímida de las hipótesis formuladas en este libro. Cinco años de reflexión y de trabajo con Jacques Bergier, me han proporcionado sólo una cosa: la voluntad de mantener mi espíritu abierto a la sorpresa y a la confianza ante todas las formas de la vida y ante todos los rasgos de inteligencia del ser viviente. Estos dos estados: sorpresa y confianza, son inseparables. La voluntad de llegar y de mantenerse en ellos sufre a la larga una transformación. Deja de ser voluntad, es decir, yugo, para convertirse en amor, es decir, gozo y libertad. En una palabra, mi única adquisición ha sido que ahora llevo en mí, inarrancable ya, el amor a lo que vive en este mundo y en el infinito de los mundos.

Para honrar y expresar este amor poderoso, complejo, no nos hemos limitado, Jacques Bergier y yo, al método científico, tal como habría exigido la prudencia. Pero, ¿qué es el amor prudente? Nuestros métodos fueron los de los sabios, pero también los de los teólogos, los de los poetas, los de los brujos, los de los magos y los de los niños. En resumidas cuentas, nos hemos portado como bárbaros, prefiriendo la invasión a la evasión. Y es que algo nos decía que, en efecto, formábamos parte de tropas extrañas, de hordas fantasmagóricas, guiadas por trompetas ultrasonoras, de cohortes transparentes y desordenadas que empiezan a desparramarse sobre nuestra civilización. Estamos al lado de los invasores, al lado de la vida que viene, al lado del cambio de edad y del cambio de pensamiento. ¿Error? ¿Locura? La vida del hombre sólo se justifica por el esfuerzo, aun desdichado, para comprender mejor. Y la mejor comprensión es la mejor adherencia. Cuanto más comprendo, más amo; porque todo lo comprendido es bueno.

                                                                                 FIN

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